sábado, 31 de mayo de 2014

EL OCASO DE LA TRISTEZA (Quinto Capítulo)

V
El miedo es una emoción que se fabrica en algún rincón de la mente y va expandiendo sus tentáculos en todo nuestro organismo, provocando una descarga de ansiedad que explota en el corazón. Su máxima expresión es el terror. Existe un miedo real, el cual podemos medir según la intensidad de la amenaza. Supongamos que camino a casa nos topamos con una jauría de perros hambrientos, el temor a ser atacados nos hará cambiar de dirección; si no experimentáramos esa sensación lo más probable es que  acabaríamos en un enfrentamiento con los animales;  pero existe otra forma de miedo, que Sigmund Freud definió como miedo neurótico,  cuando la intensidad del ataque de miedo no tiene ninguna relación con el peligro; es decir aquél temor que nos produce la oscuridad, nuestras pesadillas, la soledad o una aparición misteriosa como aquél paquete con el muñeco decapitado dentro.


Durante gran parte de mi vida sentí que era víctima de una persecución numerológica. Una serie de hechos fatídicos se repitieron, por más de una década, el mismo día. Todo empezó con la muerte de Juanchi el 24 de Marzo de 1990; aquella experiencia dolorosa se convirtió  en el inicio de una cadena de muertes que amenazaba terminar con toda la descendencia familiar. Cinco años más tarde mi abuelo Daniel, luego de cuatro meses de angustiosa agonía, partió de este mundo, pidiendo en el último minuto de su existencia, perdón a Dios por todos sus pecados. Sólo hasta el día en que lo enterraron, después que el sepultador escribió en la tapa de su nicho la fecha de su deceso, pude darme cuenta que mi abuelo había fallecido el 24 de marzo de 1995.  Tuvieron que pasar seis años para que ese número volviera a repetirse como una señal de muerte; esta vez la tierna abuela Fausta no pudo resistir una bronquitis adquirida en los gélidos días de invierno y partió de este mundo el 24 de Junio del 2000. Para entonces ya era consciente de esa extraña coincidencia en la fecha de las muertes. Cada vez que visitaba el cementerio para colocar flores a mis parientes y veía aquél número en las tapas de sus nichos, me preguntaba quién seguiría en esa cadena. Podía ser cualquiera, incluso yo. Como un modo de precaución trataba de esquivar el 24 en todas las circunstancias en que podía toparme con él. Evitaba viajar los días veinticuatro, acudir a reuniones festivas o tan siquiera salir a caminar por la ciudad; lo único que hacía cuando llegaba esa fecha era encerrarme en mi habitación y leer hasta el hartazgo o quedarme prendido de la televisión mirando programas deportivos. Mi temor hacia aquél número superó la barrera del tiempo y empecé a verlo como una amenaza totalitaria para mi vida. Una vez fui a la agencia de viajes para comprar un boleto hacia la ciudad de Trujillo; la mujer de la ventanilla me atendió cortésmente: “Sólo me queda el ASIENTO N° 24”, me dijo con una sonrisa. Un temblor rotundo me invadió, y aunque tenía prisa por viajar,  le pedí un pasaje para el ómnibus siguiente en otro número de asiento. Infundado o no mi pánico, sentía que aquél 24 traía siempre un mensaje tenebroso para mí.  Quizás Freud nunca se había topado con una circunstancia tan extraña como esta en su vida, que le hubiera hecho revertir sus teorías sobre el miedo, pero a mí las apariciones extrañas de objetos y animales raros en mi casa, las señales numerológicas ligadas con la muerte, el deceso de Juanchi sin una argumentación médica razonable y las prolongadas rachas de mala suerte terminaron convenciéndome que existe algo más moviéndose a nuestro alrededor, fuerzas del bien y del mal en una pugna por imponerse en el mundo, ángeles y demonios enfrentados en una batalla milenaria que se lleva a cabo en una dimensión paralela a la nuestra. El objetivo es siempre el alma del hombre; por un lado el demonio busca corroer al ser humano, hurtar su tranquilidad colocándolo en un saco de angustia, exponerlo a infinidad de premuras e incluso enfermedades físicas o mentales para terminar de arrastrarlo hacia la muerte. En la orilla de enfrente, con los brazos abiertos, se encuentra Dios, aguardando a que la humanidad acuda en busca de su amor, que resulta siendo siempre una decisión salvadora. Aunque muchos investigadores han dedicado sus años de vida a desacreditar y negar con innumerables pruebas la existencias de fuerzas que sobrepasan el entendimiento lógico y la percepción de nuestros sentidos, Dios y el demonio son los únicos que pueden seguir obrando, claro cada uno con intenciones antagónicas en el mundo, puesto que varios de estos hombres de ciencia están enterrados varios metros bajo tierra y los que aún no, en algunos años correrán la misma suerte. Nuestra existencia es tristemente efímera. ¿Acaso alguien puede negar eso?
Hubo una etapa en la que me uní a ese grupo de ateos cuya vida transcurre tratando de dejar mal parado  a Dios, convirtiéndolo en responsable de las desgracias del planeta, de los holocaustos, masacres y atrocidades cometidas en su nombre, en algunos casos por el catolicismo y en otros por grupos sectarios.  Fue en los primeros años de mi etapa universitaria, donde media docena de libros escritos por Engels, Marx y Lenin transformaron mi endeble conciencia cristiana convirtiéndome en el más antirreligioso de la clase. El curso de Introducción a la filosofía, que dictaba el Licenciado Morales, un ateo confeso y sacramentado, despertó mi curiosidad por el materialismo, la dialéctica, el existencialismo y el socialismo. Fue sencillo acceder a una buena colección de autores de estas  corrientes filosóficas que niegan a Dios, pues mi padre guardaba en la pequeña biblioteca de casa varios de estos libros, cuya tenencia en la década del noventa, durante los años de lucha contra la subversión en el Perú, podría haberte costado una temporada en prisión, por ser considerados material de lectura de los senderistas.

Negar a Dios significaba negar también la cara opuesta de la moneda: A Satanás. Esto último resultaba menos sencillo. El retrato de Juanchi en mi habitación con el cuerpo flaco y ojeroso, me recordaba siempre que un aire maligno había terminado con su vida. Si en algún momento tuve dudas de ello, el tiempo se encargaría de poner frente a mis narices  la verdad, cuando a través de un juego de cartas españolas guiadas por el alma de un hombre muerto en un accidente, me fueron revelados detalles inéditos de mi pasado y pude conocer también las desventuras de mi futuro.  
Una noche, durante el break de la clase de Periodismo, sorprendí a Marilyn en el fondo del aula acomodando algunos objetos en su bolso. El resto de compañeros se encontraba fuera, así que  me acerqué a ella muy quedito para asustarla. Cuando la toqué por la espalda dio un alarido de espanto y soltó su cartera, rodando por el piso todo lo que había dentro. “Lo siento amiga, no pensé que te espantarías, déjame ayudarte a recoger tus cosas”. Mi compañera guardaba todo un set de maquillaje en el bolso. Pero había algo más. “No toques eso”, me pidió enojada. Se trataba de una franela roja que envolvía algún objeto que ella buscaba ocultar. Desde aquella vez me convertí en un inquisidor que trataba de conocer a toda costa el contenido dentro de la tela. Insistí tanto que Marilyn terminó por confesarme el más guardado de sus secretos. “Estas son mis cartas españolas, a través de ellas puedo leer el pasado y el futuro de las personas. ¿Contento?”. La chica blanquiñosa de cachetes redondos y ojos pequeños debía estar jugándome una broma. Sólo las brujas tenían la capacidad, gracias a algún pacto con el demonio, de adentrarse en los linderos del tiempo. Al menos es lo que yo conocía a través de los relatos de mi abuela Felipa.  Mi compañera debía ser una farsante como muchos de los personajes que aparecen en la televisión o alguien que sólo jugaba con esa baraja que traía figuras de reyes, reinas, espadas  y soles.

- ¿Estás bromeando verdad? No puedo tener como compañera a una bruja.
- No soy bruja tonto. Sólo leo las cartas. 
- ¿Y  eres certera? ¿Le atinas en tus predicciones? – Marilyn debió notar el tono sarcástico en el que le hablé y guardó silencio por un instante – No te enojes. Sólo quiero saber algo más de lo que haces.
- Tú no crees en Dios así que tampoco debes darle Fe a estas cosas.
- Quizás tú puedas ayudar a que crea de nuevo.
Una semana después Marilyn llegó a mi casa cerca de las nueve de la noche. Vestía ropa ceñida, maquillaje mesurado y tacones. Un estilo casual que la distinguía del resto de compañeras de clase.  Nadie podía imaginar que detrás de esa figura sensual se escondía una vidente. Subimos a mi habitación y apreté el seguro de la puerta. “Debes ofrendar algo antes de empezar”, fue lo primero que dijo luego de colocar la franela roja sobre la cama.
- ¿Te refieres a dinero?
- Así es. – respondió con seguridad -  Como eres mi amigo no te cobraré lo que usualmente me pagan por leer las cartas. Coloca sólo la cantidad que puedas.   

Saqué una moneda de cinco soles del bolsillo y se la di. “Está bien, con esto bastará, aunque ante los ojos del almita quedarás como un tacaño”. ¿Almita? ¿Se refería a un espíritu de verdad, como el alma de Juanchi que en mi niñez me susurraba cosas al oído? Marilyn acercó la franela hacia sus labios y empezó a pronunciar una suerte de conjuro mientras hacía girar la tela a cinco centímetro de su boca. La vi cerrar los ojos y penetrar por un instante en otra dimensión. Quise preguntar lo qué hacía pero aguardé a que terminara, pues no quería interrumpir su ensimismamiento.   ¿Y ahora qué sigue? – le pregunté cuando se detuvo -. ¿Apago las luces para hacer esto más tenebroso?, bromeé. “Esto es serio, si quieres que todo salga bien debes estar atento y no burlarte”. Ya no era la misma chica sensual que se paseaba coquetamente en los pasillos de la universidad la que tenía al frente; ahora me encontraba con una pitonisa que asumía su rol con severidad. Marilyn volvió a poner la franela sobre la cama y la abrió dejándola con cuatro brazos extendidos, quedando al descubierto el juego de cartas españolas que a partir de ese día se convirtieron por más de cinco años en reveladoras de mi pasado y anunciadoras de mi futuro. Tomó la baraja con las manos y la acercó a mi boca. “Sopla”, me dijo haciendo girar las cartas. Di cuatro soplidos. Desde ese momento seguí sus instrucciones sin reparos.  Colocó de nuevo la baraja en la cama y continuó con el ritual. “Ahora parte en tres, hazlo con calma, muy concentrado”. La conocía desde el inicio de la universidad, pero en ese instante me resultaba irreconocible.  “¿Quieres preguntar algo en particular? Sobre el amor, dinero, tu futuro”. “Quiero que veas mi pasado”, le dije. Supuse que si le preguntaba por el futuro, no habría forma de comprobar si todo lo que iba a decirme era cierto; en cambio si mi compañera atinaba a ver al menos un tramo de mi vida pasada podría saber que no se trataba de una charlatana.  Marilyn  tomó el grupo de cartas  de la derecha y las esparció de forma horizontal, conformando tres líneas. Miró por varios segundos hacia las figuras y luego hizo un gesto de preocupación. “Tuviste una infancia muy dolorosa por la pérdida de un ser querido, alguien muy ligado a ti… Uf, veo enredos, penas, daño. Vaya vida la que has llevado amigo”. De pronto sentí una punzada en el corazón. No quise intervenir y  dejé que siga con la jugada. Mientras esparcía los dos siguientes grupos de cartas, Marilyn continuó viendo en ellas mi pasado triste. Narraba los hechos de mi vida con la convicción de quien mira un álbum de fotografías y describe foto a foto los elementos de cada imagen. La escuchaba con atención, observando el movimiento de sus manos, que llevaban  de un lado a otro las cartas colocadas sobre la cama. Las filas se convirtieron, luego, en una cruz. “¿Por qué las cambiaste de posición?, me animé a preguntar vencido por la curiosidad. “Es otra forma de mirar tu pasado”. Durante una hora Marilyn desentrañó, a través de sus cartas españolas guiadas por ese espíritu anónimo al que había invocado,  mis vivencias infantiles, la tristeza arraigada en mamá a causa de la muerte de Juanchi,  vio también un manto negro de malos deseos esparcido por años alrededor de nuestro hogar. “Hay mucha envidia contra ustedes, gente que quiere hacerles daño tirándole cochinadas a su casa”. Entendía  perfectamente que se refería a los extraños hallazgos de un animal raro en el balcón, flores bañadas con fragancias esotéricas para generar rencillas en la intimidad familiar, piscas de sal y tierra de cementerio regadas en la frontera de nuestra vivienda con la finalidad de propiciar un daño mayor (muerte). “Tu mamá sufre demasiado; carga sola con los problemas que ocurren en tu casa… Llora mucho refugiada en su soledad”. Eso era cierto. Yo mismo descubrí una mañana a mi madre en la intimidad de su pena, aferrada a una fotografía de Juanchi; a pesar de los años transcurridos  desde la muerte de mi hermano, ella seguía sintiendo el peso de su partida. Todo lo que Marilyn había visto ese día tenía el sello rotulado de verdad. Realmente había hecho un viaje a mi pasado. ¿Entonces podría también mirar mi futuro con la misma certeza? Saber lo que va a ocurrir más adelante me ayudaría a tomar mejores decisiones, evitar los riesgos, anticiparme al destino, cambiarlo si no me favorecía. Podría utilizar las cartas españolas como un arma para defenderme de la maldad… Marilyn notó que estaba en silencio. Dejó que permaneciera así hasta que terminó de recoger su baraja y la envolvió con la franela roja. “! Amigo despierta!” Su llamado me trajo de vuelta a la habitación.
– No te sientas mal por todo lo que te he dicho, confía en Dios, Él siempre está llamándote. Eso es algo que también vi, y guardé hasta el final para decírtelo…
Tendría que haberle creído, pero en mi corazón colgaba un letrero que decía: CERRADO para Dios. Fue demasiado presuntuoso de mi parte pretender cambiar el destino con mis propias manos, pero en ese momento estaba fascinado con la posibilidad de poder viajar a través del tiempo y voltearle la cara a las circunstancias adversas. Si Dios estaba llamándome, tendría que aguardar un tiempo más por mi respuesta.     
- Me haz convencido. No sé cómo pero acertaste en tus visiones, absolutamente todo lo que me has dicho es cierto. Mi hermano falleció a causa de un trabajo de brujería – Marilyn escuchaba con atención, podía notar que me miraba con un aire sereno, satisfecha por su labor -   Y toda esa maraña de cochinadas que has descrito, las hemos soportado en casa muchos años… Es tarde ahora, pero me gustaría que vinieras otro día para ver qué hay en el futuro para mí…
- Puedes contar con eso amigo, sólo tienes que llamarme – Mi compañera recogió su bolso y abandonamos el lugar -  No olvides acercarte a Dios. Ten Fe en El, es el único que puede ayudarte a cambiar tu destino, me fue hablando mientras avanzábamos por la calle rumbo al paradero de autos.
- Lo haría, pero debe estar ocupado en asuntos más importantes; algunas noches he tratado de hablarle y me he topado con un silencio abismal… ¿Por qué ha pasado todo esto? No lo entiendo. Mi hermano era un alma inocente, lo amaba mucho… 

No dejé pasar mucho tiempo para volver a convocar a Marilyn. El mismo lugar, la misma hora, la franela roja otra vez sobre la cama abriéndose en brazos como un pulpo. Las viejas cartas españolas esparcidas, guiadas por un ánima que empezaba a familiarizarse con mi vida, hurgaba en ella y extraía, esa noche, los acontecimientos para mi futuro. Los vaticinios eran poco alentadores, se avizoraban meses de penurias económicas en la familia, distanciamiento de mi padre, males del cuerpo y del alma que me impedían avanzar en mis propósitos, temporadas de soledad, y otra vez, sí otra vez, los trabajos de brujería acechando la frontera de nuestro hogar.
- ¿Estás segura que ese es el futuro que me espera? - interrumpí la lectura de los vaticinios - Porque si es así, debo ser el tipo con la peor suerte del mundo.
- Quita esa idea de tu cabeza; lo que muestran las cartas llega a cumplirse casi en su totalidad, a veces pasan semanas, meses o años, pero en algún momento se cumplen; sin embargo otras ocasiones por alguna razón, el destino de la persona cambia, ya sea porque acudieron a un brujo para que los ayude o porque buscaron a Dios. Ese es uno de los misterios de la vida que nadie alcanza a entender.
- ¿Cómo es que sabes tanto? Esto no lo enseñan en los libros, ¿De dónde lo aprendiste?, pregunté inquieto.
Marilyn dejó de mover las cartas y guardó silencio.
- ¿Eres de los que saben guardar secretos?
- Por supuesto. Soy una bóveda infranqueable. Allá afuera todos piensan que a esta hora estamos realizando algún trabajo de la universidad. Te imaginas lo que dirían si les cuento que tengo una amiga capaz de pactar con un espíritu para poder conocer el futuro de la gente.

El rostro de Marilyn endureció. Creí que se había fastidiado ante mi acoso por saber a fondo su vínculo con la cartomancia. Parecía entrar otra vez en trance; durante un corto tiempo se alejó de mi presencia y fue a parar hasta algún lugar donde se hallaban sus recuerdos más íntimos, aquellos que debían ser prohibidos para la gente de su alrededor, secretos que tendría que salvaguardar pero que por alguna razón estaba a punto de revelarme. La vi suspirar con fuerza, como quien asume en ese momento un compromiso, al cual resulta imposible renunciar. “Terminemos con la lectura primero, no es bueno dejar el juego a la mitad”. Luego de una avalancha de sucesos poco agradables para mi vida, las cartas volvieron a escudarse en la franela roja. Un nuevo secreto de la simpática Marilyn estaba a punto de saltar la palestra del anonimato. “Mi madre practica las artes del ocultismo; sí, ella es lo que piensas: una bruja. Aunque suene espeluznante, no todos los que hacen uso de la brujería son maleros o gente a la que deba temerse, así que no te imagines a mi madre como una de esas mujeres que aparecen en las películas con cara de diablas”.  Enmudecí. Frente a mí tenía todo aquello que había estado atrayendo inconscientemente durante años. Desde la muerte de Juanchi me interesé en averiguar los misterios de la hechicería, quería saber sobre el trabajo de los brujos y el alcance e influencia de las artes maléficas. Buscaba información en los diarios, donde aparecían anuncios de brujos que ofrecían todo tipo de trabajos, desde artificios para sanar enfermedades incurables, baños de florecimiento que aseguraban el éxito y atraían la fortuna, hasta amarres que recuperaban al ser querido y lo ponían de rodillas a tus pies para toda la vida. Los hechiceros más oscuros, quienes se anunciaban bajo el rótulo de BRUJO PACTADO,  garantizaban acabar en 24 horas con el enemigo más incómodo. ¿Podía ser posible que cumplieran todo lo que ofrecían? Hasta dónde llegaba el poder de estos personajes entrelazados con el mismísimo diablo. Mientras más conociera al enemigo que merodeaba mi hogar, sería más fácil enfrentarlo, era mi lógica juvenil y entusiasta, que me había llevado una noche a subir hasta los altos de la casa, donde ahora funciona el gimnasio para lanzar una cargada lista de improperios en contra de la maldad. Fue un impulso repentino, debía tener dieciséis o diecisiete años y admito que  aún traía el corazón cargado de resentimiento por la muerte de mi hermano. En ese tiempo la voz que me susurraba al oído se había silenciado, por lo que recién empecé a sentir el peso de la ausencia de Juanchi. Sentía una desazón hacia Dios, descontento que atribuía a su nula intervención para evitar que el mal se ensañara con mi hogar. No podía negarlo, aceptaba su existencia, pero al mismo tiempo reclamaba y hasta exigía su presencia resolutoria en mi vida.  Sólo que no sabía cómo hacerlo, puesto que esos años ignoraba la manera de llegar a establecer una comunicación con Dios. El modo que encontré para hacerle saber mi disconformidad fue a través de la poesía. Eran los primeros poemas que me animaba a escribir, aprovechando la intimidad que ofrecía las últimas horas del día, cuando todos en casa replegaban sus vidas en el sueño. Muchos de los versos eran desesperanzados, agónicos, tristes. Este poema refleja gran parte de mi desconsuelo por aquél tiempo: ¿Dónde están tus gracias?/ me digo/ observando cómo cae el madero/ que yacía fuerte y hermoso/ hace nomás un par de años atrás/ ¿Dónde están tus gracias?/ me repito/ incansable interrogante/ que revolotea en mi cabeza/ y destrozas las esperanzas/ de mi ser.  Recuerdo que escribí ese poema en la época más crítica de la familia. Papá solía llegar del trabajo con el demonio revoloteándole en la cabeza y descargaba su mal humor contra mamá, quien soportaba estoicamente los gritos y hasta manotazos que su esposo le propinaba. Sin embargo una mañana, cuando desperté y bajé a la cocina para tomar el desayuno antes de ir a la escuela, encontré a mi padre realizando los quehaceres matutinos. ¿Y mamá?, pregunté con incertidumbre. “Se fue”. Esa escueta frase me sonó como un disparo en la cien. No atiné a responderle, pero a pesar de mi corta edad entendía que la respuesta de mi padre reflejaba el final de un matrimonio de dieciocho años. Luego de una semana, en la que la intervención de mi abuela materna Felipa Flores permitió una tregua a los ánimos caldeados, mamá volvió a casa. Las cosas no fueron diferentes, el clima era tenso, cargado de una pesadez que hacía de la convivencia familiar una tortura. A la hora del almuerzo, nos sentábamos a comer sin pronunciar una sola palabra. Existía una cura de silencio que nadie había pactado, pero que todos asumían como necesaria para salvaguardar la calma. “No podemos seguir así”, oí refunfuñar a mi padre una noche desde su habitación. Mamá había ingresado para sacar unas frazadas. Desde su retorno decidió abandonar el lecho matrimonial y fue a dormir junto a mi hermana Angela. Me acerqué a la puerta para escucharlos, pero no conseguí enterarme de lo que hablaban, pues durante gran parte de la plática, el tono de sus voces disminuía, como si estuvieran protegiendo un secreto que debía quedar atrapado en aquellas cuatro paredes. Unos días después, cerca de la media noche, la pitonisa que atribuyó el deceso de Juanchi a un mal aire dejado en nuestro frontis, se abrió paso por la puerta portando un bolsón de plástico y una vaina de cuero que la cruzaba la espalda. No la veía desde aquella noche en que su revelación acerca de la muerte de mi hermano golpeó mi alma. Los años parecían haberse quedado estancados en su rostro.  Antes de empezar a recorrer cada uno de los niveles del inmueble, la mujer charló algunos minutos con mis padres, se alivianó las prendas y pidió que “los niños fueran a dormir”. Papá se encargó de cumplir el pedido. “Ya no soy niño, quiero mirar lo que vino a hacer esta señora”, le reclamé.  “No eres tan fuerte como para soportar estas cosas hijo, duerme que mañana te contamos todo”. Desde el interior de mi habitación sentía el olor a incienso filtrándose por las ranuras de la puerta, escuchaba a ratos los rezos y espasmos de la pitonisa, la imaginaba batiéndose, sable en mano, contra  los malos espíritus que andaban merodeando por allí, pues para eso debían haberla traído. Aunque quise mantenerme despierto hasta la culminación del ritual, el sueño me venció una hora después de haber empezado. En la mañana, la casa  había quedado impregnada con un aroma intenso a loción de flores. “A partir de ahora volverá la calma a la familia”, nos habló mamá mientras desayunábamos. Es misma tarde  cuando la abordé para preguntarle el motivo por el que había venido a casa la adivinadora, me contó que hace unos meses atrás venía encontrando residuos de sal en la puerta y que las discusiones con papá y el clima áspero no era algo normal. “Pero mamá, en serio crees que todas estas cosas son ciertas”, le pregunté contrariado. Mi madre apretó mi mano. “Marquito, el daño puede ser real, pero algunas veces puede ser también sugestión de la mente, es decir pura mentira, sin embargo en ambos casos está actuando el demonio con sus engaños y predisponiendo las cosas para que vayan mal, así que siempre es bueno un poco de ayuda para protegernos”.

Los meses siguientes viví atrapado en una nube de incertidumbre. Invadido por preguntas que estaban siempre martillándome la conciencia ¿Cuándo volvería a manifestarse de nuevo la maldad en mi hogar? Me sentía vulnerable, incapaz de enfrentar a un enemigo del que conocía muy poco. De haber tenido el atrevimiento de hacerle frente a cualquier mal espíritu en ese momento, lo más probable es que no estaría contando esta historia, pues con qué armas iba atacarlo, si vivía alejado de Dios. Ese distanciamiento hacía brotar otra de las preguntas que me sacudía el alma  ¿Acaso Dios permitía todo sentando cómodamente sentado como un rey todopoderoso en su trono? Fue entonces cuando me nació en el corazón  mi duda y rencor hacia las bondades del creador. Nunca tuve la Fe como bandera, ni siquiera entendía el significado de aquél monosílabo que oía pronunciar a mi madre en sus oraciones  y que incluso Marilyn mencionaba con frecuencia. Al ingresar a la universidad, la desconfianza en Dios se transformó en un ateísmo alimentado por las lecturas de Engels, Marx y Lenin, convirtiéndome en un antirreligioso confeso que, aunque desligado de la vida espiritual, seguía buscando respuestas a la presencia de la maldad en mi hogar. Cuando apareció el internet,  empecé a navegar en busca de información sobre hechicería, maleficios, el tarot  y todo lo que tuviera vínculo con el ocultismo. Encontré decenas de páginas donde se explicaban los procedimientos y efectos de la brujería, su vinculación con el príncipe de las tinieblas, quien según los textos, encabezaba una legión de agentes del mal que recorrían el mundo sembrando su semilla. También abrí portales que hablaban sobre cartomancia, así como acerca de las coincidencias numerológicas, toda una maraña de hechos, en su mayoría fatídicos, repetidos una misma fecha; en ese momento fui consciente que aquél 24 tenía un significado oscuro en mi vida y el miedo que experimentaba cada vez que aparecía en el calendario era real. Las webs religiosas, basadas en las escrituras de la Biblia, alertaban de la ruptura del vínculo con Dios para todo aquél que llevaba a cabo algunas de estas prácticas, ya que adentrarse en el territorio tenebroso de la brujería era considerado un pecado grave. Ninguna advertencia pudo frenar mi cometido y continúe en la búsqueda, como un sabueso, de cualquier dato que me acercase al conocimiento de la hechicería.     
Estaba frente a Marilyn, pero mi mente había hecho un viaje astral hacia el pasado. “Ey amigo, te espantaste”. La suave voz me hizo reaccionar. “¿Puedo visitar a tu madre?”, fue lo primero que atiné a decir. Después de años de indagaciones y espera el destino me ponía al frente la posibilidad de conocer de cerca a una persona vinculada directamente con el ocultismo; aquella mujer debía conducirme definitivamente por los linderos de la hechicería para saber cómo actuaban los maleficios y, desde luego, aprender a contrarrestarlos. “Mi madre es reservada con sus cosas, sólo atiende a un grupo selecto de personas, la mayoría recomendadas por amigos cercanos, tendría que preguntarle primero si acepta. No quiero que todos en la universidad se enteren que tengo como mamá a una bruja, eso podría espantarlos”.   Sólo tuve que esperar un par de días por la respuesta. “Podemos visitar a mi madre esta noche”. Era viernes, un día en que las brujas y hechiceras suelen llevar a cabo sus rituales  y encantamientos. Una noche brumosa, inquietante, de esas en las que a todas luces deberías quedarte en casa antes que salir a caminar por las turbulentas avenidas y jirones de la ciudad, apareció sobre mí antes de ir al encuentro con la madre de Marilyn. El inmueble se hallaba en la quinta calle del jirón Derteano, a dos cuadras de la Avenida Gálvez. Tenía la dirección escrita  en un trozo de papel y las características del inmueble anotadas en mi memoria. La casa resultó ser más desoladora de lo que me la habían descrito. Era un cajón de dos pisos, sin detalles que lo distinguieran, con la pintura de la fachada descascarada y una inscripción grotesca de la barra brava del club Universitario de Deportes que se leía: Trinchera Norte Y Dale U. Toqué la puerta más pequeña, que debía conducir al segundo piso como me lo habían señalado. Un hombre apareció  por la ventana del segundo nivel y me hizo una seña de espera. Al rato bajó y abrió la puerta. “Pasa”, me dijo. Arriba se encontraba Marilyn junto a su madre cenando sopa de verduras y panes, mientras miraban la televisión. “Deseas un poco de sopita”, me ofreció la mujer amablemente luego de saludarla. “No señora, muchas gracias, pero ya cené en casa”. Traía unas gafas gruesas y el cabello amarrado en una cola. Su nariz era ancha, como un chupón de bebé. La miré por varios segundos y extraje de ella sus detalles más notorios. Parecía cargar con una tristeza en el alma, una pena humana, que al parecer su condición de hechicera no la había ayudado a desterrar. “Las brujas también han de tener problemas como cualquier otro mortal”, pensé. Luego de cenar, esperamos por varios minutos hasta que terminó el noticiero de las diez. Esa fue la señal para que la mujer se levantara de la silla y fuese hasta una habitación donde dejó la chompa de lana que la abrigaba y retornó acomodándose una pañoleta en la cabeza. “Es hora de empezar” dijo con un tono serio y caminó por el pasillo rumbo a la parte trasera del inmueble. “Ven, no te quedes allí, acaso no quieres saber cómo trabaja una bruja”. Sus palabras me hicieron sentir en confianza. “De seguro que Marilyn le habló sobre ti, así que Marco camina, avanza, no temas, tienes delante todo lo que haz buscado por años”. La mujer entró en una pequeña habitación a tientas. “Marlon alcánzame unos fósforos que no encuentro los que dejé aquí”. Se le escuchaba tan humana como aquellas mujeres con las que uno se topa en el mercado y reclaman una rebaja en el precio de los víveres. “No te vayas a espantar con lo que vas a ver jovencito”, me advirtió  antes de encender un par de velas. El pequeño ambiente tenía un improvisado estante de un metro de altura compuesto por dos niveles, donde estaban parados varios santos de yeso, entre los que pude reconocer una imagen de San Martín de Porras y otra de una Virgen, distinguí también algunos portarretratos con fotos antiquísimas de hombres y mujeres que debían estar muertos; seguí mirando y clavé la vista en el primer nivel, allí se encontraba aquello de lo que no debía espantarme: Un cráneo adulto y otro infantil. La hechicera notó que llevaba buen rato concentrado en ese par de restos óseos. “Ellos son mis guardianes. En este negocio hay que estar bien resguardados, de lo contrario  tus enemigos terminan por tumbarte”.  Seguí observando los detalles de la habitación, olía a sahumerio; había una pequeña mesa pegada al rincón izquierdo; sobre ella estaba parado un crucifijo de madera, seguro que para contar con la presencia de Dios en el lugar. La mujer se apuró en extender un mantel blanco con sumo cuidado.  Todo parecía estar en perfecta armonía, aquella ambientación con aires tenebrosos debía ser necesaria para invocar a espíritus, ángeles y quizás hasta demonios. “Toma ese pequeño banco y siéntate frente a mí. Mary me ha contado que eres un buen muchacho y que estás muy interesado en conocer sobre brujería y hechizos para escribir una historia;  así que esta noche tendrás el privilegio de ver en primera fila cómo trabaja una bruja. Sólo espero que cuando escribas tu libro me pongas en él”. Agradecí el gesto con un: “Muchas gracias señora”. Me senté y permanecí en silencio, mientras observaba detenidamente cada uno de los movimientos de la mujer. “Marilyn debió haberse inventado que yo escribiría un libro sobre hechicería para convencer a su madre de permitirme presenciar el ritual”. Aquello sería solo un pasaje anecdótico de mi presencia allí esa noche. “Deja de llamarme señora, mi nombre es Diana, tenme confianza muchacho. Mary me ha contado que eres bien conversador”. Sentí que estaba al descubierto. La hechicera continuó preparando los elementos para el inicio del ritual; lo hacía con sumo cuidado, siguiendo un protocolo que iba memorizando, para que, si en algún momento me animaba a contar una historia sobre brujería y encantamientos, pudiera describir aquél proceso con suma exactitud. Ya en son de amigos empecé a preguntar el porqué de cada uno de los objetos que iba colocando sobre la mesa. Diana, como había querido que la llamase, me explicaba sobre los poderes adivinatorios de la hoja de coca, cuya presencia era indispensable en todo ritual de hechicería. “Esta será una noche de endulzamiento para el amor. Rara vez hago uso de la magia negra, sólo cuando la otra persona se lo merece. Yo creo en Dios y no me parece correcto dañar a un inocente”. Hasta las brujas pueden tener, en algunos casos, un código de ética. La mesa se había llenado con varias hileras de cigarros de la marca Inca. “Son los más fuertes y cuando los fumas te ayudan a contactarte con las ánimas, así vas mirando si el encantamiento anda por buen camino o necesita florecerse más”. ¿Y las velas? Las ceras eran de color blanco, rojo y negro. “Cada una tiene un significado. Las rojas son para el amor, la pasión, ayudar a que se junten dos personas distanciadas. Ya verás lo que hago con ellas en un rato… Estas negras se usan para repeler a los enemigos y las blancas te contactan con la divinidad y acercan al futuro que anhelas”. Fue una explicación breve pero alcanzó para ilustrarme sobre lo que en minutos empezaría a ocurrir en ese pequeño ambiente. Diana se frotó las manos antes de encender un par de velas blancas y las colocó con cuidado, cada una al costado de los cráneos. Prendió dos más y las puso sobre la mesa. Sólo en los velatorios había visto tantas ceras encendidas al mismo tiempo. Me pidió guardar silencio y convertirme en un mero observador. A partir de ese momento empecé a verla como una bruja a carta cabal. El rostro se le transfiguró en una especie de ser mitológico que bebía un líquido extraño y lo escupía sobre la mesa. “No te muevas” me dijo enérgica, cuando traté de limpiarme del salpicado.  “Estoy floreciendo la mesa. Esto puede ayudar a espantar la mala suerte que te rodea”. Eso también debía habérselo contado Marilyn. Mis líos con la fatalidad, esa extraña ligazón que ataba a mi familia con el infortunio y la brujería. El resto de lo que duró el ritual permanecí inmóvil sin emitir algún juicio o preguntar a Diana el significado de lo que hacía. La vi sacar un par de fotografías de una gaveta y las colocó en medio del montón de hojas de coca esparcidas sobre la mesa. Eran las imágenes de un varón y una mujer. Debían ser pareja, esposos, quizás novios, atravesando algún problema o ruptura sentimental. Luego frotó las fotos con el par de velas rojas mientras murmuraba un rezo secreto. Se le veía impenetrable, cubierta por una coraza espectral que la conectaba con otra dimensión, un mundo en el que se movían los espíritus. Seguía el ritual con minuciosidad. “Así debieron haber trabajado los brujos, que durante años lanzaron sus menjunjes y malas artes en mi hogar”, pensaba, sin dejar de mirar a la bruja que tenía al frente, quien unía las ceras rojas con un hilo de cocer del mismo color. Las apretujó tan fuerte que ambas se hicieron una. Prendió un fósforo y las encendió. El lugar se iluminó intensamente, sentía calor, sudaba... Miré a los ojos de Diana y me topé con las llamas reflejadas en los gruesos cristales de sus gafas. Continuaba pronunciando frases invocatorias, alentado  a que las ánimas hicieran notar su presencia y colaborasen con sus propósitos. El ritual se prolongó hasta poco más de las cuatro de la madrugada, hora en que los gallos anunciaron con su cacareo el acercamiento del amanecer. Durante todo el rato que estuve en esa pequeña habitación vi consumirse el par de velas rojas, que terminaron al final formando la figura de un corazón, también la vela negra prendida en medio de las fotos se consumió y mostró una especie de bulto grotesco; escuché el maullido espantoso de un gato que se movía inquieto por el techo y sentí el aura intensa de la bruja que conforme avanzaban las horas se hacía más fuerte y tenebrosa. Cuando el ritual hubo terminado Diana tomó su celular y realizó una llamada. Al otro lado de la línea telefónica debía estar el hombre de la foto. “Tu asunto está solucionado. Esta noche los ángeles estuvieron a tu favor. Esa mujer regresará contigo a pedirte perdón de rodillas”. No tuve ganas de preguntar nada. Si la mujer que tenía al frente no mentía, su trabajo había surtido efecto. La brujería era real. Existía. El demonio servía de aliado a los hechiceros para consumar sus propósitos, pues no creía que algún ángel hubiera estado presente esa noche. ¿Acaso, tú Marco, podrías contrarrestar el poderío del rey de las tinieblas? Era demasiado atrevimiento de mi parte. En realidad yo no tenía las fuerzas para enfrentar siquiera a un brujo charlatán. Cuando llegué a casa quise contarle a mi madre la experiencia con Diana, la bruja, pero decidí guardar el secreto, pues creía que mamá me regañaría por ir demasiado lejos con ese asunto. ¡Si ella supiera lo lejos que llegué después!


Luego de muchos años de haber participado en el ritual de Diana mis temores hacia la brujería habían vuelto a despertar. La aparición de la caja con el muñeco decapitado dentro los hizo renacer. En esta ocasión yo parecería ser el blanco. El objetivo de algún propósito siniestro que hasta ese momento desconocía. 


2 comentarios:

  1. Sin duda volviste a conmoverme y a dejarme con la duda de que paso con la dichosa caja. tu novela es muy buena muero por saber que sigueeee así que por favor no dejes de escribir como ya te lo dije , eres bueno y no desperdicies tu talento. éxitos (Zaida)

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  2. Ese interés que se tiene por el ocultismo y esoterismo. Es interesante. Y algo nuevo es como dices, tener miedo a un número en particular y que coincida en diferentes sucesos.. Es atemorizante y único al mismo tiempo. Bien formulado. :)

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