II
La mañana siguiente al hallazgo
del paquete abrí los ojos y sentí el cuerpo tibio de Luz a mi costado. Traía
puesto uno de mis polos; aunque
dormida, sus brazos se habían acomodado en mi pecho. Eran menos de las seis de
la mañana, la oscuridad aún reinaba. Podía dormir hasta las siete, la hora en que normalmente despertaba
a diario, pero un sueño me levantó con sobresalto. Había un hombre muerto de
dos tiros en la cabeza, desplomado en una esquina. La calle estaba a dos cuadras
de mi casa. Conocía al sujeto, lo había visto en reiteradas ocasiones e incluso
alguna vez cruzamos un par de palabras. Lo vi tirado y corrí a darle aviso a la
persona con la que solía andar. Cuando esta llegó se abalanzó sobre el cadáver
y dio un grito de dolor al toparse con su amigo muerto. Luego de un momento el
dolido se retiró y dejó el cuerpo allí, tirado en la acera. Aunque quería
correr no podía hacerlo, siempre tenía al muerto frente a mí, parecía seguirme
a todos lados. Desperté transpirado y con una palpitación intensa en la cabeza.
Me tranquilizó sentir los latidos del corazón de Luz, verla tan dócil a mi
lado, tan serena en su dormir. Era muy temprano aún para despertarla. La
contemplé por varios minutos; rocé con las manos su cabello rubio, acaricié su
rostro lunarejo y terminé por besar su frente con ternura. Debió sentirme, pues
de un de repente le brotó un suspiro, pero continuó dormida. Quizás en la profundidad de su sueño,
recordaba aún el extraño incidente de hace unas horas… Nos habíamos dormido
hablando del tema. Para ella la brujería
estaba dirigida hacia mi hermana. “Un muñeco, un chupón, una sonaja. Creo que
le quieren hacer daño a Angela”. Yo
tenía mis dudas al respecto, pues mi hermana nunca subía al gimnasio. Si
alguien tratase de hacerle daño, podrían dejar lo que fuere en el balcón de
nuestra casa, que da justo a la ventana de su habitación. Años atrás, cuando
ese cuarto era ocupado por mis padres, aparecieron allí flores bañadas con
fragancias esotéricas y un animal raro que caminaba en dos patas; algo muy
parecido a un Kiwi, pequeño pájaro no
volador que habita en Nueva Zelanda. ¿Cómo había llegado hasta allí el ave?
Tenía el tamaño de un pato tierno con el pico puntiagudo largo, y un par de
patas con tres dedos que terminaban en
pequeñas garras. Nunca supimos cuánto tiempo estuvo allí el animal. Mi madre
recordaba haber oído durante varias noches ruidos extraños en el balcón, pero
no le tomó importancia, hasta que una madrugada el ave comenzó a picotear con
fuerza el vidrio de la ventana, tratando de ingresar a la habitación. Papá se
levantó de golpe. ¡Quién mierda anda allí!, gritó, pesando que el perturbador
era un ladrón, pues ya antes habían ingresado a robar por esa parte de la casa.
Nadie le respondió, y el picoteo continuó, aunque a un ritmo más lento. Entonces,
a pesar de que mi madre trató de persuadirlo de llamar primero a la policía,
salió furibundo a darle caza al intruso. Cuando se topó con el animal sintió
más temor del que habría experimentado teniendo al frente a un ladrón. El ave
se le quedó mirando y en lugar de espantarse, se paró firme con intenciones de
arremeter si era atacada. Papá contó que aquél fue el pájaro más horrible que
había visto en su vida. Lo primero que pensó fue que se trataba de algún ser
maléfico. “Ese tipo de animal no era de este mundo”, repetía cada vez que se animaba a relatar la
historia durante el almuerzo, aunque nunca habló de un posible responsable o
dijo que se trataba de brujería, no sé si por temor a causar miedo entre sus
pequeños hijos o porque en realidad no
tenía la menor idea de quién podría estar detrás de aquél ataque con hechicería a nuestro hogar. En ese tiempo, con
nueve años, aquella historia me sonaba fantástica. Deseaba en silencio,
enfrentarme a un pájaro como aquél, acabarlo a escobazos como lo hizo papa, o mejor
aún cortarle la cabeza con un hacha, eso resultaría más efectivo para repeler
el mal; luego quemaría el cuerpo en la calle, así como mi padre.
En más de una ocasión me he
preguntado por qué desde siempre han rondado en mi vida este tipo de
apariciones extrañas, artes oscuras o brujería. Cada vez que surgía alguna de
estas manifestaciones yo solía asociarla con la fatalidad. Ocurrió con la
muerte de mi hermano Juan, con la quiebra de un negocio familiar, con una rara
enfermedad que atacó a mi madre antes de cumplir el primer año de casada, con
las malas rachas del gimnasio y con un par de abruptas rupturas sentimentales. No
se trataba de meras supersticiones. Que se te cruce un gato negro, pasar debajo
de una escalera o romper un espejo, esas son supersticiones, debilitadas en el acervo popular por la avalancha
de modernidad que nos ha caído encima los últimos años. En cambio, encontrar una
caja con un muñeco decapitado dentro, junto a otros objetos, tenía otro tipo de
significado. Eso parecía ser un trabajo muy bien elaborado de brujería con un
propósito que desconocía. ¿Alguien podía saberlo acaso? Quizás Marilyn
acudiendo a sus cartas españolas me daría alguna respuesta; pero ella hace
muchos años que había dejado de lado ese tipo de prácticas, pues aseguraba que
al acercarse a los linderos del tiempo ponía en riesgo su felicidad, pues absorbía
las malas vibras y suerte echada de las personas que acudían a verla para
consultar su futuro. ¿Cómo podría averiguar entonces el proceder de ese extraño
paquete? La ciudad estaba llena de chamanes, curanderos, pitonisas y brujos charlatanes.
Agoreros que aprovechaban el pánico de
la gente para sacarles dinero. Mi padre, desde su habitación había gritado: “No
crean en esas tonterías. Debe tratarse de una broma pesada y nada más”. No
quiso abandonar su cama, a pesar del alarido que hicimos. Es cierto que uno elige creer o no creer en
hechicerías, demonios u otro artificio
maléfico. Incluso Dios es para muchos una incógnita que la lógica no tolera
(aunque conozco muchas personas que pasan de un bando al otro con una facilidad
irrisoria). Pero lo que no podemos negar es la existencia milenaria y universal
del bien y el mal, que ha desatado millones de enfrentamientos en la tierra,
mucho antes aún de que apareciera la humanidad. A mí la muerte inesperada de mi
hermano a causa de un mal que los médicos no pudieron determinar y la
adversidad con sus entrampamientos, que cada cierto tiempo aparecía disfrazada
de mala suerte, me habían hecho creer que la brujería existía, que causaba daño
en contra de las personas hacia la que era dirigida y en los que se movían a su
alrededor. Puede ser que a papá, con lo duro que es de carácter, ya no le
afectasen este tipo de apariciones misteriosas, o, tal vez, su confianza en
Dios iba más allá de cualquier ataque espiritista maligno. Es el poder que
todos llaman Fe, algo que había visto fortalecer a mi padre durante los últimos
meses, en los que pasaba tiempo leyendo la Biblia y escuchando mensajes
espirituales en la televisión. Yo, en
cambio, cojeaba, sí, cojeaba no sólo de una sino de las dos piernas cuando
debía fortalecer mi espíritu y darle la contra a los hechizos mal intencionados. Mi relación con Dios tenía altas y bajas. Mucho más bajas, lo que propiciaba que cayera
en un pozo de tristeza y confusión. Sin respuestas, sintiéndome perdido y a
merced de la brujería recurrí una noche
a buscar soluciones en las afueras de la ciudad, donde una mujer de mirada indescifrable me
esperaba en su rancho para ayudarme a sortear mi mala fortuna. La visité durante varios fines de semana en
primavera, cerca de la media noche. Salía de casa pasada las diez con una
mochila, en la que llevaba los objetos, utensilios y materiales como hoja de
coca y cigarros Inca, que la bruja me pedía para realizar los rituales de
limpieza espiritual. ¿Otra vez irás a la casa de Lázaro?, preguntaba mi madre, sin
la menor sospecha del lugar a donde iba. “Sí. Ya falta poco para terminar su
proyecto. Ya sabes que él no puede hacer nada sin mi ayuda”. Tomaba un auto de la línea 42 en la avenida
Gálvez y bajaba en el último paradero, a partir de donde crecía una hilera de
árboles y chacras en las que se cultivaban arroz y frutales. Desde allí debía
ir a pie veinte minutos por la carretera, pegado a una acequia que discurría
junto al camino. A veces una luna
brillante acompañaba mi trayecto, pero otras noches hacía la marcha en la más
completa oscuridad. Así me involucré por primera vez con las artes esotéricas. El
miedo, la soledad y mi falta de Fe me hicieron acudir a esa mujer de nombre Bruna.
Fueron muchas cosas las que vi y sentí en las cinco sesiones espiritistas en
las que participé. Creer o no creer seguía siendo la encrucijada. La bruja me
pedía tener Fe para derrocar el infortunio. Fe en las manifestaciones que se
producían en una pequeña mesa donde había velas, cruces, imágenes de santos,
fotos en blanco y negro de personas muertas y el cráneo de un joven fallecido
en un accidente de tránsito, que parecía ser la clave para demostrar que las
almas pueden servir de conexión entre este mundo y la misteriosa dimensión del
más allá. Al principio me mostraba incrédulo, no le daba crédito a los gestos y
movimientos lúgubres que la mujer hacía. La primera noche quise dar marcha
atrás, por el temor a estar siendo timado. Aunque haya sido Marilyn quien me
recomendó a la bruja, no confiaba del
todo en la honestidad de los hechiceros. Sin embargo una revelación casi al
final del ritual me impactó. “Tienes un angelito que está contigo siempre,
cuidando de ti y de tu familia. ¿Puedes notar la forma humana que han tomado
las velas? Es un niño hincado con las manos pegadas en posición de oración. ¿Lo
ves? Está clarísimo…”. Ya casi eran las cuatro de la madrugada y nos
encontrábamos en lo que iba a ser la última media hora de conjeturas e
interpretación de la colilla de los cigarros que iba fumando la bruja y de la
forma en que se iba consumiendo la cera de las velas, que a veces terminaba
regada en la mesa como gotas de agua y otras acababa en figuras poco
reconocibles. La mujer debía haberse fumado al menos veinte cigarrillos y se
habían consumido seis velas, que eran prendidas de par en par luego de frotarme
de la cabeza a los pies con ellas (una representaba mi lado físico, el cuerpo;
y la otra mi alma, mis deseos, el espíritu). ¿Lo ves?, repitió de nuevo la mujer,
ahora con más énfasis, tratando de convencerme
de que lo que mostraba la cera era una figura humana. “Pues sí parece
ser una persona”, le respondí incrédulo. “Tú no me crees. No tienes Fe, por eso te pasa
todo esto”, me regañó. “Si vas a estar así te recomiendo que no vuelvas más,
sólo perderás tu tiempo y dinero”. Luego de darme ese breve sermón la mujer se levantó de golpe y abandonó la
mesa. Los minutos que estuve solo frente a los santos, las fotos de muertos y
el cráneo de aquél pobre muchacho, me los pasé mirando fijamente a las llamas. El
fuego se quebraba adoptando la silueta de un cuerpo. La cera seguía
derritiéndose. Había algo allí que se mostraba. Una figura, un mensaje, una
revelación. ¿Mi hermano Juan? Tenía que ser él. Quién más podría salvaguardar
mi hogar de la presencia maligna. La bruja no mentía. En ese momento sentí un
hálito de paz dentro del cuartito donde llevábamos a cabo el ritual. Aquella
misma sensación la había experimentado varias noches en mi habitación y también
cuando caminaba en la parte posterior del
segundo piso de la casa, donde mi padre, luego de abrir un negocio en el primer
nivel de la vivienda, improvisó allí una sala, en la que colocó los muebles y cuadros
familiares, entre los que resaltaba un retrato de setenta centímetros de mi
hermano Juanchi, tomado un año antes de su muerte. Recordaba bien el día que hice
la foto. Había sido una de esas tardes de verano en que sacábamos la pequeña
cámara Kodak de papá y nos retratábamos en todos los rincones de la casa. En la
foto (tomada en plano busto) Juanchi
aparecía en nuestra habitación ataviado con un sombrero de paja y una camisa
blanca, con el ceño fruncido y una mirada dura. Luego de su muerte mi madre
eligió el retrato y lo mandó ampliar; lo enmarcó colocándolo luego sobre
nuestra biblioteca en la sala. Allí permanece hasta ahora, erigido como un
guardián. Mamá se encargó de colocar junto a la imagen un puñado de canicas, una
cruz y fotografías de todos los integrantes de la familia. Decía que era para
que nos cuidase. “El alma de Juanchi es milagrosa”, repetía constantemente. Quizás
la bruja había percibido la presencia de mi hermano - tal y como lo decía mi
madre - , en la colilla de su cigarro y lo había visto graficado en la
cera de las velas. “¿Ya pudiste verlo?”
me preguntó la mujer de entrada una vez que volvió a sentarse. “Te dejé un buen
rato solo para que el almita se manifieste sobre ti”. Tardé varios segundos en responder. No quería
romper la sensación de paz que estaba sintiendo. “Sí, sí, pude ver algo, pero
lo más extraño es que cuando usted salió de aquí noté la presencia de mi hermano. Ya me ha
pasado antes en mi casa, pero no creí que pudiera seguirme hasta este lugar. Él
está aquí con nosotros, ¿verdad? ”. Ahora
fue la mujer quien demoró en darme una respuesta. Antes encendió un nuevo
cigarro y comenzó a darle bocanadas. “Entonces
se trata de tu hermano… Es una presencia muy intensa. Ustedes debieron haber tenido un lazo muy fuerte”. A esa hora, cerca del amanecer, me convencí
de que la decisión de visitar a esa mujer en busca de ayuda había sido
acertada. “Fuimos inseparables desde pequeños. Íbamos tomados de la mano a la
escuela, nos bautizaron el mismo día, hacíamos casi todo juntos y hasta la
tarde en que murió dormimos en la misma habitación”. La armonía se convirtió
por un momento en nostalgia al recordar mi niñez junto a Juanchi. “El cuida de ti
y tu familia, ronda tu casa… No dejes de venir muchacho, que tú no mereces
tener tanta mala suerte”. Abandoné el lugar cuando el sol alumbraba con
tibieza, seguro de volver la semana siguiente. Nadie en casa sospechaba el
porqué de mis salidas los viernes por la noche. Fueron cinco sesiones
espiritistas que me acercaron al mundo del ocultismo. La bruja siempre aclaraba
que hacíamos magia blanca, de la buena que le llaman, la que se usa para sanar
o repeler los ataques malignos. “Si tú quieres podemos devolver el mal a la
persona que te hizo daño”, dijo una vez. No me interesaba. El corazón jamás me lo
hubiese permitido. Buscaba paz, socorrer mi alma de la tristeza, dejar atrás la
presencia de las malas artes. A eso había ido y aunque fuera tentado a pagar
con la misma moneda a quien inquietaba mi tranquilidad espiritual, descarté esa
opción y puse en las manos de Dios ese trabajo. No puedo negar que en algún
momento rondaron mi mente ideas macabras, un deseo de venganza que pugnaba por
apoderarse de mi corazón, pero siempre busqué esquivar esos pensamientos. Aquella era otra lucha que debía lidiar. El
bien y el mal dentro de mí, combatiendo, buscando imponerse el uno al otro. Al
final cumplí mi cometido tal y como lo había querido desde el principio:
Completar los rituales para recuperar la paz, sentir que el mal se alejaba de
mi camino, estar seguro de que los obstáculos que aparecían en mi vida eran
obra de Dios y no motivados por la brujería que algún enemigo oculto mandada a
realizar en mi contra. Pasaron varios años sin tener alguna novedad
que sobresaltase mi espíritu, hasta que esa noche de diciembre todo volvió a
repetirse con la aparición de ese extraño paquete que contenía el muñeco
decapitado. ¿Acaso nunca iba a dejar de rondar por aquí la brujería? ¿A quién
querían hacerle daño?
Seguí contemplando a Lucecita
(así la llamaba por lo pequeña y radiante). Continuaba tendida en la cama
aferrada a mi pecho, suspirando a ratos. Era feliz sintiendo sus latidos, teniéndola
tan cerca, en ese amanecer incierto. La conocí hace tres años y desde el primer
día en que la vi, tuve deseos de saber de ella. No es frecuente toparse con
alguien que despierte tanta inquietud en un solo instante. Solemos conocer
infinidad de personas, intercambiar temas de conversación, ideas, compartir
espacios, salir a caminar, pero, a veces, nada de eso consigue despertar
aquella chispa en el alma que nos anuncia que hemos encontrado alguien
especial.
Luz apareció en el gimnasio una sofocante
tarde de febrero. Tenía apenas un par de semanas en Chimbote y andaba en busca
de un lugar donde ejercitarse. El cuarto que había rentado para vivir junto a
su hermana quedaba a seis cuadras de mi casa; eso facilitó su aparición aquél
día. No parecía ser de esta ciudad. El color rosado de su piel, sus ojos
claros, la mirada vivaz, el montón de lunares esparcidos en su rostro y parte
de su cuello, además del dejo musical de su voz, me presentaron a una mujer de
otra región. “Soy de la selva”, me respondió con una sonrisa cuando la interrogué
por su procedencia. Traté desde el principio de saber más de ella, por eso me
ofrecí a acompañarla hasta su habitación luego del entrenamiento. La ciudad
suele ser peligrosa por las noches, fue mi excusa. Al final terminamos
acostumbrándonos a aquellas caminatas nocturnas. Hablaba mucho de su madre y
sus tres hermanos, afincados ahora en San Jacinto; recordaba con frecuencia la niñez
tormentosa que le tocó vivir, los tiempos difíciles vividos en Carricillo, un
distrito de Tocache, donde nació, justo en el apogeo del sembrío de la hoja de coca
y el terrorismo; mencionaba con amargura a un padre que a pesar de estar
presente, sentía que la había abandonado desde niña. Me gustaba escucharla, lo
disfrutaba. A veces era vencida por la
tristeza y sus ojos se humedecían, entonces yo estiraba mi brazo rodeando su
espalda con ternura, quería sentirla así, tan cerca. Me costó mucho convencerla
de acudir juntos a una fiesta; luego del quinto intento al fin accedió y fuimos
a bailar hasta el amanecer. Ese día descubrí que tenía un swing muy coqueto. Fue más difícil aún robarle un beso, que ella
terminó por aceptar porque, como me confesó luego, su corazón empezaba a ceder
a mis intenciones de enamorarla. El tiempo que pasábamos juntos en el gimnasio
y que solíamos prolongar con las caminatas se había encargado de unirnos,
despertando un sentimiento que ninguno terminó
por rehusar. Hasta ese momento no me animaba a hablarle del extraño vínculo que
mantenía con la brujería. Un capítulo oscuro que constantemente se repetía en
mi destino. No quería asustarla. Prefería prestar atención a los
acontecimientos que ella me contaba sobre su vida. A veces ponía en una balanza
todo lo que le tocó vivir durante su niñez frente a los estragos que pasé con
el ocultismo y terminaba convenciéndome de que ella tuvo una vida realmente
trágica. Una tarde de noviembre, le propuse escribir su historia, contarla a
través de una novela que titularía: “El ocaso de la tristeza”. Se puso feliz,
los ojos le brillaron como nunca antes mientras agradecía el interés que le
prestaba a su vida. Me encantaba verla así, sonriente, mostrando los agujerillos
que le brotaban en el rosto cuando reía. Lucecita representaba la oportunidad para
embarcarme de nuevo en el amor, un sentimiento abandonado en el rincón más
oscuro de mi corazón. No creía que
podría volver a enamorarme luego de los constantes fracasos que había tenido.
Pero claro, nadie puede ser enteramente feliz pasando el resto de su vida en la
más completa soledad.
esperare la próxima semana. Pero esta vez lo leeré por las mañanas.
ResponderEliminarUn pequeño aire se apodero mientras leía.
igual me encanto. !!
Está fabuloso..!!! espero sigas escribiendo más
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