viernes, 18 de julio de 2014

EL OCASO DE LA TRISTEZA (Sexto capítulo)

VI
Dieron las cuatro de la tarde del día siguiente al hallazgo del muñeco decapitado; a esa hora estuve listo para subir al gimnasio y empezar con mi faena vespertina de entrenamiento. Toda la mañana había tratado, como un detective policiaco, de hilvanar las posibilidades en las que el paquete pudo haber llegado hasta el tercer piso sin que nadie se percatase. El primer obstáculo - si es que en realidad lo representó - que debió superar la persona que trajo la misteriosa caja con el trabajo de brujería, era la puerta de fierro que protegía mi vivienda de los intrusos y ladrones. Mi hermano Pepe estaba siempre atento, como un guardián infranqueable, a todos los que ingresaban por allí. Sólo se distraía aquellas tardes en que algún partido de la Champions League lo hipnotizaba frente al televisor. Pero el día anterior había sido viernes y la programación televisiva no contemplaba ningún encuentro deportivo. ¿Viernes? En ese momento reparé en el día que transcurría. Desbloqueé el celular e ingresé a la opción de calendario. Estábamos sábado 14 de Diciembre. “¡Encontré la caja un viernes 13!”. Mi corazón estalló. Acaso podría tratarse de una simple coincidencia. “En el mundo del ocultismo nada es dejado al azar”, me dijo Diana una de esas noches en que la visité para conocer más acerca de la brujería. Basándome en esa afirmación ya no debían quedar dudas  de que aquél paquete con el muñeco decapitado dentro fuese un trabajo de hechicería. Según los registros, que se pueden encontrar navegando en internet, un viernes 13 de octubre de 1307, bajo las órdenes del Rey Felipe IV de Francia, un grupo de Caballeros Templarios, fue capturado y llevado a la Santa Inquisición para ser juzgado y condenado por supuestos crímenes en contra de la cristiandad. Esa misma noche sus cuerpos terminaron en la hoguera ante la anuencia del Papa Clemente V, en una matanza colectiva cuestionada por considerarse que no fue un proceso justo. Un Temple de nombre Jacques de Molay, uno de los últimos en ser quemado en la hoguera, "emplazó" momentos antes de su asfixia, al propio Felipe IV y al Papa Clemente V, con estas palabras:"¡Clemente, y tú Felipe, traidores a la fe cristiana, os emplazo ante el tribunal de Dios!... A ti, Clemente, dentro de cuarenta días, y a ti Felipe, dentro de este año..."El papa Clemente, murió a los treinta días y el Rey Felipe, antes de cumplirse un año. Así nacía la maldición del Viernes 13. Independientemente el número trece desde la antigüedad ha sido considerado de mal augurio, por ejemplo en la Última Cena de Jesucristo, trece fueron los comensales; la Cábala enumera a 13 espíritus malignos, al igual que las leyendas nórdicas; en el Apocalipsis, su capítulo 13 corresponde al anticristo y a la bestia. También existe una leyenda escandinava, donde se narra que en una cena de dioses en el Valhalla, Loki, el espíritu del mal, era el treceavo invitado. En el Tarot, este número hace referencia a la muerte. Y trece es el número que las brujas de la edad media esperaban para hacer sus pócimas.  Aquél trece de Diciembre había sido el segundo viernes 13 en el año. El primero fue en setiembre, pero pasó desapercibido.


Respiré profundo llenando mis pulmones de oxígeno, contuve el aire apenas un segundo y exhalé por la boca. A paso lento abandoné el dormitorio  y  subí por las escaleras que conducen hasta el gimnasio, en el tercer piso. Ese era el mismo recorrido que debió haber hecho la persona o brujo que trajo el paquete. No creía que la hechicera hubiese llegado volando en una escoba y colocado la caja en la parte trasera del gimnasio sin que nadie se diera cuenta. Las brujas de verdad no hacían eso. Aquél era un artificio cinematográfico alejado de la realidad. Lo que sí me contó Diana una vez, es que los brujos pactados con el diablo eran capaces de trasmutar su cuerpo y asumir la apariencia de animales: gatos, patos, aves, burros e incluso palomas. Algo que podría sonar fantasioso e irreal dentro de un mundo abrumado por la lógica; pero a esas alturas de mi vida comprendía que el mal tenía mucho poder y que la ambición del ser humano lo llevaba a tranzar con el mismísimo demonio para  conseguir sus anhelos banales. ¿Cabía la posibilidad entonces de que el paquete fuese traído por uno de estos brujos pactados? Recreaba esa posibilidad, cuando el timbre musical del celular interrumpió mis pensamientos. Era un mensaje de Luz. Más de sus palabras tiernas y amorosas que me acompañaban a diario. Nuestro romance bordeaba el pico más alto que puede alcanzar el amor; ustedes saben, fusión de la piel, promesas, anhelos compartidos que se convertían en una hermosa posibilidad para concretar sueños. Queríamos  viajar como dos exploradores que se aventuran a recorrer el mundo con tan solo un mapa, montar un negocio de comida para que ella lo administrase, con toda seguridad ninguna empresa de ese rubro podría estar en mejores manos que en las de Luz.   Disfrutaba viéndola sonreír repleta de felicidad. Sentía que estar conmigo se había convertido en un motivo para estar feliz. Cuando estábamos juntos, solía repetirme que a mi lado recuperaba la dicha que por muchos años la vida le negó. La amaba, eso era suficiente para experimentar temor con la idea de perderla. Tan pronto como pude respondí su mensaje, devolviéndole las frases de amor; luego me dirigí hasta la zona posterior del gimnasio, pues tenía cosas importantes que hacer allí. Llegué hasta el mismo lugar donde hace solo unas horas había encontrado el paquete que contenía un muñeco decapitado y otros objetos que aparentaban ser un bien elaborado trabajo de brujería. Los recuerdos del hallazgo eran frescos; la sonrisa desquiciada de aquella cabeza decapitada, las luces rojas destellantes, la música de adoración diabólica, el olor a cementerio, todo era tan cercano que aún sentía esa presencia maligna en mis sentidos. Miré alrededor y el gimnasio parecía estar en orden, sin ningún tipo de alteración sobrenatural. Estuve en la más completa soledad algunos minutos, revisando en cada uno de los rincones, pues cabía la posibilidad de que hubiera algún otro elemento extraño; hasta que aparecieron los primeros muchachos que llegaban para su entrenamiento vespertino. Vi subir a Julio y Carlos primero; ambos tienen años acudiendo al gimnasio. Los saludé y luego fueron a cambiarse para iniciar su rutina. Alguno debió notar mi intranquilidad, porque antes de que empezaran a ejercitarse se acercaron de nuevo. “¿Pasa algo Marco?”, me preguntó Julio. El momento de empezar a indagar sobre la extraña aparición de la caja había llegado. “Anoche encontré un paquete extraño; era una bolsa con el logo de una tienda de ropa femenina que contenía una caja de zapatos. ¿Ustedes la vieron?”. Ambos se miraron, seguros de saber a lo que me refería. “Claro, esa bolsa estuvo aquí desde hace dos o tres días, justo en medio del salón… Todos pasaban por encima de ella pero nadie decía ser su dueño, así que como estorbaba el paso la puse en un rincón”, intervino de nuevo Julio. “¿No vieron quién la trajo? Alguien debió dejarla…” Ambos movieron la cabeza en señal de negación. ¿Hubo algo malo en esa bolsa?”, preguntó ahora Carlos.  No dudé en relatarles todo lo que pasó la noche anterior. Me escuchaban atentos pero sin temor aparente, hasta que empecé a narrar el momento en que la cabeza decapitada se encendió con luces rojas y se escuchó desde su interior hueco una melodía demoniaca. En ese instante vi en sus rostros sorpresa, espanto. “¡¿Es verdad lo que cuentas?!” “¿Todo es cierto?”, preguntaron a coro como si estuviesen sincronizados. A esa hora el gimnasio se fue poblando.  Quienes llegaban se dirigían hasta donde estábamos reunidos y saludaban con un fuerte apretón de manos. En ese instante aproveché en preguntar a cada uno si se toparon con el paquete los días anteriores. Todos decían haberlo visto pero nadie conocía su procedencia ni el modo en que llegó hasta allí. Una vez más empecé a relatar los sucesos de la noche anterior, pues al frente tenía un grupo de muchachos con una mirada de inquietud y sospecha. “Esto es muy extraño, alguien tiene que haberlo traído y no con muy buenas intenciones”, comento uno de los presentes al final de mi relato. “Esa huevada es brujería. Te quieren joder”, dijo otro en un tono vulgar. Finalmente, luego de indagar, no pude obtener ningún dato que me ayudase a esclarecer la aparición de la caja con el muñeco decapitado dentro. Era como si el paquete hubiese llegado por “arte de magia”.  Tenía una hipótesis, sólo eso. La persona que la trajo debió ser muy sutil. Nadie la vio aparecer, probablemente el martes por la tarde, un día en que mi hermano Pepe se distraía con la Champions League. Traspasó la  puerta de fierro de la entrada principal sin que nadie lo notara, luego subió por las escaleras hasta el tercer piso con la seguridad de no ser descubierta.  Caminó hasta a la parte posterior del gimnasio y allí  dejó caer de golpe  el paquete sobre el piso sin que nadie, absolutamente nadie se percatara de su presencia; luego debió retirarse por el mismo camino satisfecho de haber logrado su objetivo. Ni siquiera yo, que subía a diario noté la presencia del paquete sino hasta aquél viernes 13 por la noche,  en que empujado por la curiosidad lo abrí  y me topé con su espantoso contenido. Si en el ocultismo nada era dejado al azar, como decía la bruja Diana, podía suponer que el objetivo de aquél trabajo de brujería era afectar mi vida.

Las siguientes horas de aquél sábado las pasé ensimismado. Dejé a la mitad mi entrenamiento y cuando Luz llegó a ejercitarse me notó con un aire meditabundo que la hizo suponer que mis pensamientos aún seguían atrapados en el hallazgo de la noche anterior. “¿Sigues pensando en lo que encontraste anoche?”, me preguntó antes de empezar con su rutina. “Me pasé la tarde tratando de averiguar algo sobre el paquete, pero no conseguí nada, parece como si un fantasma lo hubiese traído… Nadie, absolutamente nadie vio quién lo trajo ¿Puedes creer eso?  Lo que más me sorprende es que ni siquiera yo haya notado su presencia sino hasta ayer que fue viernes 13. ¿Te das cuenta?  Viernes 13 es un día propicio para que los brujos realicen sus cochinadas.  No creo que se trate de una simple coincidencia”. Luz permanecía quieta, escuchando cada una de mis palabras con atención, los ojos le brillaban mucho más que de costumbre. Tardó en responder, seguro porque como yo, trataba de sacar alguna conclusión antes de emitir un juicio. “Olvida todo mi amor, es mejor no creer en esas cosas, si le prestas importancia será peor. Confía en Dios y verás que nada malo va ocurrir”. Se acercó y me acarició el rostro con ternura.  Sentí sus manos tibias, y a través de ellas su amor. Por un momento recuperé la calma y disfruté de su compañía. Volvimos a reír como dos niños que se encuentran en un parque para jugar. La contemplaba mientras se ejercitaba. Ella seguía al pie de la letra mis instrucciones, lo hacía con esmero pues el deporte de las pesas es su favorito. Al final de esa noche la acompañé, como de costumbre, hasta la casa donde rentaba un cuarto. Charlamos un poco antes de despedirnos con un beso que yo prolongaba más de la cuenta. Antes de irme me pidió prometerle que olvidaría el suceso de la noche anterior: la caja, el muñeco decapitado y su olor que recordaba al panteón, la sonaja, todo tendría que desaparecer de mi mente; pero aunque trataba de esquivar los recuerdos, la mirada desquiciada de esa cabeza seguía apareciendo cada vez que cerraba los ojos, intentando conciliar el sueño. No lo soporté, una y otra vez aparecía esa sonrisa diabólica, repetida como una fotografía que pasaba delante de mí a veinte repeticiones por minuto. Me decidí abandonar mi cama y fui en busca de un poco de agua. Bajé hasta la cocina cuidando de no hacer sentir mis pasos al descender por la escalera. Era algo más de la media noche; aunque fuese sábado mis hermanos habían decidido pasar un fin de semana tranquilo mirando los programas concurso de la televisión. Papá y mamá dormían, al igual que Angela, quien por su embarazo se acostaba más temprano que de costumbre. Llené un vaso hasta el ras y me lo bebí de un solo golpe. Con los labios húmedos retorné al dormitorio. Encendí la televisión, pero los canales parecían tener su peor programación aquél día, así que luego de jugar con el control remoto haciendo zapping  la apagué. Me sentía sofocado, envuelto en una espinosa persecución espiritual. Hice el esfuerzo de dormir pero la cabeza decapitada volvió a renacer frente a mis narices. Asumí aquello como un atentado contra mi alma. Quise orar, pero tenía el corazón seco, sin ánimo para dirigirme al creador como otras veces. Durante el último año mi relación con el todopoderoso se había marchitado. En ese momento no me di el tiempo para reflexionar sobre los motivos que habían provocado el resquebrajamiento del fuerte lazo que llegué a establecer, tiempo atrás, con Dios.  Supongo que mi frágil humanidad cedió. De a pocos fui dejando en el  olvido el acto de orar, tampoco realizaba mis  lecturas matutinas de la Biblia. Ya ni siquiera escuchaba la música de alabanza o adoración cristiana que tenía guardada en la computadora portátil. Esa primera noche, después de haber descubierto el contenido aterrador de aquél paquete que hallé en el gimnasio, mis ánimos podían compararse con los de un toro furioso en un rodeo. Abandoné  irritado una vez más la cama y me dirigí hacia la parte más alta del inmueble, alumbrado apenas por la luz que emitía mi celular. Solía hacer eso durante las noches en que el insomnio aparecía para atormentarme. Caminaba por todo el lugar una y otra vez, dando vueltas, hasta que por fin sentía la modorra, entonces retornaba al dormitorio y en menos de cinco minutos caía rendido a la cama. Pero aquella media noche de domingo tenía un motivo distinto para subir. Quería hacerle frente en ese mismo instante al aire maligno que aquél trabajo de brujería podría haber traído consigo.  Aquello era un acto de atrevimiento, pues tratándose de alguna fuerza maligna cualquiera en su sano juicio hubiese dado por hecho que cometía una insensatez al pretender enfrentármele solo y sin la preparación debida. Pero, en ese momento, mi tranquilidad no tenía precio. Llegué hasta el lugar donde había encontrado la caja, decidido a vomitar improperios y palabras soeces que contrarrestasen la hechicería. Me quedé quieto durante varios minutos contemplando el gimnasio a plenitud.  Era una noche tibia, que anunciaba el pronto inicio del verano. El cielo estaba cargado de estrellas pestañeando al compás de una melodía suave. Los altos de mi casa es un lugar místico, del que podría contar infinidad de historias donde los personajes estelares serían Dios, mi hermano Juanchi, las fallecidas hermanas Pérez, el ánima al que Marilyn invocaba cuando hacía uso de sus cartas españolas para viajar a través del tiempo y una congregación de  ángeles y demonios que han pululado por aquí. Para quienes creen en la divinidad, omnipotencia y poder de Dios les podrá resultar factible entender lo que ocurrió una madrugada de Junio del año 2000. Por entonces el último nivel de mi vivienda se encontraba a medio construir, los muros alcanzaban apenas cincuenta centímetros de altura y el falso piso era un peligro para quienes solían andar de prisa; en la parte posterior había un pequeño lavadero y frente a él un soporte de cemento de dos metros que sostenía un tanque de agua de mil litros. Mi padre había improvisado allí unos cordeles donde mamá tendía la ropa; algunas noches de otoño, cuando el viento soplaba con más fuerza que en los otros meses del año, y a mí me tocaba recoger las prendas del tendedero, bajaba espantado pues el bailoteo de las sábanas producía extrañas imágenes en los muros y el piso, que confundía con la presencia de ánimas en el lugar. Cuando Juanchi me veía bajar corriendo, soltaba una risa burlona. “Te asustaste otra vez…. Marco le tiene miedo a las sombras. Marco le tiene miedo a las sombras”, se mofaba de mi espanto.  Incómodo por la burla, dejaba la ropa en su lugar e iniciaba una persecución  de nunca acabar, pues mi hermano corría tanto como una saeta endiablada. La única vez que pude darle alcance ocurrió al caer de una tarde, semanas antes de su muerte. No puedo decir que aquella ocasión fui más rápido que él, eso sería faltar a su memoria, pues aunque flacuchas, las piernas de Juanchi tenían la capacidad de acelerar a gran velocidad. “Te atrapé”, le dije tomándolo del cuello. Mi hermano estaba quieto al costado del soporte que sostenía el tanque de agua. “Hay que subir”, me pidió. Nunca habíamos tenido el atrevimiento de hacerlo, pues mi padre nos lo tenía prohibido por el riesgo que implicaba treparse por las columnas sin tener una escalera ni barandas donde sostenerse. “Pero papá dice…..”, traté de argumentar algo, cuando me di cuenta que Juanchi ya estaba en los altos. Había conseguido treparse apoyado en dos ladrillos de techo.  “Ven, sube, que de aquí se ve toditoooo…”. Fui tras él y aunque casi resbalo al subir pude llegar a contemplar la ciudad en toda su amplitud. Las casas más lejanas, que eran las levantadas  sobre las faldas del cerro San Pedro se veían como cajitas de fósforos agrupadas una detrás de la otra. Era la primera vez que tenía esa perspectiva de la ciudad, del mundo al que pertenecíamos y que en ese momento se nos era revelado. “Cuántos barrios nos faltaban conocer aún, había infinidad de calles y jirones donde otros niños, como nosotros, jugarían con la pelota en las calles. Algún verano podríamos visitar esas zonas y retarlos a una pichanguita. La apuesta sería a bolitas; por un puñado de canicas éramos capaces de dejar la piel en la pista. Seguro que tendríamos partidos muy disputados, pues aunque confiábamos en la capacidad de nuestro equipo, con Mota en el arco, ‘cuchuro’ haciendo dupla conmigo en la defensa, el chato Manuel al centro y Juanchi acompañado del narigón Fernando en la delantera, allá afuera, en la ciudad habrían niños que serían dignos rivales”.  Aquél día nos quedamos por varias horas contemplando el cielo clareado de enero, vimos pasar bandadas de aves que se dirigían hacia algún lugar en busca de alimento, quedamos maravillados con el alto horno de la empresa siderúrgica que estaba encendido y expendía un humo naranja. Papá trabajaba allí como electricista, en una de las plantas de aquella fábrica de acero. Durante un almuerzo había prometido llevarnos a conocer el lugar donde pasaba hasta dieciséis horas al día en épocas de mucha producción. “Ojalá que papá nos lleve pronto a conocer Siderperú”, me dijo Juanchi señalando el humo que iba pintando de naranja partes del cielo.  Pero la vida no le alcanzó; seguro que él, así de intrépido como era hubiese disfrutado el paseo que hicimos el año siguiente a las instalaciones de la siderúrgica.   

Después de la muerte de Juanchi, evitaba subir hasta el tercer piso de la casa. A mi madre, le  inventaba cualquier excusa para no recoger la ropa de los cordeles. Creía que allá arriba merodeaba ese mal aire o espíritu maligno que había acabado con la vida de mi hermano.  Sin embargo una noche de octubre, poco después de mi cumpleaños, escuché el susurro de su voz invitándome a subir. Ese timbrecito suave que se manifestaba cuando iba rumbo a la escuela, comenzaba a dejarse sentir también en casa. Empujado por esa vocecita volví a trepar hasta lo más alto. Me senté en el borde del soporte y estuve allí por un largo rato mirando la luna y las estrellas agolpadas en el cielo. El miedo se había ido. Mientras tenía la cabeza inclinada hacia los astros imaginaba que Juanchi estaría allá arriba jugueteando con Dios, sonriente, mostrando sus mejillas coloradas, flacucho pero con la mirada radiante. Por entonces Dios era para mí un personaje de historias fantásticas que mi profesora de primaria contaba durante las clases de religión. “Los buenos se van al cielo y los malos al infierno”, repetía siempre, para sembrarnos un miedo que nos hiciera asumir que si nos portábamos mal acabaríamos condenados a pasar la eternidad en las llamas del infierno. “Juanchi ha sido un niño bueno, él debe estar allá arriba en el cielo.  Mi hermano tiene que ser un ángel que obtiene la venia del creador para visitarme y decir cosas a mi oído. Él está en las alturas, pero también aquí conmigo. Lo puedo sentir”.  Después de ese día se me hizo costumbre trepar hasta el inmenso tanque de agua y pasar largo rato meditando. Lo hacía porque ese sencillo acto me conectaba con el aura de mi hermano y rebosaba mi corazón de una paz divina. Así pasaron muchos años de intimidad prolongada por las noches, que ni siquiera los inviernos gélidos podían evitar; tampoco el desvanecimiento de mi Fe que me llevó a una conversión efímera al ateísmo, logró alejarme de ese bloque de concreto en el que apostaba mi humanidad para mirar la ciudad y contemplar el cielo. Pero muchos años después, cuando los ataques de hechicería habían vuelto a aparecer en mi hogar y aquél número 24 rondaba mi vida como un alacrán venenoso ocurrió algo que transformó mi ser por completo. La carismática abuela Fausta había dejado de existir el veinticuatro de Junio del año 2000 a causa de una bronquitis mal tratada por el doctor que la atendió. Su muerte no tendría por qué ser un suceso extraño  sino hubiese acaecido el mismo día en que murieron el abuelo Daniel (24 de marzo de 1995) y Juanchi (24 de Marzo de 1990). “¿Quién seguirá ahora? Todo parece repetirse siempre, girar como una gran rueda circense que termina aplastando la felicidad en mi hogar”. Tendido en mi cama, un par de noches después del entierro de mi abuela, repasaba los últimos acontecimientos aciagos de mi vida. Un mes antes, coincidentemente la madrugada del 24 de mayo, mientras culminaba un trabajo universitario, un fallo eléctrico inesperado fundió el disco duro de mi PC, desapareciendo todo el material académico que tenía almacenado, además de varios relatos y poemas que había escrito con la ilusión de publicarlos en algún momento. Pero esa no era mi única desazón, pues la bodega que papá instaló como negocio familiar en lo que antes era nuestra sala,  se venía abajo de manera estrepitosa; los anaqueles lucían cada vez más vacíos y mi madre atribuía la visible quiebra a la aparición de partículas de sal en la puerta de ingreso. Hasta en tres oportunidades oí mencionar a mamá que había recogido con mucho cuidado la sal regada. Lo más tenebroso ocurrió un amanecer de abril; daban las cinco de la mañana y mi progenitora iniciaba sus labores cotidianas. Luego de encender la cocina y colocar la olla con agua para el desayuno se dirigió a la parte delantera de la sala; ya tenía la escoba lista para retirar el polvo del piso, cuando de pronto la silueta de alguien pegada a la ventana de lunas catedrales distrajo su atención. Se acercó lentamente a la ventana, sólo uno de los focos del salón estaba encendido. La persona permanecía inmóvil, sin hacer ruido para que su presencia no sea descubierta.  Mamá era consciente de que desde afuera no podía ser vista por la intrusa, así que con mucho cuidado quitó el cerrojo y abrió el corredizo de un solo tirón dejando al descubierto a una mujer vestida de negro, quien al ser sorprendida dio un grito de espanto y salió corriendo en plan de fuga. Mi madre contó después de que esta señora tenía el rostro petrificado y murmuraba algo así como un rezo. No pudo identificarla del todo, pues llevaba un velo negro que cubría parte de su rostro, aunque ella podía apostar  que  se trataba de Doña Paredes, una vecina que vivía unas casas más al sur, propietaria también de una pequeña bodega.

Esa noche de Junio, la tristeza tejía en mi corazón su ovillo más grande. La partida de la abuela Fausta hizo que renaciera mi temor hacia aquél fatídico 24 que yo asociaba directamente con la muerte. Aunque traté de esclarecer, con la ayuda de las cartas españolas de Marilyn, el motivo por el que ese par de números apareció, estas sólo se limitaron a mostrar tinieblas y sinsabores. Mi hogar seguía siendo víctima de hechiceros y brujas que torcían nuestro destino, derrumbando todo lo que anhelábamos construir. Tendido en mi cama terminé convenciéndome de que aunque tratase de cambiar el futuro infortunado nunca lo conseguiría. Resultaba inútil enfrentar algo que no podía ver, era como tratar de frenar un ventarrón con las manos. ¿Qué me quedaba por hacer? Los últimos vaticinios de las cartas españolas mostraban la desintegración familiar. Según ellas mi padre se iría a trabajar lejos sin mucha fortuna; en casa padeceríamos más apuros económicos de los que ya atravesábamos, generando enfrentamiento entre mis padres. Como corolario para sellar los malos augurios, la muerte volvería a hacer su aparición, probablemente otro 24. Para mí vendría un tiempo prolongado de sinsabores en los que mis planes de incursionar en un negocio en el que venía proyectándome hace varios años se derrumbarían con la facilidad como cae una torre de naipes al ser soplada, además  de anunciarme la aparición de un mal en mi organismo que pondría en riesgo mi vida. Si bien no todas las predicciones estaban asociadas a la brujería, el destino parecía haber trabado con las malas artes para que percibiera mi camino como un túnel sin salida.      

A pesar de que ninguna de las predicciones había ocurrido aún,  sentía su peso en mis espaldas, una carga que cada vez me resultada más difícil de sobrellevar. Hasta ese momento Marilyn resultó ser muy certera en sus augurios, así que yo tenía razones suficientes para creerle. “Por qué no haces limpiar tu casa amigo, eso puede ayudar a que cambie la suerte de tu familia”, me propuso meses atrás luego de leerme las cartas y mirar en ellas el sendero oscuro de mi destino. Marilyn planteó la alternativa de recurrir a su madre o a una bruja reputada que ella conocía de nombre Bruna, para que alguna de ellas deshiciera los hechizos y malas artes lanzados en contra de mi hogar. Al principio me pareció una posibilidad sensata, pero cuando me dio el precio de lo que podría costar uno de esos rituales, tiré la idea por la borda. Mi familia se encontraba en quiebra para asumir un gasto así. “El mal se impone en este mundo. Sino porqué tanto dolor allá afuera, guerras, muertes sin sentido, odio, violaciones, asesinatos. Dios debe haber perdido la batalla hace mucho tiempo. Yo también la pierdo ahora. ¡¿Dónde estás Dios?!”. Aunque mi ateísmo se había encargado de negar a Dios en los últimos años, esa madrugada de Junio mi corazón lo llamó con una fuerza desesperante. Debió ser así, no tengo dudas, porque alguien respondió del otro lado. Fue un “levántate” que retumbó en mis oídos. ¿Estaba volviéndome loco o en realidad ese grito de aliento provenía de algún lugar? Hace mucho rato que la casa se encontraba en tinieblas y aún podía sentirse en ella el luto por la muerte de la abuela Fausta. Una y otra vez volvió a repetirse esa voz irreconocible que me alentaba  a salir de la cama. Parecía estar dispuesta a ser mi tormento sino acataba lo que se oía como un mandato. Por un momento pensé que quien me hablaba era el ánima invocada por Marilyn para poder conocer el pasado y futuro de las personas; al haber hecho uso de sus cartas españolas en  mi dormitorio, cabía la posibilidad de que el espíritu estaría oculto en algún rincón. Pero un alma no te habla con tanta autoridad como lo hacía aquella voz. “¿Eres tú? ¿Eres tú Dios?” Los vientos de  finales de Junio se intensificaron haciendo tambalear mi puerta y las ventanas. En sólo unos minutos dejé de ser ese ateo radical con poco fundamento y abrí las puertas de mi corazón para escuchar. Se trataba de un verdadero acto de Fe, el primero que asumía en mi vida. “Está bien saldré mi cama”. Lo hice tal y como estaba, descalzo y ataviado apenas con un pequeño short. Continué escuchando y ahora la indicación era subir hasta el tercer nivel; me sentía extraño pero decidí confiar, creer en esa voz imponente; entonces salí de mi habitación y fui hasta la parte más alta de la casa. Allá arriba, el invierno castigaba con su látigo helado. Sin embargo mi cuerpo mantenía la temperatura cálida que había obtenido al estar arropado en la cama. “¿Y ahora qué? Ya estoy aquí, qué debo hacer”. Nadie respondió. Estuve inmóvil algunos minutos, en los que al mirarme pensé en lo ridículo que me veía al estar semidesnudo allí parado debajo de un cielo oscuro, aguardando que ocurriera algo mágico. “Todo ha sido parte de mi imaginación. Será mejor volver a mi cama”. Debo admitir que hasta antes de esa madrugada le daba poco crédito a los milagros  realizados por Jesucristo y que son narrados en la Biblia; tanto mi abuela Felipa como mi madre solían relatar historias donde se demostraba que Dios sigue obrando en la vida de muchos hombres, milagros de este tiempo les llamaban; de su boca había sabido acerca de la sanación milagrosa de enfermos, contaban también testimonios de creyentes quienes encomendándose a Dios vieron resolver problemas que parecían imposibles. Para mí no eran más que fábulas. Nunca había sido testigo ni beneficiario de alguna de esas circunstancias divinas en las que se ponía de manifiesto el poder del creador. O al menos es creía hasta entonces, pues no reconocía que la vida es el primer milagro que recibimos. ¿Qué estaba aguardando esa madrugada de Junio? La mayoría de personas (me incluyo entre ellas) tiene la certeza de que los milagros son sólo sucesos asombrosos inmediatos: un ciego que de pronto puede ver, el paralítico que se levanta de la silla de ruedas y comienza a caminar, un sordo que luego de recibir oración oye con normalidad. Le restamos importancia a los acontecimientos milagrosos que van obrando con la paciencia de un artesano.  Era evidente que mi vida requería de un cambio; enterrar un pasado tenebroso marcado con hechos oscuros, inexplicables para la razón, pero que se habían manifestado a lo largo de los años en mi entorno familiar.  Esa madrugada invernal mi Fe despertó de su letargo. Pude haber retornado a la habitación creyendo que todo lo que oía sólo ocurría en mi cabeza, asumiendo que algo no andaba bien allí dentro y necesitaba con urgencia ayuda de un profesional. Hubiese sido una actitud sensata. Sin embargo decidí permanecer arriba, a pesar del frío; aunque en ese instante el silencio se había apoderado de la noche, puse por encima de cualquier duda la certeza de que Dios tendría que manifestarse de algún modo. Y finalmente lo hizo.  El creador derramó su gracia sobre mi ser, irrigando mi corazón con una sensación de júbilo jamás vivida. Algo explotó dentro de mí, era una fuerza soberbia la que me invadía, un fuego desatado que abreviaba la tristeza desterrando, en ese momento, la depresión que atravesaba por el cúmulo de situaciones adversas que vivíamos en casa, pero sobre todo por la larga lista de vaticinios negativos que Marilyn pronosticó. Admito que en ese instante no comprendía nada de lo que estaba ocurriendo; sólo dejaba fluir la energía que Dios irradiaba en mi interior. Estoy  seguro que para los creyentes con una sólida convicción de la existencia divina una circunstancia como esta les resultará creíble, incluso familiar. Conforme transcurría el tiempo, fui cediendo, agazapándome hasta terminar de rodillas en el piso. Recuerdo que cuando niño, en las pocas ocasiones que acudí a la Misa matutina de los domingos, el sacerdote que dirigía la ceremonia ordenaba en un momento determinado, que la congregación se hincara en los reclinatorios de las bancas para orar. En ese tiempo le restaba importancia a ese acto de Fe y solía parlotear con mis compañeros con los que acudía a la iglesia, mientras el resto de personas predisponían su corazón para conectarse con Dios. Sin embargo en las primeras horas de ese nuevo día de Junio pude al fin establecer contacto con el creador. Me arrodillé, sin saber en realidad porqué lo hacía, siguiendo un impulso que provenía de esa fuerza universal llamada Jehová. Agaché la cabeza en señal de reverencia; por primera vez en mi vida estaba reconociendo la autoridad de Dios.  Las  primeras palabras que pronuncié fueron para clamar  perdón. En tan solo unos minutos reconocí una larga lista de malas acciones que había acumulado durante mi existencia; los pecados más graves que había cometido eran sin duda blasfemar contra Dios, además de haber recurrido constantemente a la lectura del tarot con Marilyn y visitado a dos brujas para que adivinara mi futuro con los cigarros, la hoja de coca, velas, entre otros menjunjes, desafiando así el mandato divino que prohíbe acudir a brujos o agoreros; pero había algo más, un secreto oscuro que aún no ha llegado el momento de contar. Esa madrugada clamé de rodillas durante casi una hora, derramé lágrimas cargadas de arrepentimiento; aquél fue mi primer diálogo abierto con el creador en el que expuse los pesares y desconciertos de mi existencia. Aunque desconocía el poder de la oración, fui seducido por el amor misericordioso de ese majestuoso ser espiritual que había tocado la puerta de mi corazón esa noche; quizás hace años que estaba llamando, pero mi incredulidad sumada a la falta de Fe no le permitieron ingresar; sin embargo ya no podía evadirlo más. Por la mañana fui al dormitorio de mi madre y tomé, sin que se diera cuenta, la enorme Biblia que ella solía leer por las noches. Vine con el libro sagrado a mi habitación, lo coloqué sobre la cama y nuevamente me puse de rodillas.  Antes de abrir la Biblia, oré pidiendo entendimiento para comprender a través de las escrituras lo que Dios pretendía para mi vida. Sabía que ese era el camino para empezar a establecer una sólida relación con Él. Las manos me temblaban al sujetar la gruesa tapa; uno nunca sabe con qué dolorosas verdades puede toparse en las sagradas escrituras. Cuando al fin las páginas quedaron abiertas y leí los párrafos que tenía al frente supe  que el creador, como en el madrugada, seguía allí conmigo. Se trataba del Libro de Job. “Por tanto yo rogaré al Señor, y enderezaré a Dios mi oración; el cual hace cosas grandes e inescrutables, y maravillas sin cuento. Que derrama la lluvia sobre el haz de la tierra, y todo lo riega con sus aguas. Que ensalza a los humildes, y alienta con prosperidades a los atribulados. Que disipa las maquinaciones con los malignos, para que sus manos no puedan completar lo que comenzaron… (Job, Cap.5, V.8-12). El camino para llegar a la divinidad se encontraba en el sencillo pero significativo acto de doblar las rodillas para orar.  El gran cambio que buscaba consistía en acercarme a Dios con una Fe inquebrantable, de ese modo si alguien maquinaba hechicerías en mi contra, Él lo detendría, sería en adelante mi manto protector, mi roca, mi fortaleza… Conforme avanzaba en la lectura, iba adentrándome en la vida de Job, una historia donde se ponían de manifiesto las pruebas y desventuras a las que estamos expuestos los seres humanos. Job, quien llevaba una vida cómoda, plena, de servicio a Dios, llega a perderlo todo: propiedades, familia y amigos, terminando a rastras en una esquina, plagado de llagas en el cuerpo. Aún en ese estado calamitoso nunca dejó de orar. A pesar de que por momentos su debilidad humana lo hacía dudar de su relación con nuestro padre celestial, persistió hasta que sus oraciones fueron atendidas, recuperando siete veces más de lo que había perdido. Ese modelo de Fe inquebrantable era el que debía seguir. No importaba si sentía la acechanza de brujos alrededor, a partir de ese día tendría el mejor aliado conmigo. Así comencé una nueva etapa, que consideraba como un proceso de formación cristiana. Cada noche subía hasta los altos de mi casa para orar, lo hacía con tal pasión como cuando gritaba un gol en la  polvorienta avenida aviación. Aunque apenas comenzaba a experimentar el contacto con el espíritu de Dios, llegué a sentir su presencia durante todas esas noches. Por las mañanas leía la Biblia, escuchando  la melodía suave de canciones de alabanza cristiana. En cada párrafo encontraba siempre nuevos conocimientos sobre la Fe y muestras del amor que Jehová demostraba hacia su creación. Con el tiempo me decidí a asistir a una Iglesia Evangélica Cristiana ubicada cerca de mi casa. Recuerdo que me recibieron muy efusivos, como si yo representara el papel del hijo pródigo. Por ese tiempo parecía estar encaminándome hacia el ocaso de la tristeza. Es cierto que con el transcurrir de los meses los vaticinios de Marilyn fueron cumpliéndose,  sin embargo la fatalidad no llegó a consumarse; por el contrario las circunstancias me favorecieron y pude concretar la apertura del gimnasio, el negocio que siempre añoré desde joven. Incluso conseguí superar la enfermedad que las cartas pronosticaron como un grave riesgo para mi vida. El médico que me atendió diagnosticó un problema renal que limitaría todo esfuerzo deportivo. Según el galeno tenía literalmente los riñones molidos. “Si quieres vivir mucho tiempo, debes evitar cualquier actividad física”, fue su sentencia.  Pasé meses caminando como un sexagenario, sintiendo en la cintura el peso de dos pelotas del tamaño de un puño que palpitaban al mínimo esfuerzo, produciendo un dolor que obligaba a doblarme. Así no podía seguir, sentía que abandonar los deportes iba a sumirme en una depresión lacerante. Oré mucho en los altos de la casa, pero también  tendido en la cama cuando me era difícil caminar más de dos metros sin sentir ese dolor intenso. Antes de empezar a orar por sanidad había decidido abandonar el tratamiento médico, no por lo caro que pudiera resultar sino porque estaba decidido a confiar plenamente en que Dios podía sanarme.  Puede parecer increíble, pero al cabo de unas semanas empecé a sentir alivio, mis riñones comenzaron a funcionar con tanta normalidad que celebré mi mejoría con un partido de fútbol. La oración tenía poder. Ese contacto personal con Dios podía sanar, hacer milagros…  Aunque los prodigios del creador en mi vida eran evidentes, mi frágil humanidad volvió a traicionarme y acabé sucumbiendo en las trampas que el maligno sembraba alrededor. Sólo bastó que Yahaira decidiera terminar de un momento a otro la relación que teníamos por entonces para buscar de nuevo a Marilyn. La llamé una noche con el corazón desconsolado por la ruptura sentimental. Ella accedió a verme de nuevo, a pesar de que últimamente le había hablado de mi acercamiento con Dios. Creo que nos acostumbramos demasiado a pasear por los linderos del tiempo que no medíamos el riesgo al practicar el ocultismo. Ni ella ni yo sabíamos lo que podría pasar, desconocíamos que en cada jugada abríamos una puerta oscura que crecía, se hacía tan grande como un inmenso hoyo negro que estuvo cerca de consumirnos. Sé que fue un mala decisión no persistir en el estado de comunión con Dios; reconozco que le fui infiel al creador, eso permitió que apareciera de nuevo el caos, las presencias extrañas que hacían crujir las puertas y ventanas, los ruidos a media noche que se oían en el gimnasio como si alguien caminara por allí. Las hermanas Pérez aún vivían, así que no pongan la mira en ellas. Todo volvía a repetirse, sólo que ahora mi obsesión hacia las cartas españolas fue mayor. Llamaba constantemente a Marilyn;  dos, tres, incluso cuatro veces a la semana. Al principio nos veíamos en mi dormitorio, hasta que mi madre preguntó sospechosamente qué tanto hacía con mi compañera de universidad  encerrado por las noches. Ya no podía darle más excusas a mamá, pues estaba en juego la reputación de Marilyn. Cualquiera podría suponer que vivíamos un romance clandestino, pero lo que hacíamos allí dentro tenía otras connotaciones. Para evitar falsas especulaciones terminé por contarle a mi madre  la presencia de las cartas españolas en casa. No se sorprendió, creo porqué en su vida también recurrió en reiteradas ocasiones ha chamanes para que le adivinaran el futuro. “Ten cuidado, estos juegos pueden resultar peligrosos”, fue su única advertencia. Igual no quise exponerme a que en el almuerzo familiar se hablara del tema.  “No le cuente a nadie de esto por favor, solo quiero averiguar algunas cosas sobre mi futuro y dejaré de jugar con las cartas”. Pero no fue así. Quería saber más, quería saberlo todo, aún si eso significaba enterarme de las tragedias que el destino preparaba en mi contra.  Por decisión de Marilyn trasladamos la lectura de las cartas españolas a la casa de su padre, en horarios en que este recorría la ciudad como colectivero.  El ritmo de visitas fue el mismo que cuando nos veíamos en mi dormitorio.  Me resistía a perder para siempre el amor de Yahaira, más aún cuando las cartas mostraron que una de sus ex – parejas había recurrido a un “amarre” con el fin de traerla a su lado. La desesperación fue envolviéndome. La quería de vuelta, abrazarla una vez más, estaba enamorado y por amor el ser humano ha justificado innumerables atrocidades.  Aturdido por el desamor terminé adentrándome en lo más profundo del ocultismo. Nunca imaginé que llegaría a tanto, tampoco me di el tiempo de reflexionar que en ese momento rompía definitivamente mi pacto con Dios. Si bien había sido testigo de la forma en que Diana, la madre de Marilyn, realizaba sus rituales, no establecí ningún arreglo para que realizara un “trabajo” para mí. Sin embargo con la bruja Bruna fue distinto. Llegué hasta el rancho que ocupaba en la zona forestal de la ciudad con el firme propósito de contrarrestar el hechizo que recaía sobre Yahaira. Si aquél hombre podía tenerla consigo mediante la brujería, yo buscaría recuperarla a través de ella.  Marilyn intervino como intermediaria en el trato con la hechicera Bruna. Cuánto ha tenido que ver ella en todo esto. No la culpo, pues fui yo quien la buscaba, el que insistió tantas veces para que hurgara en mi futuro. Casi sin darme cuenta fui parte de aquello a lo que debía enfrentar. Terminé inmiscuido en el mismísimo atrio de la brujería. Supongo que los drogadictos deben sentir la misma ansiedad que yo experimentaba, ese deseo incontenible que me hacía verme con Marilyn aún en noches lluviosas; a pesar de la distancia que debía recorrer, nada podía impedir que las cartas españolas revelasen ante mis ojos  las argucias del destino. Permanecimos en ese vaivén por varios meses, aún mucho después de que decidiera abandonar  las visitas nocturnas al rancho de la bruja Bruna. Ya por ese tiempo extraños ruidos escabrosos se oían durante la madrugada en mi casa. Eran persistentes, sonaban como el bramido de fieras salvajes. ¿Qué carajos es eso? Uno de esos días me arriesgué a salir del dormitorio y averiguar qué se movía allá afuera. Era Agosto, el viento danzaba al compás del otoño azuzando las prendas de los cordeles, hasta las puertas y ventanas cedían a su temperamento. Eso tendría que ser. Los vendavales suelen jugarte malas pasadas en estas épocas. No le di crédito a la posibilidad de que alguna fuerza espiritual maligna estuviera amenazándome hasta que recibí una llamada de Marilyn cerca de las once de la noche, un horario en el que suelen llegar las malas noticias. “Ha ocurrido algo espantoso, creo que debemos parar con esto…”.  Traté de persuadirla para que me contase algo en ese momento, pero adujo que era mejor hablar del tema por la mañana, pues de lo contrario iba a resultarme imposible dormir. “Ora amigo, hoy más que nunca necesitamos la ayuda de Dios”. Hacía muchas noches que no hablaba con Dios, no iba a ser sencillo recomenzar la relación con el creador; me parecía que esta vez yo había llegado demasiado lejos. Honestamente no me sentía digno de su perdón, ese fue el motivo por el que me rehusé a seguir el consejo de Marilyn.  Por la mañana ella apareció sin la gracia habitual que solía desprender a su paso. Se le notaba distinta, pálida, lo que hacía evidente su temor. Sin rodeos sacó del bolso la franela roja donde protegía sus cartas españolas y me la mostró. Justo en el centro de la tela, se apreciaba una rasgadura que podría compararse con la marca de una garra felina. “Así amaneció ayer la franela. Esto no es normal, algo malo está pasando. Creo que hemos abusado de este juego y ahora empieza a revelarse en nuestra contra”. La quedé mirando, mientras que en mi mente se oían  toda la sarta de gruñidos que habían acometido las últimas madrugadas. ¿Podría existir, entonces, alguna relación entre esa marca grotesca y los ruidos que  me atormentaban?
-          ¿Quién hizo esto?, pregunté intrigado.
-          No lo sé. Pero ya no quiero seguir usando estas cartas. Temo por mi vida Marco… Mi madre cree que el alma está fatigada, molesta y que esto es solo una señal para dejarla en paz.

Miré a Marilyn compadecido. Estaba realmente asustada. Era la primera vez que la veía así, tan vulnerable como una niña en su primer contacto con la oscuridad. Tomé la baraja con decisión y la envolví en la franela. Una grieta de la rasgadura quedó visible. “Deja que me encargue de esto. Ha sido mi culpa, lo que está ocurriendo es por mi obsesión, nunca debí alejarme de Dios; me arrepiento de haber perdido la Fe. Tienes razón, debemos parar con esto, así que esta misma noche le daré solución al problema”.
-          ¿Qué piensas hacer con ellas?
-          ¡Las quemaré¡

El paquete con el muñeco decapitado dentro había aparecido justo al frente donde calciné las viejas cartas españolas de Marilyn. La noche que les prendí fuego pensé dar por terminado mi vínculo con el ocultismo. Creí que nunca más iba a verme en la necesidad de recurrir a brujos o espiritistas en busca de ayuda. Con las cartas calcinadas no sólo alcanzaba mi libertad espiritual sino que sacaba del hoyo a Marilyn. Ambos tendríamos que haber empezado una nueva vida, alejados de espíritus arrieros del tiempo; sin embargo sólo un año después tropezamos de nuevo.  El ánima tomó posesión de unas nuevas cartas españolas que yo adquirí. El juego volvió a iniciarse, prolongando una temporada de oscuridad, desequilibrio emocional y pánico psicótico que me acercó peligrosamente al suicidio. Estuve prisionero, encadenado sin encontrar el modo de librarme. Fue entonces que Dios actúo. Podría llenar cientos de páginas hablando de la intervención del creador en mi vida, pero ese no ha sido el propósito al escribir esta historia; lo que sí puedo decir es que si no hubiese sido por El yo no estaría aquí ahora. Admito que me encantaría saber si hay algún propósito divino detrás de la aparición de este trabajo de brujería. ¿Podría haberlo no? Me evitaría de tantos pesares si lo supiera.  


La madrugada del domingo quince de Diciembre, a poco más de veinticuatro horas de haber hallado aquél paquete terrorífico, me resultaba imposible conciliar el sueño. Atormentado por la sonrisa desquiciada de la cabeza de muñeco decapitada, que se repetía en mi mente apenas cerraba los ojos, subí hasta el gimnasio decidido a hacerle frente a cualquier espíritu maligno. Caminé hasta la parte posterior y quedé justo en el lugar donde hallé la caja con el muñeco decapitado. Sin una Fe sólida en Dios, basé mi atrevimiento en los ímpetus fieros que me arrebatan la calma cada vez que perdía el control de la situación. En ese momento estaba furioso. Si hay algo que consigue sacarme de mis casillas es la interrupción abrupta del sueño.  Ni siquiera al demonio más temido podía permitirle eso, así que avalentonado lancé una sarta de improperios e insultos contra las sombras que se formaban en las paredes producto del reflejo de los cristales. “No me importa quién carajos seas pero no cumplirás tu cometido”. Ya había hecho algo parecido tiempo atrás luego de quemar las cartas españolas de Marilyn. Una vez que la baraja quedó convertida en cenizas maldije al espíritu que mostraba el pasado y futuro a través de ellas; quizás ese haya sido el motivo por el cual luego de aquella noche empezó a sentirse la presencia de un aire malévolo que transitaba justo en la parte trasera del gimnasio haciendo espantar a quienes entrenaban hasta muy tarde. El volumen del equipo de sonido subía y bajaba sin que nadie lo manipulase, las mancuernas rodaban arrastradas por alguien o algo que merodeaba por allí. ¿Qué podía pasar ahora luego de la aparición de la caja con el trabajo de brujería? En ese momento me preocupaba más poder dormir tranquilo. Luego de despotricar por varios minutos retorné al dormitorio, prendí la tele y programé la televisión para que se apagase en treinta minutos. Antes del cuarto de hora ya me había dormido.


1 comentario:

  1. Vamos !!! Sigue escribiendo que me tienes con ansias de querer saber más xD!!! Éxitos.

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