IV
¿Quién pudo
haber dejado ese paquete? Me preguntaba, esa tibia mañana de diciembre,
mientras seguía repasando en mi cabeza todos los nombres de las personas que
llegaban al gimnasio a diario. Recordaba sus rostros, el modo en que solían
mirar, las charlas que compartían mientras tomaban una pausa en su
entrenamiento, la frecuencia con la que acudían a ejercitarse, tratando de descubrir
a través de esos rasgos la nobleza de su corazón y alguna posible complicidad
con la presencia de la caja. Muchas veces los enemigos te tocan el hombro en tu
propia casa. Luz acababa de salir, pero su aroma aún seguía impregnado en la
habitación. Amanecer a su lado tranquilizó mi alma. Pero al marcharse tuve una
ligera sensación de temor que traté de aliviar acercándome hasta la fotografía
tamaño jumbo de Juanchi; la imagen estaba en un portarretrato de vidrio colocada sobre una repisa. Yo mismo había
tomado esa foto en el vivero, un día antes de su muerte, y mostraba a un
Juanchi flacucho de párpados hundidos y
sonrisa forzada. Siempre que padecía alguna adversidad o veía amenazada mi paz
espiritual me acercaba hasta el retrato y le confesaba mis tribulaciones. Se
trataba de un contacto íntimo con mi hermano en busca de su ayuda, para sortear
el mal tiempo. El fuerte lazo que mantuvimos en nuestra niñez se prolongó más
allá de su muerte. Unos meses después del entierro, mientras iba rumbo a la
escuela, oí un susurro nítido que me alertaba del peligro si continuaba el trayecto
usual que solía recorrer rumbo al Politécnico. “Estás alucinando Marco”. No hice caso y seguí por el mismo sendero, pero
unos metros más adelante el anuncio volvió a repetirse; entonces empujado por
esa voz interior tomé la calle opuesta y crucé hasta la avenida Pardo. No entendía por qué había hecho caso a ese
murmullo que parecía provenir de alguien que caminaba a mi costado, hasta que
oí el estruendo de un choque y corrí a mirar, empujado por ese impulso natural
que conducía a todos los transeúntes que circulaban por la zona, hacia el lugar
del siniestro. Justo antes de llegar a la esquina una camioneta de doble cabina
había chocado contra un poste de alumbrado público, trayéndolo abajo. Transitaba
a diario por esa calle para ir a la escuela y solía pasar junto al poste en un
recorrido mecánico que alteré por aquél susurro salvador. Después de ese día, la
vocecita empezó a repetirse con frecuencia; me acompañaba camino a la escuela o
durante las noches mientras realizaba las tareas en mi habitación; era tanta la
intensidad del murmullo que llegué a acostumbrarme a él y empecé a entablar un
diálogo ameno, familiar, compartiéndole mis ideas, congojas, haciendo incluso
preguntas, cuyas respuestas luego se ratificaban en la realidad. Algunas cosas
eran trivialidades, juegos de niños;
como la vez que le pregunté si habría clases de taller electrónico y respondió que
esa tarde disputaríamos una partida de monopolio en casa, pues el profesor al
que apodábamos “Cerebro” por el enorme tamaño de su cabeza, no asistiría al
colegio. Llegué a la escuela y luego de permanecer dos horas junto a mis
compañeros del primero “C”, esperando la
llegada de “Cerebro”, el auxiliar de educación nos mandó de vuelta a nuestros
domicilios pues el docente tenía un problema familiar que atender y no
asistiría. Cuando estuve en mi habitación puse el Monopolio sobre la cama. Ese
día pasé toda la tarde tirando los dados, comprando casas y departamentos en
las principales avenidas de Lima, sintiendo la presencia de mi hermano al
costado. Estaba convencido de que Juanchi me decía cosas al oído, cuchicheaba y
a veces hasta sonreía; su cercanía espiritual servía de consuelo para amenguar
el dolor de su muerte. No le conté a nadie de aquellos diálogos íntimos, pues
lo más probable es que hubiese terminado en un centro de ayuda para personas
con problemas mentales. Por un tiempo creí que el privilegio de sentir su
presencia era sólo mío, hasta que una
mañana encontré a mi madre hablándole a una de sus fotografías, la misma que
luego amplió y puso en un marco para colocarla en nuestra sala. Ella también
debía obtener respuestas u oír el susurro alegre de Juanchi. No recuerdo en qué
momento perdí contacto con él, quizás el hecho de convertirme en adulto distanció
su voz infantil. Lo que hasta ahora
permanece es la presencia fantasmal que se hace notar por las noches en mi
habitación, como si se tratara de un niño juguetón en busca de entretenimiento.
Años atrás las sillas del cuarto eran arrastradas con suavidad y la puerta
crujía durante la madrugada. Juanchi se movía con plena libertad, probando los
objetos nuevos que fui colocando en el dormitorio donde él durmió hasta el día
de su muerte. A pesar de todas las manifestaciones sobrenaturales mi corazón nunca solía llenarse de temor, por
el contrario era invadido con una paz sublime. Una noche, cerca al final del día, mientras leía tendido en mi
cama una colección poética de César Vallejo, escuché golpear el teclado de la
computadora. Me encontraba solo, con la puerta cerrada, pues a esa hora ya
todos dormían en casa. Volteé la vista hacia
mi computador sorprendido, temeroso para ser honestos, pues en una situación
como aquella cualquiera hubiese puesto el grito al cielo. El tecleo se repitió un
par de veces, después sobrevino un silencio que atrajo un aura pacífica, la
misma paz que sentía cuando escuchaba el susurro infantil de Juanchi; sonreí y
continué leyendo. Cosas como esa eran frecuentes en mi habitación; no me
espantaban, por el contrario las sentía como parte de la coexistencia amena con
el alma de mi hermano, aunque una madrugada sus travesuras sí consiguieron
erizarme la piel. Dormía plácidamente después de un agitado día en la universidad que culminó con la
elaboración de un informe para el curso de publicidad. Había llegado a casa con
la premura de culminar el trabajo que debía presentar por la mañana, así que
terminé mi cena en menos de cinco
minutos, subí a mi cuarto y estuve
despierto frente a la computadora hasta pasada la media noche. “Listo, ahora sí
a dormir”. Apagué el computador, las luces y me tiré rendido en la cama sin
siquiera quitarme la ropa del todo. A media madrugada un ruido estrepitoso hizo
que diera un brinco hacia el suelo. El CPU, la impresora matricial y el monitor
se encendieron de golpe, como si hubiesen estado programados para despertar a
esa hora. ¿Juanchi? Fue lo primero que pensé. No podía encontrar otro
responsable. “¡Caramba! Esta vez sí que me asustaste”. Avancé nervioso hasta la
mesa donde estaba colocado el computador y apagué el sistema Windows. Por las
dudas desenchufé el estabilizador de corriente. Si algo volvía a encenderse
seguro que hubiese salido corriendo dando gritos de espanto.
La aparición de
la caja con el muñeco decapitado dentro desentrañó viejos temores, era como si
el ciclo de tranquilidad en mi vida hubiese terminado; suponía que los
sobresaltos volverían a repetirse con ese aparente trabajo de brujería. Sabía lo que eso significaba:
tristeza, enredos, apuros económicos, desamor y muerte. Aunque trataba de
esquivar la sensación de ansiedad, en el fondo de mi ser se tejía la idea de
que algo malo podía ocurrir.
Tomé el retrato
de Juanchi y lo sostuve por varios minutos. Durante ese rato le hablé con naturalidad,
como quien charla con un amigo que tiene al frente. Sabía que él me escuchaba,
así que con toda seguridad asumiría el papel de intercesor ante Dios para
salvaguardar a mi familia. “Hermano no permitas que perturben el embarazo de
Angela. Protege a nuestra madre y aleja el mal de este tu hogar. Ayúdame a
soportar la adversidad e intercede para que mi relación con Luz no se desmorone
a causa de la envidia o brujería”. Después de algunos años mi corazón se rendía
ante los sortilegios del amor, pasaba una temporada de endulzamiento amoroso
que le había otorgado nuevos bríos a mi vida. Ahora pensaba en el futuro con
optimismo; ya no imaginaba mis días venideros envueltos en una soledad hiriente,
por el contrario hacía planes junto a Lucecita, tratando de pasar el mayor
tiempo posible a su lado. Su aparición cambió
por completo mi rutina. Volví a colocar en mi agenda diaria el nombre de una
mujer (Luz) con el asunto: IMPORTANTE. La amaba, pero sobre todo sentía una
gran admiración por ella. De a pocos había ido contándome la historia de su
infancia. Era fascinante oír cada capítulo de su niñez, por eso le pedía
siempre que me narrase algo nuevo de aquél pasado novelesco, pues sentí que
escucharla reavivó mis ganas de retomar la escritura. Ella estaba ilusionada
con la idea de que su vida sea contada en una novela. Lo percibía en la intensidad
con la que hablaba de su mamá Justina y también del padre que aborrecía por
haber sido el responsable de la debacle familiar que la acompañó en sus
primeros años. Algunas veces tomaba nota de las cosas que me decía, pues no
quería que cuando llegase el momento de escribir algún detalle importante fuera
omitido. Tenía anotada varias líneas en las que resaltaban fechas, nombres de
lugares y personas, hechos trágicos que pusieron a prueba el temple de la
pequeña Lucecita. Pero no sólo el drama familiar la acechaba, sino también un
ambiente donde narcos y terroristas eran los amos y señores del lugar.
Lucecita nació
en Carricillo, un anexo de la provincia de Tocache en la Selva peruana. A los
pocos meses de nacida, el hombre que la procreó desapareció por completo; a
pesar de compartir la misma casa y verse a diario, la figura paterna resultó
siendo un espectro, moviéndose como si nadie más que él habitara el lugar. Sólo
cuando alguna necesidad lo apremiaba, parecía darse cuenta que tenía personas
alrededor: Una mujer y una hija que necesitaban de afecto, que lo aguardaban
durante días, a veces semanas, cada vez que abandonada Carricillo para ir a
vender los fardos de hoja de coca a la frontera. Al principio Luz miraba a su
padre con orgullo, lo veía romperse el lomo en los sembríos cocaleros, codearse
con los camaradas de sendero luminoso que merodeaban el pueblo con sus
uniformes grises, cubriéndose el rostro con pasamontañas y llevando a la
espalda fusiles o metralletas de largo alcance. A inicio de los noventa la
selva peruana, especialmente la provincia de Tocache, vivía el boom de la coca;
lo que atrajo a cientos de inmigrantes provenientes de la costa, la sierra,
selva baja del Perú, así como también a mexicanos, colombianos, brasileros e
incluso hasta bolivianos; además de la presencia militar del grupo terrorista Partido
Comunista del Perú Sendero Luminoso que controlaba el mercado del narcotráfico,
desde la fase del cultivo de la hoja de coca, pasando por la producción de la
droga, hasta brindar custodia en las pistas de aterrizaje clandestinas donde se
distribuía la mercadería a los principales cárteles de Sudamérica. Los
liderados por Abimael Guzmán conseguían financiar así la compra de armas, el
abastecimiento de comida y los grandes costos logísticos necesarios para llevar
a cabo los atentados terroristas en las principales ciudades del Perú, que
formaban parte de su plan revolucionario.
La pequeña Luz acaba
de cumplir su primer año en el inicio de los noventa, que para mí resultaba siendo
el comienzo de una década triste por la muerte de Juanchi. Mientras yo me las
arreglaba para sobrevivir a la ausencia de mi hermano, ella daba sus primeros
pasos en el campo, jugaba bajo la lluvia torrencial del verano selvático, sin
entender lo que ocurría a su alrededor. El destino había querido que nazca en
medio de esa turbulencia social, un ambiente donde las niñas como ella corrían
el riesgo de ser elegidas por algún padrote que las arrancaba a temprana edad
de sus hogares, para convertirlas en sus mujeres. En aquél lugar los infantes,
sin importar el género, debían colaborar en la cosecha de la coca, dejando a
veces de lado su inclusión en la escuela, que resultaba siendo un privilegio de
unos cuantos. La primera vez que Luz fue consciente del acalorado mundo que la
rodeaba, ocurrió cuando un grupo de sujetos armados ingresó a una de las
viviendas cercanas y sacaron a rastras al hombre de la casa. Después de ese día
nunca más lo volvieron a ver. A partir de entonces empezó a temer por la vida
de sus padres, creyendo que en cualquier momento podrían aparecer esos sujetos
encapuchados y desaparecerlos. Los camaradas senderistas solían ser muy severos
para castigar a quienes incumplían las normas comunitarias que ellos dictaban.
La infidelidad, el hurto, la vagancia y cualquier otra ofensa a sus
disposiciones eran condenadas con castigos que iban desde azotes hasta la
muerte.
A pesar de que
por entonces los cocaleros ganaban buenas cantidades de dinero, que obtenían
luego de vender sus sembríos, la mayoría de familias mostraba condiciones
paupérrimas. Los hombres vivían despreocupados de sus hogares y gastaban la
plata en alcohol y mujeres que llegaban a Tocache y otras ciudades de la selva
venidas de la costa, la sierra del Perú y algunos países fronterizos como
Colombia y Brasil, para prostituirse. Aquél desbande era un riesgo que corrían los
hombres del campo, pues sabían que al ser descubiertos sus cabezas terminarían navegando
por los caudales del río Huallaga. Severino, el nombre con el que Luz conocía
al padre que veía cruzar el patio de la casa por las mañanas sin detenerse para abrazarla o darle un beso
de buenos días, desaparecía, cada cierto tiempo, durante más de una semana con
el pretexto de ir a vender la coca. Se marchaba sin dejar las provisiones
necesarias para que su madre y ella
pudieran subsistir. Al principio mamá Justina se las ingeniaba para sobrellevar
la carga de alimentar a su pequeña; ella también trabajaba en el campo, hacía
las mismas labores que cualquier hombre. Era una mujer de un temperamento
fiero, capaz de derrumbar al varón más pintado con un golpe. Unos años más
tarde, cuando nació el segundo retoño de la familia, Luz tuvo que asumir la
responsabilidad de hacerse cargo del pequeño, mientras papá y
mamá se rompían el espinazo en el campo. No era mucho lo que había en ese hogar
humilde: unos muebles viejos, una mesa donde servían las comidas, varias sillas de madera resistiendo el paso
del tiempo, los enseres básicos, un par de camas y una jauría de perros fieles que acompañaban
a Lucecita en sus paseos por el campo. Los
días que su padre se ausentaba y mamá debía trabajar hasta entrada la noche, ella
cuidaba del pequeño Mateo, improvisaba el almuerzo cociendo arroz y sancochando
papas, además de darse el tiempo para alimentar a los perros. A pesar de sus
escasos cinco años, asumía las riendas de un hogar triste, en el que cada uno
de sus integrantes parecía tener una vida totalmente distinta, apartados el uno
del otro. Al caer la tarde Lucecita se apostaba en la ventana y veía
desaparecer el sol entre los cerros. A esa hora sus ojos marrones se cargaban de un brillo intenso mientras su
mente viajaba por lugares desconocidos en los que encontraba al hombre de sus
sueños, uno totalmente distinto al padre que vivía siempre ausente. El llanto del
pequeño hermano la sacaba de su ensimismamiento trayéndola de vuelta a
Carricillo, allí donde el astro rey sancocha la piel, esa tierra prodigiosa
para el sembrío de la coca que se inundaba en los meses de enero a marzo con
lluvias torrenciales que solían durar
cinco o más días; un anexo humilde, como otros de Tocache, en el que los
cocaleros tenían un pacto comercial irrompible con los terroristas.
En una ocasión
Severino tardó dos semanas en volver y cuando lo hizo apareció de noche,
ojeroso, con la barba crecida y los bolsillos vacíos. En casa veían pasar los
días atragantados por la angustia, temiendo que hubiese sido presa de una emboscada
del ejército o víctima de una trampa de los narcos, que a veces solían pagar
mal a los cocaleros. Apenas lo vio entrar por la puerta, Lucecita corrió con los
brazos extendidos para sentir el calor paternal, pero se topó con un bloque de
hierro que avanzaba sediento y con un hambre voraz. “Sírvanme un poco de comida
que vengo con el estómago vacío”, reclamó de entrada, acomodándose frente a la
mesa. Mamá Justina amamantaba a Mateo, así que la pequeña Luz fue a la cocina,
removió la olla y sirvió una porción de arroz mazacotudo, que era lo único que
habían comido en los últimos días. El hombre sintió la comida fría y la arrojó
contra el piso dando gritos exasperados y se dirigió al dormitorio refunfuñando
por no haber sido atendido como esperaba. Lucecita se quedó paralizada en medio
de la sala, un hincón puñalero se le hundía en el pecho; aunque quiso contener
las lágrimas, terminó por ceder al dolor que le causaba el rechazo de su padre.
“Toma, no llores, cuida al niño, que
ahora arreglo las cosas con este sinvergüenza”, le ordenó mamá Justina. La
noche era sofocante y en el cielo la luna nueva mostraba su mejor cara, un
semblante diáfano que la niña Luz solía contemplar por horas durante sus
madrugadas de insomnio, susurrándole las penas y deseos que le albergaban en el
corazón; aquél astro brillante era la única amiga y confidente que había
encontrado, nadie más sabía el peso que cargaba en sus espaldas. Para evitar
oír el griterío de papá y mamá, Lucecita salió de casa, se acomodó en una
piedra enorme y sentó a Mateo sobre sus piernas. Pasó mucho rato hablando con
la Luna, contándole lo triste que se encontraba por el desamor de su padre,
hasta que el pequeñín cayó rendido por el sueño, debiendo retornar a casa. A
pesar de la congoja, había otro amor que le transformaba la expresión en el rostro.
Cada vez que pasaba tiempo a solas contemplando el cielo, una silueta
incandescente aparecía delante de ella; se trataba de un hombre cuya apariencia
galante la enamoraba; ella lo veía cruzar la frondosa vegetación hasta que
sentía su mano tibia tomándole la muñeca, suspiraba, sin dejar de mantener fija
la mirada en el rostro de ese ser que la llevaba a conocer lugares que hasta
entonces solo había visto en la televisión; el mundo tenía otra apariencia más
allá de la frontera selvática. Al despertar había una sonrisa pronunciada en su
rostro que le tardaba días en borrar.
Luego de esa noche
mamá Justina acrecentó las sospechas de que Severino la engañaba. Desde que lo
conoció sabía de sus mañas y enredos con mujeres; pero se había convencido,
erróneamente, que con la llegada de los hijos al hogar por fin sentaría cabeza.
Sin embargo nada parecía cambiar en la vida de aquél hombre que madrugada para
ir al campo y entregarse a una comunión sublime con las plantaciones de coca, donde
parecía sentirse más a gusto que con los integrantes de su familia; volvía a
casa a la hora de almuerzo y comía en un silencio lapidario, retornaba al campo
hasta el final de la tarde y de allí vagabundeaba por la casa hasta la cena.
Así pasaba sus días, en el más completo anonimato, despreocupado de los
problemas cotidianos que afrontaba la familia que él había conformado, pero que
al mismo tiempo lo desconocía. Ni siquiera cuando se marchaba por varios días,
retornaba con un sentimiento de añoranza; no extrañaba nada que lo rodeara,
salvo sus cultivos, a los que se entregaba con ahínco. Tampoco era un hombre responsable. Vivía
despreocupado de todos a su alrededor; apenas y cumplía con los gastos mínimos
de la casa y andaba quejándose siempre por la falta de dinero, a pesar de que
percibía buenas cantidades de plata al vender las hojas de coca. Pero quizás el
rasgo más crudo de Severino, era su falta de sensibilidad, se trataba de un
hombre frío, mecanizado para el trabajo sin la mínima posibilidad de expresar
siquiera una pizca de amor. Daba la impresión de ser inmune al dolor de los
suyos. Si alguno de sus pequeños sufría una caída, sólo atinaba a decirles:
“Levántate”, pero nunca los socorría. A pesar del blindaje de su padre,
Lucecita lo amaba y anhelaba que algún día él se acercara para decirle un: “te
amo hijita” o tan siquiera estrecharla entre sus brazos como una muestra
sencilla de afecto. Repetidas veces le había contado a la Luna aquél deseo íntimo que ni siquiera su
madre conocía; también solía pedirle que lo protegiera en sus prolongados
viajes y guiara con bien en su camino de vuelta por el complicado sendero
selvático. Pero mamá Justina ya no creía en la honestidad de su marido, así que
empezó a hurgar sus pasos. Tenía la plena seguridad de que Severino la
engañaba. Sólo faltaba agarrar al “perro con el hocico en la presa”. En un
arranque de celos que no era más que la lucha interna por recuperar su dignidad
de mujer, visitó a una bruja para conocer el paradero de su marido. En el
pueblo estas mujeres eran conocidas como “seguidoras” por la capacidad que
tenían de rastrear las huellas de una persona y ubicar su paradero con la
exactitud de un satélite.
-
Está lejos, a varios kilómetros de aquí, en dirección al norte, búscalo en el
Anexo 14, por allí debe andar.
-
¿Está sólo?
-
Tú sabes que tu marido nunca anda solo.
Eso bastó para
que mamá Justina emprendiera al día siguiente muy de mañana, un viaje a pie
rumbo al Anexo 14, llevando a Mateo en la espalda. Lucecita caminaba junto a
ella, con el rostro impregnado de felicidad porque vería a papá. Luego de andar
durante tres horas bajo un sol que sancochaba la piel, llegaron al lugar
marcado por la “seguidora”. Un pueblo más grande que Carricillo, donde durante
los últimos años se abrieron una hilera de bares y cantinas. Los recorrieron
todos y no encontraron a Severino. ¿Se habría equivocado la seguidora? El único
lugar que les faltaba visitar era un hospedaje ubicado en la esquina de la
plazuela del pueblo. Mamá Justina sujetó fuerte a Mateo y avanzó con firmeza
segura de encontrar allí a su marido. El cuartelero la recibió y aunque al
principio se negó a darle algún dato, terminó por confesar el número de
habitación en la que se encontraba el hombre descrito, pues la mujer le mostró
el puño con el que lo golpearía sino hablaba. La puerta se abrió y la verdad anunciada quedó
a merced de los presentes. Severino libaba alegremente una botella de alcohol
con dos mujeres que debían ser prostitutas. En unos cuantos segundos el
cuartito se convirtió en un campo de batalla. Las féminas corrieron espantadas y
Severino quedó sólo frente a su mujer, paralizado y con las canillas
temblorosas. Hizo un amago de correr pero no tenía el espacio suficiente para
poder ganar la puerta. Mamá Justina lo contemplaba con los ojos incendiados de
ira, preparando el ataque que no demoró en llegar con un gancho derecho que
derrumbó al hombre contra el piso. Luego vinieron una tanda de insultos, reclamos,
improperios y amenazas. La cuestión no quedó allí, pues la ofendida consideró que tamaña afrenta
debía ser castigada por el grupo militar Senderista que imponía un código de
convivencia comunitaria en el que la infidelidad era castiga con el
fusilamiento del perjuro. A pesar de que Severino clamó por su vida, pidió
perdón, prometió nunca más volver a enredarse con mujeres libertinas, la
condena quedó establecida para ser ejecutada en solo unos días.
El día de la
ejecución la gente de Carricillo se reunió frente al condenado a la espera que
el camarada Felipe ordenara abrir fuego. Severino miraba a su alrededor
resignado, sin fuerzas para clamar perdón. Desde que lo habían traído del Anexo
14 no quiso probar bocado. Sólo pidió un poco de agua para enjuagarse los labios resecos, luego los cerró y no
volvió a pronunciar palabra alguna. Por primera vez en mucho tiempo dejaba de
ser aquél personaje anónimo que Lucecita buscaba incansable y se convertía en
el protagonista principal de su muerte. Aunque no dijera una sola palabra la
presencia de Severino era más notoria que nunca. Todos a su alrededor hablaban de él. Algunos lo miraban
compadecidos por el final que pronto iba a tener. Las mujeres cuchicheaban
entre ellas que lo tenía bien merecido; salvo una que rompió de pronto el cerco
impuesto por los senderistas y se colocó delante del condenado. “¡No maten a mi
papi!”. “¡Por favor no lo maten!” “¡Perdónelo
señor, se lo pido de corazón, perdónelo!”. Lucecita se convirtió en un escudo. Su
cuerpecito infantil se hizo de hierro y estaba dispuesta, en ese momento, a
morir junto a su padre si el camarada no cambiaba de opinión. “Papito te amo y
no voy a dejar que te maten. Yo me muero aquí contigo”. “¡Señor se lo ruego,
perdone a mi papi, no ordene que lo maten!”. El camarada Felipe sintió un temblor que le
recorrió el cuerpo y estalló justo a la altura del corazón. En sus años de
guerrillero había visto morir mucha gente, casi todos clamaban por sus vidas antes
de ser ejecutados pero terminaba siempre ordenando que los aniquilen; sin
embargo el ruego de la niña de ojos
claros y rostro salpicado con lunares alcanzó a conmoverlo. “Suelten a este hombre y
vayan todos a sus casas que aquí nadie se muere hoy”. Lucecita abrazó a su
padre; por primera vez pudo sentir su
aroma, rozó la piel dura del hombre al que por años había buscado y que al fin pudo
encontrar, justo cuando estaba a punto de morir. “Vamos a casa hija, antes que
el camarada se arrepienta”. Avanzaron tomados de la mano, ante la mirada
compasiva de los terroristas y pueblerinos. Lucecita sonreía a pesar de tener aún los ojos humedecidos;
aquella felicidad le duró pocos días en el rostro, pues una tarde cuando buscó
a su padre para pedirle que la matriculara en la escuela, volvió a toparse con el
desalmado ser que habitaba en su casa.
La temporada
escolar había empezado y los niños del pueblo acudían todas las mañanas al
Colegio 170 ubicado en el kilómetro 16 de Carricillo, donde se dictaban clases
del nivel primario. Era un recorrido de dos horas a pie, que los pequeños
debían hacer para recibir conocimientos en las ramas de ciencias naturales, historia,
matemática y lenguaje. Lucecita tenía seis años y, como a todos los niños de
esa edad, le correspondía ingresar al primer grado de primaria. Cada vez que
veía pasar a los niños con sus uniformes grises, llevando en el brazo libros y cuadernos,
crecía en su interior el deseo de acudir también como ellos a la escuela. Una tarde
fue a buscar a su padre en los campos de coca. Mientras Severino hacía una
pausa en sus labores, Lucecita se acercó a él y con voz tierna le pidió que la
matriculara en la escuelita. “Esas cosas cuestan dinero, aquí no estamos para
votar la plata. Quieres estudiar trabaja. Yo me rompo el lomo todos los días
para darles de comer, a mí no me sobra la plata así que no me pidas nada”. Lucecita regresó a casa destrozada, sin
entender por qué le negaban la posibilidad de estudiar. Ir a la escuela no era malo, además tampoco
podía resultar tan caro pues se trataba de un colegio público, pero quizás papá,
como decía, no contaba con el dinero para comprar los cuadernos y libros. Esa noche salió al encuentro de la Luna
acompañada de un par de cachorros, pero densos nubarrones cubrían el cielo. Caminó
varias horas en el campo, a tientas hasta que se topó con un árbol de sauce
enorme. Sin dudar se trepó en él y
alcanzó a divisar los bordes del astro
nocturno que trataba de escapar de aquél manto negro que lo cubría. La pequeña niña estaba decidida a estudiar; no
le importaba si para ello tendría que romperse el espinazo en el campo.
Al día
siguiente, muy temprano, Lucecita se dirigió hacia las plantaciones de tomate.
La temporada de cosecha acaba de iniciarse y hacían faltan manos para apañar el
vegetal. “Quiero trabajar en la cosecha”, le dijo al capataz. “Eres una niñita
aún y este es un trabajo para gente grande, corre ve a jugar con tus muñecas o
anda a la escuela”. “Es por eso que quiero trabajar, para pagarme la escuela”.
El capataz la miró y vio que la niña se había plantado firme en la tierra y
tenía la mirada dura. ¿Cuánto podrá resistir en el trabajo?, pensó. “Está bien,
te pondrás a trabajar, pero luego no quiero tener problemas con tus padres”. “A
mi papá no le importa lo que me pase”. Ese
mismo día Lucecita se dio a la tarea de recoger el tomate y colocarlo en cestos. Trabajó hasta las seis
de la tarde, jornada por la que recibiría quince soles. Había calculado que con
una semana de labores podría costear los gastos de la escuela. Cuando llegó a
casa tenía la cintura inflamada de tanto agacharse y la piel sancochada por el
sol. Durante la cena cabeceó; a duras penas pudo terminar de comer un plato de
sopa tibia. Por la mañana, cuando trató de ponerse de pie cayó al piso tumbada
por el dolor intenso de su cintura. Mamá Justina acudió en su ayuda al oír su
llanto clamoroso. “Severino, la niña está mal, necesita que la llevemos al
puesto de salud”. El pedido rebotó en el corazón de hierro del hombre. “Tengo
que trabajar, llévala tú”. Severino cerró de la puerta, sin dejar un solo
centavo para que atendieran a la hija que unas semanas atrás lo salvó de morir.
Desde su cama Lucecita consiguió escucharlo, en ese momento se vino abajo la
montaña de amor que ella sentía por él y apareció en su corazón la semilla de
un odio que fue haciéndose cada vez más grande con el paso de los años.
No conocía a
otra persona que hubiera tenido que soportar tantas adversidades en la vida
como las que sorteó Luz en su niñez. Supongo que yo no habría podido sobrevivir
en medio de toda esa maleza de coca y hombres insanos. Quizás en el mundo
hubieran infinidad de tragedias como la de ella, pero para mí la suya tenía un
valor especial, puesto que mi amor crecía como un tornado cada día. “Quiero que
estés conmigo siempre”, le propuse una noche tocándole el rostro, esa sutil
geografía impregnada de lunares que bajaban hasta su cuello. Ella sintió mi
mano en la mejilla y suspiró. La abracé como se abraza algo que uno no quisiera
perder nunca. Estuve tan cerca que sentí su aliento fresco; alcancé a oír los
latidos de ese corazón mancillado por su propio padre. La besé en la boca y a partir
de ese momento perdimos la noción de todo lo que había a nuestro alrededor.
Quizás la aparición de la caja era un artimaña
maliciosa para romper el amor que nos unía. Aquella era otra de las conjeturas a las que había llegado como sospecha. ¿Pero acaso
alguien podía conocer el verdadero fin de aquél trabajo de brujería? Mi madre
hubiera dicho que Dios lo sabe todo y que debemos dejar todo en sus manos. Sin
embargo mi Fe en el creador carecía de convicción. En ese momento me aferré a
la imagen de Juanchi, un alma bondadosa que merodeaba mi casa como un guardián. “Protégeme hermano”,
fue lo último que le pedí, después volví a colocar su foto en la repisa y
abandoné mi dormitorio.
Otra vez volvi adentrarme en la historia como si estuviera ahi como un espectador viendo pasar cada uno de los acontesimientos .buena
ResponderEliminarMuy buena... me cautivó, me conmovió...estoy segura que pasará lo mismo con todo aquél que lo lea
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