VI
Dieron las cuatro de la tarde del
día siguiente al hallazgo del muñeco decapitado; a esa hora estuve listo para
subir al gimnasio y empezar con mi faena vespertina de entrenamiento. Toda la
mañana había tratado, como un detective policiaco, de hilvanar las
posibilidades en las que el paquete pudo haber llegado hasta el tercer piso sin
que nadie se percatase. El primer obstáculo - si es que en realidad lo representó
- que debió superar la persona que trajo la misteriosa caja con el trabajo de
brujería, era la puerta de fierro que protegía mi vivienda de los intrusos y
ladrones. Mi hermano Pepe estaba siempre atento, como un guardián infranqueable,
a todos los que ingresaban por allí. Sólo se distraía aquellas tardes en que
algún partido de la Champions League lo hipnotizaba frente al televisor. Pero el
día anterior había sido viernes y la programación televisiva no contemplaba ningún
encuentro deportivo. ¿Viernes? En ese momento reparé en el día que transcurría.
Desbloqueé el celular e ingresé a la opción de calendario. Estábamos sábado 14
de Diciembre. “¡Encontré la caja un viernes 13!”. Mi corazón estalló. Acaso
podría tratarse de una simple coincidencia. “En el mundo del ocultismo nada es
dejado al azar”, me dijo Diana una de esas noches en que la visité para conocer
más acerca de la brujería. Basándome en esa afirmación ya no debían quedar
dudas de que aquél paquete con el muñeco
decapitado dentro fuese un trabajo de hechicería. Según los registros, que se
pueden encontrar navegando en internet, un viernes 13 de octubre de 1307, bajo
las órdenes del Rey Felipe IV de Francia, un grupo de Caballeros Templarios,
fue capturado y llevado a la Santa Inquisición para ser juzgado y condenado por
supuestos crímenes en contra de la cristiandad. Esa misma noche sus cuerpos
terminaron en la hoguera ante la anuencia del Papa Clemente V, en una matanza
colectiva cuestionada por considerarse que no fue un proceso justo. Un Temple
de nombre Jacques de Molay, uno de los últimos en ser quemado en la hoguera,
"emplazó" momentos antes de su asfixia, al propio Felipe IV y al Papa
Clemente V, con estas palabras:"¡Clemente, y tú Felipe, traidores a la fe
cristiana, os emplazo ante el tribunal de Dios!... A ti, Clemente, dentro de
cuarenta días, y a ti Felipe, dentro de este año..."El papa Clemente,
murió a los treinta días y el Rey Felipe, antes de cumplirse un año. Así nacía
la maldición del Viernes 13. Independientemente el número trece desde la
antigüedad ha sido considerado de mal augurio, por ejemplo en la Última Cena de
Jesucristo, trece fueron los comensales; la Cábala enumera a 13 espíritus
malignos, al igual que las leyendas nórdicas; en el Apocalipsis, su capítulo 13
corresponde al anticristo y a la bestia. También existe una leyenda escandinava,
donde se narra que en una cena de dioses en el Valhalla, Loki, el espíritu del
mal, era el treceavo invitado. En el Tarot, este número hace referencia a la
muerte. Y trece es el número que las brujas de la edad media esperaban para
hacer sus pócimas. Aquél trece de
Diciembre había sido el segundo viernes 13 en el año. El primero fue en
setiembre, pero pasó desapercibido.
Respiré profundo llenando mis
pulmones de oxígeno, contuve el aire apenas un segundo y exhalé por la boca. A
paso lento abandoné el dormitorio y subí por las escaleras que conducen hasta el
gimnasio, en el tercer piso. Ese era el mismo recorrido que debió haber hecho
la persona o brujo que trajo el paquete. No creía que la hechicera hubiese
llegado volando en una escoba y colocado la caja en la parte trasera del
gimnasio sin que nadie se diera cuenta. Las brujas de verdad no hacían eso. Aquél
era un artificio cinematográfico alejado de la realidad. Lo que sí me contó
Diana una vez, es que los brujos pactados con el diablo eran capaces de
trasmutar su cuerpo y asumir la apariencia de animales: gatos, patos, aves,
burros e incluso palomas. Algo que podría sonar fantasioso e irreal dentro de
un mundo abrumado por la lógica; pero a esas alturas de mi vida comprendía que
el mal tenía mucho poder y que la ambición del ser humano lo llevaba a tranzar
con el mismísimo demonio para conseguir sus
anhelos banales. ¿Cabía la posibilidad entonces de que el paquete fuese traído por
uno de estos brujos pactados? Recreaba esa posibilidad, cuando el timbre
musical del celular interrumpió mis pensamientos. Era un mensaje de Luz. Más de
sus palabras tiernas y amorosas que me acompañaban a diario. Nuestro romance bordeaba
el pico más alto que puede alcanzar el amor; ustedes saben, fusión de la piel,
promesas, anhelos compartidos que se convertían en una hermosa posibilidad para
concretar sueños. Queríamos viajar como
dos exploradores que se aventuran a recorrer el mundo con tan solo un mapa,
montar un negocio de comida para que ella lo administrase, con toda seguridad
ninguna empresa de ese rubro podría estar en mejores manos que en las de Luz. Disfrutaba
viéndola sonreír repleta de felicidad. Sentía que estar conmigo se había
convertido en un motivo para estar feliz. Cuando estábamos juntos, solía
repetirme que a mi lado recuperaba la dicha que por muchos años la vida le negó.
La amaba, eso era suficiente para experimentar temor con la idea de perderla. Tan
pronto como pude respondí su mensaje, devolviéndole las frases de amor; luego
me dirigí hasta la zona posterior del gimnasio, pues tenía cosas importantes
que hacer allí. Llegué hasta el mismo lugar donde hace solo unas horas había
encontrado el paquete que contenía un muñeco decapitado y otros objetos que
aparentaban ser un bien elaborado trabajo de brujería. Los recuerdos del
hallazgo eran frescos; la sonrisa desquiciada de aquella cabeza decapitada, las
luces rojas destellantes, la música de adoración diabólica, el olor a cementerio,
todo era tan cercano que aún sentía esa presencia maligna en mis sentidos. Miré
alrededor y el gimnasio parecía estar en orden, sin ningún tipo de alteración
sobrenatural. Estuve en la más completa soledad algunos minutos, revisando en
cada uno de los rincones, pues cabía la posibilidad de que hubiera algún otro
elemento extraño; hasta que aparecieron los primeros muchachos que llegaban
para su entrenamiento vespertino. Vi subir a Julio y Carlos primero; ambos tienen
años acudiendo al gimnasio. Los saludé y luego fueron a cambiarse para iniciar
su rutina. Alguno debió notar mi intranquilidad, porque antes de que empezaran
a ejercitarse se acercaron de nuevo. “¿Pasa algo Marco?”, me preguntó Julio. El
momento de empezar a indagar sobre la extraña aparición de la caja había
llegado. “Anoche encontré un paquete extraño; era una bolsa con el logo de una
tienda de ropa femenina que contenía una caja de zapatos. ¿Ustedes la vieron?”.
Ambos se miraron, seguros de saber a lo que me refería. “Claro, esa bolsa estuvo aquí desde hace dos o tres
días, justo en medio del salón… Todos pasaban por encima de ella pero nadie
decía ser su dueño, así que como estorbaba el paso la puse en un rincón”,
intervino de nuevo Julio. “¿No vieron quién la trajo? Alguien debió dejarla…” Ambos
movieron la cabeza en señal de negación. ¿Hubo algo malo en esa bolsa?”, preguntó
ahora Carlos. No dudé en relatarles todo
lo que pasó la noche anterior. Me escuchaban atentos pero sin temor aparente, hasta
que empecé a narrar el momento en que la cabeza decapitada se encendió con
luces rojas y se escuchó desde su interior hueco una melodía demoniaca. En ese instante
vi en sus rostros sorpresa, espanto. “¡¿Es verdad lo que cuentas?!” “¿Todo es
cierto?”, preguntaron a coro como si estuviesen sincronizados. A esa
hora el gimnasio se fue poblando. Quienes llegaban se dirigían hasta donde
estábamos reunidos y saludaban con un fuerte apretón de manos. En ese instante
aproveché en preguntar a cada uno si se toparon con el paquete los días
anteriores. Todos decían haberlo visto pero nadie conocía su procedencia ni el
modo en que llegó hasta allí. Una vez más empecé a relatar los sucesos de la
noche anterior, pues al frente tenía un grupo de muchachos con una mirada de
inquietud y sospecha. “Esto es muy extraño, alguien tiene que haberlo traído y
no con muy buenas intenciones”, comento uno de los presentes al final de mi
relato. “Esa huevada es brujería. Te quieren joder”, dijo otro en un tono vulgar.
Finalmente, luego de indagar, no pude obtener ningún dato que me ayudase a
esclarecer la aparición de la caja con el muñeco decapitado dentro. Era como si
el paquete hubiese llegado por “arte de magia”. Tenía una hipótesis, sólo eso. La persona que la
trajo debió ser muy sutil. Nadie la vio aparecer, probablemente el martes por
la tarde, un día en que mi hermano Pepe se distraía con la Champions League.
Traspasó la puerta de fierro de la
entrada principal sin que nadie lo notara, luego subió por las escaleras hasta
el tercer piso con la seguridad de no ser descubierta. Caminó hasta a la parte posterior del gimnasio
y allí dejó caer de golpe el paquete sobre el piso sin que nadie,
absolutamente nadie se percatara de su presencia; luego debió retirarse por el
mismo camino satisfecho de haber logrado su objetivo. Ni siquiera yo, que subía
a diario noté la presencia del paquete sino hasta aquél viernes 13 por la noche,
en que empujado por la curiosidad lo
abrí y me topé con su espantoso
contenido. Si en el ocultismo nada era dejado al azar, como decía la bruja
Diana, podía suponer que el objetivo de aquél trabajo de brujería era afectar
mi vida.
Las siguientes horas de aquél
sábado las pasé ensimismado. Dejé a la mitad mi entrenamiento y cuando Luz
llegó a ejercitarse me notó con un aire meditabundo que la hizo suponer que mis
pensamientos aún seguían atrapados en el hallazgo de la noche anterior. “¿Sigues
pensando en lo que encontraste anoche?”, me preguntó antes de empezar con su
rutina. “Me pasé la tarde tratando de averiguar algo sobre el paquete, pero no
conseguí nada, parece como si un fantasma lo hubiese traído… Nadie,
absolutamente nadie vio quién lo trajo ¿Puedes creer eso? Lo que más me sorprende es que ni siquiera yo haya
notado su presencia sino hasta ayer que fue viernes 13. ¿Te das cuenta? Viernes 13 es un día propicio para que los
brujos realicen sus cochinadas. No creo
que se trate de una simple coincidencia”. Luz permanecía quieta, escuchando
cada una de mis palabras con atención, los ojos le brillaban mucho más que de
costumbre. Tardó en responder, seguro porque como yo, trataba de sacar alguna
conclusión antes de emitir un juicio. “Olvida todo mi amor, es mejor no creer
en esas cosas, si le prestas importancia será peor. Confía en Dios y verás que
nada malo va ocurrir”. Se acercó y me acarició el rostro con ternura. Sentí sus manos tibias, y a través de ellas su
amor. Por un momento recuperé la calma y disfruté de su compañía. Volvimos a
reír como dos niños que se encuentran en un parque para jugar. La contemplaba
mientras se ejercitaba. Ella seguía al pie de la letra mis instrucciones, lo
hacía con esmero pues el deporte de las pesas es su favorito. Al final de esa
noche la acompañé, como de costumbre, hasta la casa donde rentaba un cuarto.
Charlamos un poco antes de despedirnos con un beso que yo prolongaba más de la
cuenta. Antes de irme me pidió prometerle que olvidaría el suceso de la noche
anterior: la caja, el muñeco decapitado y su olor que recordaba al panteón, la
sonaja, todo tendría que desaparecer de mi mente; pero aunque trataba de
esquivar los recuerdos, la mirada desquiciada de esa cabeza seguía apareciendo
cada vez que cerraba los ojos, intentando conciliar el sueño. No lo soporté,
una y otra vez aparecía esa sonrisa diabólica, repetida como una fotografía que
pasaba delante de mí a veinte repeticiones por minuto. Me decidí abandonar mi
cama y fui en busca de un poco de agua. Bajé hasta la cocina cuidando de no
hacer sentir mis pasos al descender por la escalera. Era algo más de la media
noche; aunque fuese sábado mis hermanos habían decidido pasar un fin de semana tranquilo
mirando los programas concurso de la televisión. Papá y mamá dormían, al igual
que Angela, quien por su embarazo se acostaba más temprano que de costumbre. Llené
un vaso hasta el ras y me lo bebí de un solo golpe. Con los labios húmedos retorné
al dormitorio. Encendí la televisión, pero los canales parecían tener su peor
programación aquél día, así que luego de jugar con el control remoto haciendo
zapping la apagué. Me sentía sofocado,
envuelto en una espinosa persecución espiritual. Hice el esfuerzo de dormir
pero la cabeza decapitada volvió a renacer frente a mis narices. Asumí aquello
como un atentado contra mi alma. Quise orar, pero tenía el corazón seco, sin
ánimo para dirigirme al creador como otras veces. Durante el último año mi
relación con el todopoderoso se había marchitado. En ese momento no me di el
tiempo para reflexionar sobre los motivos que habían provocado el
resquebrajamiento del fuerte lazo que llegué a establecer, tiempo atrás, con Dios. Supongo que mi frágil humanidad cedió. De a
pocos fui dejando en el olvido el acto
de orar, tampoco realizaba mis lecturas
matutinas de la Biblia. Ya ni siquiera escuchaba la música de alabanza o
adoración cristiana que tenía guardada en la computadora portátil. Esa primera
noche, después de haber descubierto el contenido aterrador de aquél paquete que
hallé en el gimnasio, mis ánimos podían compararse con los de un toro furioso
en un rodeo. Abandoné irritado una vez más
la cama y me dirigí hacia la parte más alta del inmueble, alumbrado apenas por
la luz que emitía mi celular. Solía hacer eso durante las noches en que el
insomnio aparecía para atormentarme. Caminaba por todo el lugar una y otra vez,
dando vueltas, hasta que por fin sentía la modorra, entonces retornaba al
dormitorio y en menos de cinco minutos caía rendido a la cama. Pero aquella media
noche de domingo tenía un motivo distinto para subir. Quería hacerle frente en
ese mismo instante al aire maligno que aquél trabajo de brujería podría haber
traído consigo. Aquello era un acto de atrevimiento,
pues tratándose de alguna fuerza maligna cualquiera en su sano juicio hubiese
dado por hecho que cometía una insensatez al pretender enfrentármele solo y sin
la preparación debida. Pero, en ese momento, mi tranquilidad no tenía precio. Llegué
hasta el lugar donde había encontrado la caja, decidido a vomitar improperios y
palabras soeces que contrarrestasen la hechicería. Me quedé quieto durante
varios minutos contemplando el gimnasio a plenitud. Era una noche tibia, que anunciaba el pronto
inicio del verano. El cielo estaba cargado de estrellas pestañeando al compás
de una melodía suave. Los altos de mi casa es un lugar místico, del que podría
contar infinidad de historias donde los personajes estelares serían Dios, mi
hermano Juanchi, las fallecidas hermanas Pérez, el ánima al que Marilyn
invocaba cuando hacía uso de sus cartas españolas para viajar a través del
tiempo y una congregación de ángeles y
demonios que han pululado por aquí. Para quienes creen en la divinidad,
omnipotencia y poder de Dios les podrá resultar factible entender lo que
ocurrió una madrugada de Junio del año 2000. Por entonces el último nivel de mi
vivienda se encontraba a medio construir, los muros alcanzaban apenas cincuenta
centímetros de altura y el falso piso era un peligro para quienes solían andar
de prisa; en la parte posterior había un pequeño lavadero y frente a él un soporte
de cemento de dos metros que sostenía un tanque de agua de mil litros. Mi padre
había improvisado allí unos cordeles donde mamá tendía la ropa; algunas noches de
otoño, cuando el viento soplaba con más fuerza que en los otros meses del año, y
a mí me tocaba recoger las prendas del tendedero, bajaba espantado pues el
bailoteo de las sábanas producía extrañas imágenes en los muros y el piso, que
confundía con la presencia de ánimas en el lugar. Cuando Juanchi me veía bajar
corriendo, soltaba una risa burlona. “Te asustaste otra vez…. Marco le tiene
miedo a las sombras. Marco le tiene miedo a las sombras”, se mofaba de mi
espanto. Incómodo por la burla, dejaba la
ropa en su lugar e iniciaba una persecución de nunca acabar, pues mi hermano corría tanto
como una saeta endiablada. La única vez que pude darle alcance ocurrió al caer
de una tarde, semanas antes de su muerte. No puedo decir que aquella ocasión fui
más rápido que él, eso sería faltar a su memoria, pues aunque flacuchas, las
piernas de Juanchi tenían la capacidad de acelerar a gran velocidad. “Te
atrapé”, le dije tomándolo del cuello. Mi hermano estaba quieto al costado del
soporte que sostenía el tanque de agua. “Hay que subir”, me pidió. Nunca
habíamos tenido el atrevimiento de hacerlo, pues mi padre nos lo tenía
prohibido por el riesgo que implicaba treparse por las columnas sin tener una
escalera ni barandas donde sostenerse. “Pero papá dice…..”, traté de argumentar
algo, cuando me di cuenta que Juanchi ya estaba en los altos. Había conseguido
treparse apoyado en dos ladrillos de techo. “Ven, sube, que de aquí se ve toditoooo…”. Fui
tras él y aunque casi resbalo al subir pude llegar a contemplar la ciudad en
toda su amplitud. Las casas más lejanas, que eran las levantadas sobre las faldas del cerro San Pedro se veían
como cajitas de fósforos agrupadas una detrás de la otra. Era la primera vez
que tenía esa perspectiva de la ciudad, del mundo al que pertenecíamos y que en
ese momento se nos era revelado. “Cuántos barrios nos faltaban conocer aún, había
infinidad de calles y jirones donde otros niños, como nosotros, jugarían con la
pelota en las calles. Algún verano podríamos visitar esas zonas y retarlos a una
pichanguita. La apuesta sería a bolitas; por un puñado de canicas éramos
capaces de dejar la piel en la pista. Seguro que tendríamos partidos muy disputados,
pues aunque confiábamos en la capacidad de nuestro equipo, con Mota en el arco,
‘cuchuro’ haciendo dupla conmigo en la defensa, el chato Manuel al centro y
Juanchi acompañado del narigón Fernando en la delantera, allá afuera, en la
ciudad habrían niños que serían dignos rivales”. Aquél día nos quedamos por varias horas
contemplando el cielo clareado de enero, vimos pasar bandadas de aves que se
dirigían hacia algún lugar en busca de alimento, quedamos maravillados con el
alto horno de la empresa siderúrgica que estaba encendido y expendía un humo
naranja. Papá trabajaba allí como electricista, en una de las plantas de
aquella fábrica de acero. Durante un almuerzo había prometido llevarnos a
conocer el lugar donde pasaba hasta dieciséis horas al día en épocas de mucha
producción. “Ojalá que papá nos lleve pronto a conocer Siderperú”, me dijo Juanchi
señalando el humo que iba pintando de naranja partes del cielo. Pero la vida no le alcanzó; seguro que él, así
de intrépido como era hubiese disfrutado el paseo que hicimos el año siguiente
a las instalaciones de la siderúrgica.
Después de la muerte de Juanchi,
evitaba subir hasta el tercer piso de la casa. A mi madre, le inventaba cualquier excusa para no recoger la
ropa de los cordeles. Creía que allá arriba merodeaba ese mal aire o espíritu
maligno que había acabado con la vida de mi hermano. Sin embargo una noche de octubre, poco después
de mi cumpleaños, escuché el susurro de su voz invitándome a subir. Ese
timbrecito suave que se manifestaba cuando iba rumbo a la escuela, comenzaba a
dejarse sentir también en casa. Empujado por esa vocecita volví a trepar hasta
lo más alto. Me senté en el borde del soporte y estuve allí por un largo rato
mirando la luna y las estrellas agolpadas en el cielo. El miedo se había ido.
Mientras tenía la cabeza inclinada hacia los astros imaginaba que Juanchi estaría
allá arriba jugueteando con Dios, sonriente, mostrando sus mejillas coloradas,
flacucho pero con la mirada radiante. Por entonces Dios era para mí un
personaje de historias fantásticas que mi profesora de primaria contaba durante
las clases de religión. “Los buenos se van al cielo y los malos al infierno”,
repetía siempre, para sembrarnos un miedo que nos hiciera asumir que si nos
portábamos mal acabaríamos condenados a pasar la eternidad en las llamas del
infierno. “Juanchi ha sido un niño bueno, él debe estar allá arriba en el
cielo. Mi hermano tiene que ser un ángel
que obtiene la venia del creador para visitarme y decir cosas a mi oído. Él está
en las alturas, pero también aquí conmigo. Lo puedo sentir”. Después de ese día se me hizo costumbre trepar
hasta el inmenso tanque de agua y pasar largo rato meditando. Lo hacía porque
ese sencillo acto me conectaba con el aura de mi hermano y rebosaba mi corazón
de una paz divina. Así pasaron muchos años de intimidad prolongada por las
noches, que ni siquiera los inviernos gélidos podían evitar; tampoco el
desvanecimiento de mi Fe que me llevó a una conversión efímera al ateísmo, logró
alejarme de ese bloque de concreto en el que apostaba mi humanidad para mirar
la ciudad y contemplar el cielo. Pero muchos años después, cuando los ataques
de hechicería habían vuelto a aparecer en mi hogar y aquél número 24 rondaba mi
vida como un alacrán venenoso ocurrió algo que transformó mi ser por completo. La
carismática abuela Fausta había dejado de existir el veinticuatro de Junio del
año 2000 a causa de una bronquitis mal tratada por el doctor que la atendió. Su
muerte no tendría por qué ser un suceso extraño sino hubiese acaecido el mismo día en que
murieron el abuelo Daniel (24 de marzo de 1995) y Juanchi (24 de Marzo de 1990).
“¿Quién seguirá ahora? Todo parece repetirse siempre, girar como una gran rueda
circense que termina aplastando la felicidad en mi hogar”. Tendido en mi cama,
un par de noches después del entierro de mi abuela, repasaba los últimos
acontecimientos aciagos de mi vida. Un mes antes, coincidentemente la madrugada
del 24 de mayo, mientras culminaba un trabajo universitario, un fallo eléctrico
inesperado fundió el disco duro de mi PC, desapareciendo todo el material
académico que tenía almacenado, además de varios relatos y poemas que había
escrito con la ilusión de publicarlos en algún momento. Pero esa no era mi
única desazón, pues la bodega que papá instaló como negocio familiar en lo que
antes era nuestra sala, se venía abajo
de manera estrepitosa; los anaqueles lucían cada vez más vacíos y mi madre
atribuía la visible quiebra a la aparición de partículas de sal en la puerta de
ingreso. Hasta en tres oportunidades oí mencionar a mamá que había recogido con
mucho cuidado la sal regada. Lo más tenebroso ocurrió un amanecer de abril;
daban las cinco de la mañana y mi progenitora iniciaba sus labores cotidianas. Luego
de encender la cocina y colocar la olla con agua para el desayuno se dirigió a
la parte delantera de la sala; ya tenía la escoba lista para retirar el polvo
del piso, cuando de pronto la silueta de alguien pegada a la ventana de lunas
catedrales distrajo su atención. Se acercó lentamente a la ventana, sólo uno de
los focos del salón estaba encendido. La persona permanecía inmóvil, sin hacer
ruido para que su presencia no sea descubierta. Mamá era consciente de que desde afuera no
podía ser vista por la intrusa, así que con mucho cuidado quitó el cerrojo y
abrió el corredizo de un solo tirón dejando al descubierto a una mujer vestida
de negro, quien al ser sorprendida dio un grito de espanto y salió corriendo en
plan de fuga. Mi madre contó después de que esta señora tenía el rostro
petrificado y murmuraba algo así como un rezo. No pudo identificarla del todo,
pues llevaba un velo negro que cubría parte de su rostro, aunque ella podía
apostar que se trataba de Doña Paredes, una vecina que
vivía unas casas más al sur, propietaria también de una pequeña bodega.
Esa noche de Junio, la tristeza
tejía en mi corazón su ovillo más grande. La partida de la abuela Fausta hizo
que renaciera mi temor hacia aquél fatídico 24 que yo asociaba directamente con
la muerte. Aunque traté de esclarecer, con la ayuda de las cartas españolas de
Marilyn, el motivo por el que ese par de números apareció, estas sólo se limitaron
a mostrar tinieblas y sinsabores. Mi hogar seguía siendo víctima de hechiceros
y brujas que torcían nuestro destino, derrumbando todo lo que anhelábamos
construir. Tendido en mi cama terminé convenciéndome de que aunque tratase de
cambiar el futuro infortunado nunca lo conseguiría. Resultaba inútil enfrentar
algo que no podía ver, era como tratar de frenar un ventarrón con las manos. ¿Qué
me quedaba por hacer? Los últimos vaticinios de las cartas españolas mostraban la
desintegración familiar. Según ellas mi padre se iría a trabajar lejos sin
mucha fortuna; en casa padeceríamos más apuros económicos de los que ya
atravesábamos, generando enfrentamiento entre mis padres. Como corolario para
sellar los malos augurios, la muerte volvería a hacer su aparición,
probablemente otro 24. Para mí vendría un tiempo prolongado de sinsabores en
los que mis planes de incursionar en un negocio en el que venía proyectándome
hace varios años se derrumbarían con la facilidad como cae una torre de naipes
al ser soplada, además de anunciarme la
aparición de un mal en mi organismo que pondría en riesgo mi vida. Si bien no
todas las predicciones estaban asociadas a la brujería, el destino parecía
haber trabado con las malas artes para que percibiera mi camino como un túnel
sin salida.
A pesar de que ninguna de las
predicciones había ocurrido aún, sentía
su peso en mis espaldas, una carga que cada vez me resultada más difícil de
sobrellevar. Hasta ese momento Marilyn resultó ser muy certera en sus augurios,
así que yo tenía razones suficientes para creerle. “Por qué no haces limpiar tu
casa amigo, eso puede ayudar a que cambie la suerte de tu familia”, me propuso meses
atrás luego de leerme las cartas y mirar en ellas el sendero oscuro de mi
destino. Marilyn planteó la alternativa de recurrir a su madre o a una bruja reputada
que ella conocía de nombre Bruna, para que alguna de ellas deshiciera los
hechizos y malas artes lanzados en contra de mi hogar. Al principio me pareció
una posibilidad sensata, pero cuando me dio el precio de lo que podría costar
uno de esos rituales, tiré la idea por la borda. Mi familia se encontraba en
quiebra para asumir un gasto así. “El mal se impone en este mundo. Sino porqué
tanto dolor allá afuera, guerras, muertes sin sentido, odio, violaciones,
asesinatos. Dios debe haber perdido la batalla hace mucho tiempo. Yo también la
pierdo ahora. ¡¿Dónde estás Dios?!”. Aunque mi ateísmo se había encargado de
negar a Dios en los últimos años, esa madrugada de Junio mi corazón lo llamó
con una fuerza desesperante. Debió ser así, no tengo dudas, porque alguien
respondió del otro lado. Fue un “levántate” que retumbó en mis oídos. ¿Estaba
volviéndome loco o en realidad ese grito de aliento provenía de algún lugar?
Hace mucho rato que la casa se encontraba en tinieblas y aún podía sentirse en
ella el luto por la muerte de la abuela Fausta. Una y otra vez volvió a
repetirse esa voz irreconocible que me alentaba
a salir de la cama. Parecía estar dispuesta a ser mi tormento sino acataba
lo que se oía como un mandato. Por un momento pensé que quien me hablaba era el
ánima invocada por Marilyn para poder conocer el pasado y futuro de las
personas; al haber hecho uso de sus cartas españolas en mi dormitorio, cabía la posibilidad de que el
espíritu estaría oculto en algún rincón. Pero un alma no te habla con tanta
autoridad como lo hacía aquella voz. “¿Eres tú? ¿Eres tú Dios?” Los vientos
de finales de Junio se intensificaron
haciendo tambalear mi puerta y las ventanas. En sólo unos minutos dejé de ser
ese ateo radical con poco fundamento y abrí las puertas de mi corazón para
escuchar. Se trataba de un verdadero acto de Fe, el primero que asumía en mi
vida. “Está bien saldré mi cama”. Lo hice tal y como estaba, descalzo y
ataviado apenas con un pequeño short. Continué escuchando y ahora la indicación
era subir hasta el tercer nivel; me sentía extraño pero decidí confiar, creer en
esa voz imponente; entonces salí de mi habitación y fui hasta la parte más alta
de la casa. Allá arriba, el invierno castigaba con su látigo helado. Sin
embargo mi cuerpo mantenía la temperatura cálida que había obtenido al estar
arropado en la cama. “¿Y ahora qué? Ya estoy aquí, qué debo hacer”. Nadie
respondió. Estuve inmóvil algunos minutos, en los que al mirarme pensé en lo
ridículo que me veía al estar semidesnudo allí parado debajo de un cielo oscuro,
aguardando que ocurriera algo mágico. “Todo ha sido parte de mi imaginación. Será
mejor volver a mi cama”. Debo admitir que hasta antes de esa madrugada le daba
poco crédito a los milagros realizados
por Jesucristo y que son narrados en la Biblia; tanto mi abuela Felipa como mi
madre solían relatar historias donde se demostraba que Dios sigue obrando en la
vida de muchos hombres, milagros de este tiempo les llamaban; de su boca había
sabido acerca de la sanación milagrosa de enfermos, contaban también
testimonios de creyentes quienes encomendándose a Dios vieron resolver problemas
que parecían imposibles. Para mí no eran más que fábulas. Nunca había sido
testigo ni beneficiario de alguna de esas circunstancias divinas en las que se
ponía de manifiesto el poder del creador. O al menos es creía hasta entonces,
pues no reconocía que la vida es el primer milagro que recibimos. ¿Qué estaba
aguardando esa madrugada de Junio? La mayoría de personas (me incluyo entre
ellas) tiene la certeza de que los milagros son sólo sucesos asombrosos
inmediatos: un ciego que de pronto puede ver, el paralítico que se levanta de
la silla de ruedas y comienza a caminar, un sordo que luego de recibir oración
oye con normalidad. Le restamos importancia a los acontecimientos milagrosos
que van obrando con la paciencia de un artesano. Era evidente que mi vida requería de un cambio;
enterrar un pasado tenebroso marcado con hechos oscuros, inexplicables para la
razón, pero que se habían manifestado a lo largo de los años en mi entorno
familiar. Esa madrugada invernal mi Fe
despertó de su letargo. Pude haber retornado a la habitación creyendo que todo
lo que oía sólo ocurría en mi cabeza, asumiendo que algo no andaba bien allí
dentro y necesitaba con urgencia ayuda de un profesional. Hubiese sido una
actitud sensata. Sin embargo decidí permanecer arriba, a pesar del frío; aunque
en ese instante el silencio se había apoderado de la noche, puse por encima de
cualquier duda la certeza de que Dios tendría que manifestarse de algún modo. Y
finalmente lo hizo. El creador derramó
su gracia sobre mi ser, irrigando mi corazón con una sensación de júbilo jamás
vivida. Algo explotó dentro de mí, era una fuerza soberbia la que me invadía, un
fuego desatado que abreviaba la tristeza desterrando, en ese momento, la depresión
que atravesaba por el cúmulo de situaciones adversas que vivíamos en casa, pero
sobre todo por la larga lista de vaticinios negativos que Marilyn pronosticó. Admito
que en ese instante no comprendía nada de lo que estaba ocurriendo; sólo dejaba
fluir la energía que Dios irradiaba en mi interior. Estoy seguro que para los creyentes con una sólida
convicción de la existencia divina una circunstancia como esta les resultará
creíble, incluso familiar. Conforme transcurría el tiempo, fui cediendo,
agazapándome hasta terminar de rodillas en el piso. Recuerdo que cuando niño, en
las pocas ocasiones que acudí a la Misa matutina de los domingos, el sacerdote
que dirigía la ceremonia ordenaba en un momento determinado, que la
congregación se hincara en los reclinatorios de las bancas para orar. En ese tiempo
le restaba importancia a ese acto de Fe y solía parlotear con mis compañeros
con los que acudía a la iglesia, mientras el resto de personas predisponían su
corazón para conectarse con Dios. Sin embargo en las primeras horas de ese
nuevo día de Junio pude al fin establecer contacto con el creador. Me
arrodillé, sin saber en realidad porqué lo hacía, siguiendo un impulso que
provenía de esa fuerza universal llamada Jehová. Agaché la cabeza en señal de reverencia;
por primera vez en mi vida estaba reconociendo la autoridad de Dios. Las primeras palabras que pronuncié fueron para
clamar perdón. En tan solo unos minutos
reconocí una larga lista de malas acciones que había acumulado durante mi
existencia; los pecados más graves que había cometido eran sin duda blasfemar contra
Dios, además de haber recurrido constantemente a la lectura del tarot con
Marilyn y visitado a dos brujas para que adivinara mi futuro con los cigarros, la
hoja de coca, velas, entre otros menjunjes, desafiando así el mandato divino
que prohíbe acudir a brujos o agoreros; pero había algo más, un secreto oscuro
que aún no ha llegado el momento de contar. Esa madrugada clamé de rodillas
durante casi una hora, derramé lágrimas cargadas de arrepentimiento; aquél fue
mi primer diálogo abierto con el creador en el que expuse los pesares y desconciertos
de mi existencia. Aunque desconocía el poder de la oración, fui seducido por el
amor misericordioso de ese majestuoso ser espiritual que había tocado la puerta
de mi corazón esa noche; quizás hace años que estaba llamando, pero mi
incredulidad sumada a la falta de Fe no le permitieron ingresar; sin embargo ya
no podía evadirlo más. Por la mañana fui al dormitorio de mi madre y tomé, sin
que se diera cuenta, la enorme Biblia que ella solía leer por las noches. Vine
con el libro sagrado a mi habitación, lo coloqué sobre la cama y nuevamente me
puse de rodillas. Antes de abrir la
Biblia, oré pidiendo entendimiento para comprender a través de las escrituras
lo que Dios pretendía para mi vida. Sabía que ese era el camino para empezar a
establecer una sólida relación con Él. Las manos me temblaban al sujetar la
gruesa tapa; uno nunca sabe con qué dolorosas verdades puede toparse en las sagradas
escrituras. Cuando al fin las páginas quedaron abiertas y leí los párrafos que
tenía al frente supe que el creador,
como en el madrugada, seguía allí conmigo. Se trataba del Libro de Job. “Por
tanto yo rogaré al Señor, y enderezaré a Dios mi oración; el cual hace cosas
grandes e inescrutables, y maravillas sin cuento. Que derrama la lluvia sobre el
haz de la tierra, y todo lo riega con sus aguas. Que ensalza a los humildes, y
alienta con prosperidades a los atribulados. Que disipa las maquinaciones con
los malignos, para que sus manos no puedan completar lo que comenzaron… (Job,
Cap.5, V.8-12). El camino para llegar a la divinidad se encontraba en
el sencillo pero significativo acto de doblar las rodillas para orar. El gran cambio que buscaba consistía en
acercarme a Dios con una Fe inquebrantable, de ese modo si alguien maquinaba
hechicerías en mi contra, Él lo detendría, sería en adelante mi manto protector,
mi roca, mi fortaleza… Conforme avanzaba en la lectura, iba adentrándome en la
vida de Job, una historia donde se ponían de manifiesto las pruebas y
desventuras a las que estamos expuestos los seres humanos. Job, quien llevaba
una vida cómoda, plena, de servicio a Dios, llega a perderlo todo: propiedades,
familia y amigos, terminando a rastras en una esquina, plagado de llagas en el
cuerpo. Aún en ese estado calamitoso nunca dejó de orar. A pesar de que por
momentos su debilidad humana lo hacía dudar de su relación con nuestro padre
celestial, persistió hasta que sus oraciones fueron atendidas, recuperando
siete veces más de lo que había perdido. Ese modelo de Fe inquebrantable era el
que debía seguir. No importaba si sentía la acechanza de brujos alrededor, a
partir de ese día tendría el mejor aliado conmigo. Así comencé una nueva etapa,
que consideraba como un proceso de formación cristiana. Cada noche subía hasta
los altos de mi casa para orar, lo hacía con tal pasión como cuando gritaba un
gol en la polvorienta avenida aviación.
Aunque apenas comenzaba a experimentar el contacto con el espíritu de Dios,
llegué a sentir su presencia durante todas esas noches. Por las mañanas leía la
Biblia, escuchando la melodía suave de
canciones de alabanza cristiana. En cada párrafo encontraba siempre nuevos
conocimientos sobre la Fe y muestras del amor que Jehová demostraba hacia su
creación. Con el tiempo me decidí a asistir a una Iglesia Evangélica Cristiana
ubicada cerca de mi casa. Recuerdo que me recibieron muy efusivos, como si yo
representara el papel del hijo pródigo. Por ese tiempo parecía estar
encaminándome hacia el ocaso de la tristeza. Es cierto que con el transcurrir
de los meses los vaticinios de Marilyn fueron cumpliéndose, sin embargo la fatalidad no llegó a
consumarse; por el contrario las circunstancias me favorecieron y pude
concretar la apertura del gimnasio, el negocio que siempre añoré desde joven.
Incluso conseguí superar la enfermedad que las cartas pronosticaron como un
grave riesgo para mi vida. El médico que me atendió diagnosticó un problema
renal que limitaría todo esfuerzo deportivo. Según el galeno tenía literalmente
los riñones molidos. “Si quieres vivir mucho tiempo, debes evitar cualquier
actividad física”, fue su sentencia. Pasé
meses caminando como un sexagenario, sintiendo en la cintura el peso de dos pelotas
del tamaño de un puño que palpitaban al mínimo esfuerzo, produciendo un dolor
que obligaba a doblarme. Así no podía seguir, sentía que abandonar los deportes
iba a sumirme en una depresión lacerante. Oré mucho en los altos de la casa, pero
también tendido en la cama cuando me era
difícil caminar más de dos metros sin sentir ese dolor intenso. Antes de
empezar a orar por sanidad había decidido abandonar el tratamiento médico, no
por lo caro que pudiera resultar sino porque estaba decidido a confiar
plenamente en que Dios podía sanarme. Puede
parecer increíble, pero al cabo de unas semanas empecé a sentir alivio, mis
riñones comenzaron a funcionar con tanta normalidad que celebré mi mejoría con
un partido de fútbol. La oración tenía poder. Ese contacto personal con Dios podía
sanar, hacer milagros… Aunque los prodigios
del creador en mi vida eran evidentes, mi frágil humanidad volvió a
traicionarme y acabé sucumbiendo en las trampas que el maligno sembraba alrededor.
Sólo bastó que Yahaira decidiera terminar de un momento a otro la relación que
teníamos por entonces para buscar de nuevo a Marilyn. La llamé una noche con el
corazón desconsolado por la ruptura sentimental. Ella accedió a verme de nuevo,
a pesar de que últimamente le había hablado de mi acercamiento con Dios. Creo
que nos acostumbramos demasiado a pasear por los linderos del tiempo que no
medíamos el riesgo al practicar el ocultismo. Ni ella ni yo sabíamos lo que
podría pasar, desconocíamos que en cada jugada abríamos una puerta oscura que
crecía, se hacía tan grande como un inmenso hoyo negro que estuvo cerca de
consumirnos. Sé que fue un mala decisión no persistir en el estado de comunión
con Dios; reconozco que le fui infiel al creador, eso permitió que apareciera
de nuevo el caos, las presencias extrañas que hacían crujir las puertas y
ventanas, los ruidos a media noche que se oían en el gimnasio como si alguien
caminara por allí. Las hermanas Pérez aún vivían, así que no pongan la mira en
ellas. Todo volvía a repetirse, sólo que ahora mi obsesión hacia las cartas
españolas fue mayor. Llamaba constantemente a Marilyn; dos, tres, incluso cuatro veces a la semana.
Al principio nos veíamos en mi dormitorio, hasta que mi madre preguntó
sospechosamente qué tanto hacía con mi compañera de universidad encerrado por las noches. Ya no podía darle
más excusas a mamá, pues estaba en juego la reputación de Marilyn. Cualquiera
podría suponer que vivíamos un romance clandestino, pero lo que hacíamos allí
dentro tenía otras connotaciones. Para evitar falsas especulaciones terminé por
contarle a mi madre la presencia de las
cartas españolas en casa. No se sorprendió, creo porqué en su vida también recurrió
en reiteradas ocasiones ha chamanes para que le adivinaran el futuro. “Ten
cuidado, estos juegos pueden resultar peligrosos”, fue su única advertencia. Igual
no quise exponerme a que en el almuerzo familiar se hablara del tema. “No le cuente a nadie de esto por favor, solo
quiero averiguar algunas cosas sobre mi futuro y dejaré de jugar con las cartas”.
Pero no fue así. Quería saber más, quería saberlo todo, aún si eso significaba
enterarme de las tragedias que el destino preparaba en mi contra. Por decisión de Marilyn trasladamos la lectura
de las cartas españolas a la casa de su padre, en horarios en que este recorría
la ciudad como colectivero. El ritmo de
visitas fue el mismo que cuando nos veíamos en mi dormitorio. Me resistía a perder para siempre el amor de Yahaira,
más aún cuando las cartas mostraron que una de sus ex – parejas había recurrido
a un “amarre” con el fin de traerla a su lado. La desesperación fue
envolviéndome. La quería de vuelta, abrazarla una vez más, estaba enamorado y
por amor el ser humano ha justificado innumerables atrocidades. Aturdido por el desamor terminé adentrándome
en lo más profundo del ocultismo. Nunca imaginé que llegaría a tanto, tampoco
me di el tiempo de reflexionar que en ese momento rompía definitivamente mi
pacto con Dios. Si bien había sido testigo de la forma en que Diana, la madre
de Marilyn, realizaba sus rituales, no establecí ningún arreglo para que
realizara un “trabajo” para mí. Sin embargo con la bruja Bruna fue distinto.
Llegué hasta el rancho que ocupaba en la zona forestal de la ciudad con el
firme propósito de contrarrestar el hechizo que recaía sobre Yahaira. Si aquél
hombre podía tenerla consigo mediante la brujería, yo buscaría recuperarla a
través de ella. Marilyn intervino como
intermediaria en el trato con la hechicera Bruna. Cuánto ha tenido que ver ella
en todo esto. No la culpo, pues fui yo quien la buscaba, el que insistió tantas
veces para que hurgara en mi futuro. Casi sin darme cuenta fui parte de aquello
a lo que debía enfrentar. Terminé inmiscuido en el mismísimo atrio de la
brujería. Supongo que los drogadictos deben sentir la misma ansiedad que yo
experimentaba, ese deseo incontenible que me hacía verme con Marilyn aún en
noches lluviosas; a pesar de la distancia que debía recorrer, nada podía
impedir que las cartas españolas revelasen ante mis ojos las argucias del destino. Permanecimos en ese
vaivén por varios meses, aún mucho después de que decidiera abandonar las visitas nocturnas al rancho de la bruja Bruna.
Ya por ese tiempo extraños ruidos escabrosos se oían durante la madrugada en mi
casa. Eran persistentes, sonaban como el bramido de fieras salvajes. ¿Qué
carajos es eso? Uno de esos días me arriesgué a salir del dormitorio y
averiguar qué se movía allá afuera. Era Agosto, el viento danzaba al compás del
otoño azuzando las prendas de los cordeles, hasta las puertas y ventanas cedían
a su temperamento. Eso tendría que ser. Los vendavales suelen jugarte malas
pasadas en estas épocas. No le di crédito a la posibilidad de que alguna fuerza
espiritual maligna estuviera amenazándome hasta que recibí una llamada de
Marilyn cerca de las once de la noche, un horario en el que suelen llegar las
malas noticias. “Ha ocurrido algo espantoso, creo que debemos parar con esto…”.
Traté de persuadirla para que me contase
algo en ese momento, pero adujo que era mejor hablar del tema por la mañana,
pues de lo contrario iba a resultarme imposible dormir. “Ora amigo, hoy más que
nunca necesitamos la ayuda de Dios”. Hacía muchas noches que no hablaba con
Dios, no iba a ser sencillo recomenzar la relación con el creador; me parecía
que esta vez yo había llegado demasiado lejos. Honestamente no me sentía digno
de su perdón, ese fue el motivo por el que me rehusé a seguir el consejo de
Marilyn. Por la mañana ella apareció sin
la gracia habitual que solía desprender a su paso. Se le notaba distinta,
pálida, lo que hacía evidente su temor. Sin rodeos sacó del bolso la franela
roja donde protegía sus cartas españolas y me la mostró. Justo en el centro de
la tela, se apreciaba una rasgadura que podría compararse con la marca de una garra
felina. “Así amaneció ayer la franela. Esto no es normal, algo malo está
pasando. Creo que hemos abusado de este juego y ahora empieza a revelarse en
nuestra contra”. La quedé mirando, mientras que en mi mente se oían toda la sarta de gruñidos que habían acometido
las últimas madrugadas. ¿Podría existir, entonces, alguna relación entre esa marca
grotesca y los ruidos que me
atormentaban?
-
¿Quién hizo esto?, pregunté intrigado.
-
No lo sé. Pero ya no quiero seguir usando estas
cartas. Temo por mi vida Marco… Mi madre cree que el alma está fatigada,
molesta y que esto es solo una señal para dejarla en paz.
Miré a Marilyn compadecido. Estaba realmente asustada. Era
la primera vez que la veía así, tan vulnerable como una niña en su primer
contacto con la oscuridad. Tomé la baraja con decisión y la envolví en la
franela. Una grieta de la rasgadura quedó visible. “Deja que me encargue de
esto. Ha sido mi culpa, lo que está ocurriendo es por mi obsesión, nunca debí
alejarme de Dios; me arrepiento de haber perdido la Fe. Tienes razón, debemos
parar con esto, así que esta misma noche le daré solución al problema”.
-
¿Qué piensas hacer con ellas?
-
¡Las quemaré¡
El paquete con el muñeco decapitado dentro había aparecido
justo al frente donde calciné las viejas cartas españolas de Marilyn. La noche
que les prendí fuego pensé dar por terminado mi vínculo con el ocultismo. Creí
que nunca más iba a verme en la necesidad de recurrir a brujos o espiritistas
en busca de ayuda. Con las cartas calcinadas no sólo alcanzaba mi libertad
espiritual sino que sacaba del hoyo a Marilyn. Ambos tendríamos que haber
empezado una nueva vida, alejados de espíritus arrieros del tiempo; sin embargo
sólo un año después tropezamos de nuevo. El ánima tomó posesión de unas nuevas cartas
españolas que yo adquirí. El juego volvió a iniciarse, prolongando una
temporada de oscuridad, desequilibrio emocional y pánico psicótico que me
acercó peligrosamente al suicidio. Estuve prisionero, encadenado sin encontrar
el modo de librarme. Fue entonces que Dios actúo. Podría llenar cientos de
páginas hablando de la intervención del creador en mi vida, pero ese no ha sido
el propósito al escribir esta historia; lo que sí puedo decir es que si no
hubiese sido por El yo no estaría aquí ahora. Admito que me encantaría saber si
hay algún propósito divino detrás de la aparición de este trabajo de brujería. ¿Podría
haberlo no? Me evitaría de tantos pesares si lo supiera.
La madrugada del domingo quince de Diciembre, a poco más de
veinticuatro horas de haber hallado aquél paquete terrorífico, me resultaba
imposible conciliar el sueño. Atormentado por la sonrisa desquiciada de la
cabeza de muñeco decapitada, que se repetía en mi mente apenas cerraba los
ojos, subí hasta el gimnasio decidido a hacerle frente a cualquier espíritu
maligno. Caminé hasta la parte posterior y quedé justo en el lugar donde hallé
la caja con el muñeco decapitado. Sin una Fe sólida en Dios, basé mi
atrevimiento en los ímpetus fieros que me arrebatan la calma cada vez que
perdía el control de la situación. En ese momento estaba furioso. Si hay algo
que consigue sacarme de mis casillas es la interrupción abrupta del sueño. Ni siquiera al demonio más temido podía
permitirle eso, así que avalentonado lancé una sarta de improperios e insultos
contra las sombras que se formaban en las paredes producto del reflejo de los
cristales. “No me importa quién carajos seas pero no cumplirás tu cometido”. Ya
había hecho algo parecido tiempo atrás luego de quemar las cartas españolas de
Marilyn. Una vez que la baraja quedó convertida en cenizas maldije al espíritu
que mostraba el pasado y futuro a través de ellas; quizás ese haya sido el
motivo por el cual luego de aquella noche empezó a sentirse la presencia de un
aire malévolo que transitaba justo en la parte trasera del gimnasio haciendo
espantar a quienes entrenaban hasta muy tarde. El volumen del equipo de sonido
subía y bajaba sin que nadie lo manipulase, las mancuernas rodaban arrastradas
por alguien o algo que merodeaba por allí. ¿Qué podía pasar ahora luego de la
aparición de la caja con el trabajo de brujería? En ese momento me preocupaba más
poder dormir tranquilo. Luego de despotricar por varios minutos retorné al
dormitorio, prendí la tele y programé la televisión para que se apagase en
treinta minutos. Antes del cuarto de hora ya me había dormido.
Vamos !!! Sigue escribiendo que me tienes con ansias de querer saber más xD!!! Éxitos.
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