III
Mi habitación es un lugar
pequeño, al que he tratado de convertir con los años en un sitio acogedor. Gran
parte de las cosas que poseo se encuentran aquí: una colección de clásicos de
la literatura, mi computador de mesa y una portátil, archivos importantes, entre
otros objetos que tienen un especial valor emocional para mí. Hace poco compré
muebles nuevos y pinté las paredes de celeste cielo y blanco humo para darle
mayor iluminación; pero hace veintitrés años, cuando había apenas dos camas,
una pequeña mesa donde realizábamos las tareas y un ropero herido por nuestras
travesuras de niño, mi madre se vio obligada a cambiar el orden de las cosas
para borrar el recuerdo de Juanchi. “Si quieres puedes pasarte a otra
habitación, al menos por un tiempo mientras olvidas todo lo que pasó”, me
sugirió mamá una semana después de la muerte de mi hermano. No quise hacerlo. Me
sentí incapaz de abandonar este cuadrado. Sabía que iba a enfrentarme a una
montaña de recuerdos. Las paredes estaban repletas de sus garabatos, mi madre
había querido conservar parte de sus prendas en el ropero, los cuadernos de la
primaria seguían sobre la mesa manteniendo el orden que papá imponía y había,
además, en una de las gavetas del guardarropa, dos álbum de fotografías donde quedó
registrada toda su niñez. Él parecía seguir aquí. A veces solía verlo entrar
por la puerta y recostarse en la cama, mirarme con sus ojos grandes y saltar
sobre mí para jugar a las peleaditas. El fútbol callejero de verano y las
peleas cuerpo a cuerpo, que en ocasiones adquirían tal realismo que acabábamos
con el rostro rasguñado y los brazos repletos de moretones, eran los juegos más felices de ese tiempo. También
nos gustaba ir a trote los sábados muy de mañana, junto a otros niños del
barrio, hasta el río Lacramarca. A veces
papá iba con nosotros y se pasaba todo el trayecto exigiéndonos correr más a
prisa. Lo primero que hacíamos al llegar al río, era armar dos arcos con
piedras en la explanada. Los partidos eran intensos. Juanchi corría mucho,
superaba a todos en velocidad y acababa siempre con las mejillas coloradas. Luego
del juego se hacía necesario un chapuzón. Una vez, mientras nadábamos alegremente,
alguien aprovechó unos minutos de descuido y se apropió de nuestras prendas. Al
salir del agua descubrimos que las zapatillas, los polos y el dinero de papá
habían desaparecido, así que sólo nos quedó retornar a casa descalzos, soportando
el hincón de las pequeñas piedras del camino que hicieron difícil el trayecto. A ratos, mientras las fuerzas me lo permitían,
llevaba en la espalda a Juanchi. Mi padre hacía lo mismo con Pepe, quien tenía
seis años y sufría mucho caminando.
Durante el verano solíamos pasar el
día juntos, la mayor parte del tiempo haciendo travesuras, algunas de las
cuales eran descubiertas por papá, quien nos castigaba enérgico, tal y como
ocurrió cuando salimos de casa un domingo al medio día sin pedir permiso, y nos
dirigimos hasta la librería la Cultura en el jirón José Olaya (a seis cuadras
de distancia) para comprar figuritas del álbum que coleccionábamos por entonces.
Esa tarde la mala fortuna rondó, pues cinco minutos antes de llegar, la librería había cerrado. Cuando estábamos
listos para pegar la vuelta, Pepe resbaló en una cáscara de plátano y se rompió
la ceja en el filo de la berma. Un
chorro incontenible de sangre empezó a brotar a la altura de su frente. Fueron
minutos de zozobra los que vivimos. Mientras Juanchi sostenía al pequeño Pepe, yo avancé hasta el borde de la pista y le
hacía señas a los vehículos para que se detuvieran. La mayoría pasaba
contemplando la triste escena, algunos se paraban un momento y luego seguían su
rumbo. Creí que mi hermano fallecería desangrado. No sabía qué más hacer. Qué
intentar para conseguir ayuda. Preso de la desesperación solté un llanto
angustioso. Juanchi me acompañó en esa melodía lacónica. Debimos haber llorado muy fuerte, pues fue
recién en ese momento que un grupo de personas se apostó a nuestro alrededor
para socorrernos. “Este niño se ve muy mal…¿De dónde son? ¿Saben cómo llegar a
su casa? ¿Alguien los conoce?”, oía las voces que preguntaban. “Yo los
conozco”, dijo de pronto una mujer que se adelantó a la multitud y ayudó a
contener momentáneamente la hemorragia de mi hermano presionando un pedazo de
papel higiénico contra la herida. Nunca la había visto. Podría tratarse de
alguna amiga de mamá o quién sabe si fue un ángel enviado por Dios para socorrernos. Lo
cierto es que la señora paró un taxi, cargó a mi hermano y lo colocó en la
parte posterior. Luego me pidió que continuara haciendo presión sobre la frente
de Pepe. Juanchi se sentó a mi costado y ella hizo lo propio en la parte delantera. En cinco minutos estuvimos en la puerta de mi
casa. Antes de bajar del vehículo sabía
la que nos esperaba. Mi padre se pondría furioso por haber salido sin su
permiso. Nos recordaría que la desobediencia traía malas consecuencias y para
muestra un botón: la ceja rota de mi hermano. El sermón iría acompañado, desde
luego, de una tunda de latigazos. Tanto
Juanchi como yo sabíamos lo que era eso, lo severo que solía ser papá. ¿A quién
castigaría primero? A mí por ser el mayor, o aplicaría la rectitud para todos
los implicados.
Un soplo de vida brotó en mi
interior al enterarme que papá no se encontraba en casa. Mi madre salió a
recibirnos y con delicadeza agradeció a la mujer que nos trajo. Por un momento
pensé que nos libraríamos del castigo. En el trayecto había venido tramando una
excusa creíble que nos colocara en el bando de los inocentes. La ausencia de
papá me daba tiempo para terminar de hilvanar un buen argumento. Cuando él se apareció a los diez minutos, ya
tenía claro lo que iba a decir. ¡Saldría de esta! Pero no contaba con la honestidad de Juanchi
para decirlo todo, asumiendo su responsabilidad en el incidente. Aunque el
azote dolió, a partir de ese día descubrí la nobleza interior de mi hermano. A pesar de su corta edad tenía un espíritu
bondadoso e intrépido. Lo admiraba en silencio por su valentía. Nunca tuve
tiempo de decírselo, de agradecerle por las veces que estuvo a mi lado para
ayudarme, como aquella ocasión que decidí emprender un negocio de venta de
marcianos de fruta en el estadio Ciudad de Pensacola, aprovechando la
concurrencia masiva de niños en las academias de fútbol de verano. “Voy
contigo”, me dijo sin que yo se lo propusiera. No le había pedido su apoyo pues
consideraba que era muy pequeño para iniciarse en el trabajo. Al principio
supuse que Papá se opondría a mi idea, pero, por el contrario, la avaló e
incluso prestó el dinero para comprar los ingredientes y preparar los marcianos
de fruta. “Si alguna vez han de convertirse
en hombres de trabajo, es bueno que empiecen desde ahora”. Mamá se encargó de
licuar la fruta y darle el toque exacto de azúcar a los néctares de lúcuma,
maracuyá y tamarindo. Juanchi y yo embolsamos el jugo en bolsitas de plástico
que antes solíamos llenar de agua para jugar a los carnavales. Una tarde salimos de casa cargando la caja de
tecnopor que mi abuelita Felipa nos obsequió, repleta con sesenta marcianos
bien helados, duros como una roca. Mi hermano se encargó de venderlos todos. Ofrecía
el producto como un vendedor curtido. Yo cobraba el dinero. Debo admitir que no
hubiese sobrevivido sin su ayuda. Cuando retornamos a casa mamá se sorprendió
del éxito obtenido. “Juanchi es un crack vendiendo marcianos”, le conté emocionado.
El pequeño Juan era muy osado, algo que
mi timidez infantil no me permitía imitar. De niño, tenía por las madrugadas, un
sueño que se apoderaba de mi subconsciente con frecuencia. Nuestro barrio era
un campo de batalla donde se libraba una guerra descomunal. Juanchi combatía a
mi lado. Brincábamos por las azoteas, rifle en mano, para esquivar el tiroteo. Las
balas venían de todas las direcciones.
No identificaba al enemigo con el que combatíamos, tampoco el porqué del
enfrentamiento, parecíamos estar inmiscuidos en un pleito que no era el
nuestro. En un momento del sueño
debíamos saltar para evitar la explosión de una granada lanzada desde un
helicóptero, pero mi hermano decidía quedarse a pelear. Aunque conseguía
sobrevivir al estallido, luego terminaba siendo abatido por un grupo de
soldados. A veces el sueño cambiaba de escenario y el enfrentamiento
se producía dentro de casa. En ambos casos Juanchi era quien peleaba con más
ahínco y sucumbía, siempre, a manos de un enemigo irreconocible. Con los años
llegué a entender que aquél sueño mostraba la personalidad intrépida de mi
hermano y dejaba al descubierto mi temor a la muerte, un miedo que solía
arrastrarme hacia la depresión. No sé si él también le temía al final. Un
mediodía estuvimos a un centímetro de morir aplastados por un automóvil. Mi
madre me había ordenado ir a comprar unos ingredientes que le faltaban para completar
el almuerzo. La tienda estaba volteando la esquina. Un trayecto corto y sin
riesgo que solía hacer con frecuencia. Juanchi, como cada vez que salíamos
juntos, me tomaba de la mano. Al retornar a casa, justo a mitad de la calle,
tropecé con una piedra y caí, jalándolo conmigo. En ese preciso momento un auto
venía de sur a norte a una velocidad permitida. Aunque éramos muy pequeños, el
chofer alcanzó a vernos y frenó justo antes de golpear nuestras cabezas con el
parachoques del vehículo. Mi única reacción fue abrazar con fuerza a mi hermano
y cerrar los ojos. Cuando los abrí, tenía a mi costado al hombre que conducía.
Se le notaba nervioso, asustado. “¿Están bien? ¡Por poco y los mato niños!”.
Miré a Juanchi y respiraba tranquilo, su corazón latía en calma, no como el
mío, cuyas pulsaciones se habían acelerado. Me levanté despacio y lo ayudé a
pararse. Una paz angelical brotaba de sus ojos, como si en ese momento se
hubiera acercado más al cielo. Su mirada nunca se turbaba, ni siquiera en los
momentos de más apremio. Por muchos años, después de su fallecimiento, solía
escuchar su voz al otro lado del teléfono, confundiéndola con la de otros
niños; oía sus carcajadas inundando la casa, percibía su presencia en mi
habitación y llegué a establecer con él una comunicación que las fronteras de
la lógica se encargarían de negar. Pero yo estaba seguro de que era Juanchi quien
me susurraba cosas al oído y respondía las preguntas que le hacía. Sabía que me
visitaba por las noches en esta habitación que compartimos hasta el día de su
muerte.
Mi hermano Juan era un niño sano, alegre, bullangero, travieso
como cualquier infante de nueve años. La única vez que lo vi liarse a golpes
con otro chiquillo, fue cuando le tiraron agua desde un segundo piso. Volvió a
casa furioso, se puso ropa seca y salió a esperar al faltoso en la esquina.
Cuando este apareció se abalanzó sobre él; sin darle opción a reaccionar le dio sus buenas trompadas. Ya de vuelta, la
madre del infante, que había visto todo al
retornar de la tienda, lo interceptó y le dio tremenda regañada dejándolo en
vergüenza. Al ingresar a casa tenía los mentones rojos como el tomate. Pasó de
frente sin decir nada, refugiándose toda la tarde en un pequeño cuarto ubicado
en la parte posterior de nuestra vivienda, donde iban a parar los objetos en
desuso. Allí había una radiograbadora en la que solíamos grabar nuestras voces simulando
la narración de partidos de fútbol o fungíamos de reporteros de guerra que
cubrían sangrientas batallas en el Golfo Pérsico. Varias semanas después de su
muerte, mi madre decidió tirar a la basura toda esa chatarra. “La grabadora no
mamá, quiero conservarla”. Dentro de ella había un cassette, el mismo que
regrabábamos infinidad de veces. Empecé a oírlo. Se escuchaba mi voz con
nitidez, a ratos hacía el ruido de explosiones, balaceras, gritos de heridos. La
cinta siguió corriendo por varios minutos en ese vaivén bélico hasta que se
produjo un corte de golpe. Un chirrido dio paso a la voz de Juanchi, cargada de
ira, lanzando insultos a la mujer que lo había avergonzado, que dicho sea de
paso tenía fama de quita maridos en el barrio. Esa versión de mi hermano me
resultaba inverosímil. Nunca quiso contar qué le dijeron, pero oyendo la
grabación me quedó claro que muchos secretos de Juanchi, terminaron sepultados
con él en su tumba.
El verano de 1990 fue el último
que compartí al lado de Juanchi. Acababa de terminar la primaria y por primera
vez luego de seis años tendría que ir a la escuela, a partir de abril, solo. Se avecinaba una nueva etapa en mi vida. Mi
padre decidió matricularme en el Politécnico Nacional del Santa, un colegio de
instrucción técnica, exclusivo para varones, que solía conformar una de las
mejores selecciones escolares de fútbol de la ciudad. Papá deseaba que yo continuara con su legado en la
empresa Siderúrgica SIDERPERÚ, donde llevaba dos décadas desempeñándose como
técnico electricista. Admito que acepté estudiar en el “Poli” porque anhelaba
integrar la selección de fútbol, además tenía la ilusión de que el año
siguiente mi hermano también pasara a conformar las filas politecnistas. Iba a costarme ir a la escuela en solitario,
no verlo en los recreos ni esperarlo a la salida para retornar a casa; pero los
nueve meses del periodo escolar pasarían pronto y el próximo abril volveríamos a compartir caminatas rumbo al
colegio. Así pensaba ese verano sofocante que obligaba a dormir con las puertas
y ventanas abiertas por las noches. Mi habitación era literalmente un horno y
aunque abríamos todo, el calor no permitía que conciliáramos el sueño. Por eso desempolvamos
el juego de Monopolio que teníamos guardado sobre el clóset y nos entregamos a
prolongadas horas de compra de casas y hoteles. Daban las tres de la madrugada
y los dados seguían rodando sobre la cama. “Una casa en la Javier Prado”. “Un
departamento en el Jirón de la Unión”. “Una temporada en la Cárcel”. Pepe
también participaba. Tenía siete años y
una mirada pícara que ponía en alerta a quien se topaba con él en su camino,
pues el pequeñín de los hermanos era una bomba de tiempo maquinando bromas
pesadas. El juego se interrumpía cuando papá hacía su aparición y nos enviaba a
la cama regañándonos por la desvelada innecesaria. Sin embargo, aguardábamos
que él se fuera para volver a encender las luces y continuar con la partida
hasta que el sueño nos iba derrotando y terminábamos rendidos sobre el tablero
de monopolio.
Aquél verano nos
hicimos muchas fotografías. La gran mayoría fuera de casa. Existe un grupo de
imágenes tomadas en el estadio Manuel Gómez Arellano, que grafican el cambio de
ánimo en el alma de Juanchi. A mediados de enero llegó a Chimbote el club
Universitario de Deportes, invitado por el equipo de fútbol de mi barrio, Unión
Juventud, para realizar un encuentro amistoso. Gracias a que papá conformó la
comisión organizadora del evento, fuimos de los pocos niños afortunados que
pudieron ingresar al terreno de juego para fotografiarse con los jugadores del
equipo crema. En las fotos se puede apreciar a Juanchi sonriente, su cabello
castaño brillaba y los cachetes se le habían puesto colorados por el sol. Aquél
era el semblante que todos le conocíamos. Siempre risueño y juguetón. Un niño vivaz de nueve años que
nunca había presentado problemas serios de salud. Los primeros días de marzo un
nuevo equipo de fútbol profesional llegó al puerto. Sporting Cristal pisó suelo
chimbotano con algunos jugadores consagrados y un grupo de reservistas como
Flavio Maestri y Pablo Zegarra, que años más tarde integrarían la selección
nacional. Otra vez estuvimos en el centro del campo posando junto a los
futbolistas. Juanchi ya no era el mismo, algo parecía haber trastocado su
alegría. Se le notaba cabizbajo, abstraído en una tristeza que nadie reconocía
en él. En las fotos aparece con un gesto de desgano, mirando incluso hacia otro
lado, como si tuviera una bomba en el cuerpo que podría explotar si sonreía. Tres
semanas más tarde mi hermano dio a conocer un dolor en su pierna izquierda, a
la altura del aductor. Mamá lo examinó un domingo y frotó con amor durante las
dos primeras noches, pero la dolencia no cesaba. El malestar se debía a un
estirón que contrajo al elevar la pierna hasta el filo de un muro de ochenta
centímetros levantado al final de las escaleras del primer piso de la casa. Eso
fue lo que él mismo contó. A simple
vista el esfuerzo no parecía ser tan fuerte como para causarle tanto dolor. Pero
Juanchi lloraba de una manera que nos conmovía a todos. Su llanto angustioso se
hacía más intenso al anochecer. Era como si algo lo torturara por dentro. Mi
madre había probado con frotaciones, paños de agua tibia y emplastos de llantén
para aliviarlo pero ninguna de las recetas caseras sirvió, así que el martes
por la tarde papá llevó a mi hermano hasta Santa, donde un huesero lo estrujó tratando de poner en su lugar algún hueso o
articulación movida por el esfuerzo realizado. Pero ni eso consiguió sosegar su
sufrimiento. Mi madre padeció junto a él los seis días que estuvo en cama. Trasnochaba
cuidándolo, siempre alerta a sus quejidos.
El viernes dio la impresión que al fin las atenciones de mamá habían resultado
aliviadoras, pues Juanchi abandonó la cama cerca de las diez de la mañana y
bajó a pedir su desayuno. Reclamó un par de panes con mantequilla y bebió con
buen ánimo un tazón de quaker. “Mami quiero que vayamos esta tarde de paseo al vivero”, pidió como si
mi madre fuera el genio de la botella. Mamá lo miró entusiasmada. El rostro se
le inundó de amor y allí mismo empezó a organizar el paseo. Llamó por teléfono a
la señora Felicita, madrina de su matrimonio, para pedirle se uniera a la
excursión junto a sus hijos; una vez que obtuvo la respuesta afirmativa ordenó
la sala en un santiamén, preparó el
almuerzo y dio indicaciones para ir a la ducha y ponernos, luego, la ropa nueva
que papá nos había comprado la semana anterior. A las tres estuvimos listos para salir rumbo
al vivero. La señora Felicita llegó acompañada de sus hijos Josué y Elizabeth,
además de su sobrino Coco, con quienes solíamos compartir horas de juego. “No olviden la cámara fotográfica niños”,
recordó mamá, antes de partir. Esa tarde Juanchi fue el niño saludable y
juguetón que todos conocían. Se balanceó en los columpios, giró durante varios
minutos en el trompo, bajó por el tobogán repetidas veces e hizo el papel de fotógrafo. “Posen todos
juntos que yo les haré una foto”, ordenaba como un experto de la fotografía. “Ahora
déjame hacerte unas a ti”. Juanchi se paró en medio del camino, puso los brazos
en jarra y sonrió a medias. Esas fueron las últimas fotos que le hice. Las
fuerzas no le alcanzaban para sacar su mejor sonrisa. Estaba más delgado que
hace una semana, con los pómulos ensombrecidos por las malas noches y una
ligera cojera que no le impidió corretear toda la tarde. Al retornar a casa Juanchi se tendió sobre la
cama y en menos de una hora retomó su lamento lacerante. Así se pasó toda la
madrugada hasta el amanecer del sábado veinticuatro de marzo que despertó con
un tono diferente de piel y una voz fantasmal. Al verlo así mi madre supo que
la muerte ya lo tenía dispuesto para llevárselo.
Aquella
madrugada de sábado tuve el primer sueño premonitorio que puedo recordar.
Fueron imágenes muy nítidas las que llegaron a mi mente; por eso cuando
desperté podía acordarme de todo con exactitud. En medio de nuestra sala había
un pequeño ataúd blanco. Bajé por las
escaleras y corrí espantado a mirar quién se encontraba dentro. Al llegar
descubría que Juanchi estaba encerrado en la caja, tenía los ojos semi abiertos
y los orificios de la nariz taponeados con algodones. Me levanté sobresaltado y
encontré a mamá angustiada junto a mi hermano. “Juanchi está mal, voy a llamar
a tu papá urgente para que venga y lo lleve al médico. Yo lo veo muy mal a tu
hermanito”, me dijo entre sollozos. Mi padre hacía el turno de cinco de la
mañana a una de la tarde en SIDEPERÚ. A las nueve y un poco más estuvo en casa,
sólo veinte minutos después de que mamá lo llamara. Tomó a Juanchi en brazos y salió hacia la
calle para abordar un taxi y enrumbar hacia el doctor Chang, uno de los
pediatras más reconocido de la ciudad. Dos horas más tarde estuvieron de vuelta. Mi hermano traía el
rostro en paz. Yo diría que hasta aliviado de su angustioso dolor. Ingresó
caminando muy tranquilo, llegó a la cocina y se sirvió un vaso con agua, luego
subió las escaleras hasta nuestra
habitación. “El doctor le sacó análisis
de sangre y orina…los resultados me los dará antes de la una. Allí sabremos con
certeza lo que tiene. Mantén la calma María, no dejes que él te vea llorar
porque lo angustias y eso es peor”. Durante las dos horas que tardaron en
llegar los resultados del análisis clínico, mi hermano probó a divertirse
primero con una partida de Monopolio que terminó mucho antes de empezar a tirar
los dados, luego me pidió jugar a las cartas, pero en la segunda ronda bostezó
de aburrimiento. “Juguemos Atari. Voy a ganarte esta vez”. La televisión y el
video juego se encontraba en el cuarto de mis padres, de esa manera papá
regulaba su uso, pero el momento no estaba como para negarle algo a mi hermano.
A la una de la tarde mamá nos subió el almuerzo y sorprendió en medio de un
intenso combate de naves espaciales. “¡Te gané! Es el segundo juego que te
gano”, hablaba triunfante el pequeño Juan. “Hora de comer niños, apaguen la
televisión”. Mientras almorzábamos un plato de arroz con pollo oímos ingresar a
Papá. Apenas oyó su voz, mamá bajó presurosa para saber el resultado de los
análisis. Las noticias no fueron alentadoras
porque cuando mi madre retornó a la habitación, abrazó con tenacidad a Juanchi
y se echó a llorar sobre su hombro. “Qué
tienes hijito. Qué es lo que te pasa”. Mi padre subió tras de ella y la separó.
“Calma María, no te pongas así, sólo asustas a los niños”. Mi hermano estaba
tranquilo. “No llores mami yo voy a estar bien”. Eso no era cierto, a pesar de
que los análisis resultaron negativos, aduciendo que mi hermano se encontraba
en buen estado de salud; su voz se oía desgastada, traía los ojos hundidos y presentaba
unas extrañas manchas marrones a la altura de la cintura y parte de su abdomen.
Durante el día no expresó dolor alguno. Daba la impresión de haberse curado, a
pesar de que su semblante era el de alguien que está a un paso de la muerte. “¿Podemos
seguir jugando?”, me pidió dejando a la mitad su plato. Reiniciamos el
enfrentamiento espacial sin detenernos hasta las tres de la tarde. A esa hora
pronunció sus últimas palabras. “Ya me cansé hermano. Es hora de irme. Cuídate
mucho, sí”. Me quedé espantado al oírlo. ¿A dónde se iría? Caminó hasta nuestra
habitación y se echó en la cama quedando con la mirada fija hacia el techo. Diez
minutos más tarde mi padre retornó de la Farmacia con unos analgésicos en
supositorio que el doctor Chang había recetado para calmarle el dolor de su
pierna. Juanchi parecía estar apartado completamente de la realidad, esperando
un desenlace que quizás él ya conocía. Mamá ayudó a colocar el medicamento.
“Tranquilo hijito te pondrás bien, no te muevas por favor”. Mi hermano no tenía
la menor intención de moverse, su tiempo se agotaba y con él sus fuerzas, la
sonrisa chispeante que lo hacía diferente al resto de niños… Tenía sólo nueve
años y la muerte merodeaba nuestra habitación para llevárselo. Sólo un minuto
después de que el líquido recorrió su cuerpo empezó a convulsionar. Fue un
momento espantoso ver que lo perdíamos, sentir que se nos era arrebatado sin
explicación. ¿Qué cosa podía estar acabando con su vida si los análisis daban a
saber que ninguna enfermedad amenazaba su organismo? Juanchi murió en brazos de
mi padre; su final desató el llanto desconsolado de mamá, quien experimentó por
primera vez la destrucción de su corazón. No sabía dónde esconderme. Los gritos
desolados me hicieron correr. Bajé hasta la cocina y me coloqué en un rincón,
cerré los ojos esperando a que alguien me despertara para decirme que aún
seguía atrapado en el sueño que había tenido esa madrugada. Eso tenía que ser, un horrible sueño. Mi hermano Juan no podía
morirse siendo tan bueno. Alguien me jalaría del cabello en cualquier momento y
haría que despertase de aquella pesadilla. Esperé varios minutos y la bulla fue
haciéndose mayor. Los vecinos habían alcanzado oír los gritos de mis padres y
se apersonaron a ver lo que ocurría. Todos quedaron boquiabiertos. Nadie podía
creer que Juanchi, el niño travieso que en más de una ocasión les robó una
sonrisa, hubiese muerto.
Luego del
velatorio y el entierro la casa quedó convertida en un desorden apocalíptico.
Tardamos dos semanas en poner las cosas en su lugar. Mamá se encargó de remover
los objetos que pertenecían a Juanchi. Encajonó sus cuadernos antiguos y guardó
en costales parte de la ropa que no pudo ingresar en el cajón. Yo le pedí
quedarme con algunas prendas y conservar la pequeña radiograbadora. También
guardé las fotografías de nuestra niñez y permanecí en esta habitación a pesar
de enfrentarme a diario con su ausencia. Mi madre era quien más sufría. Bastaba
con ponerse a mirar las fotos de Juanchi para desplomarse en un llanto que la
hundía en una pena que daba la impresión nunca terminaría. Fue por ese motivo
que no me animé a revelar, sino hasta luego de seis años, las últimas fotos que
nos tomamos en el vivero, un día antes de su muerte.
Un final así tan
repentino, sin una explicación médica que argumentase las razones de la muerte
de un niño saludable, generan siempre suspicacias. Mi madre pasaba los días con
la incertidumbre de no saber cuál había sido el motivo real que terminó con la
vida de Juanchi. Consultó con otros
médicos, pero ninguno consiguió dar un veredicto certero. A las luces de la
medicina se trataba de una muerte extraña. “Nadie muere por un estirón en la
pierna. Quizás el niño contrajo alguna bacteria en la comida y eso determinó su
muerte”, trató de explicar uno de los galenos. Otro lanzó la hipótesis de la aparición
de alguna enfermedad desconocida, que estaría presentando sus primeros casos en
la ciudad. Para mi madre, quien había
padecido en su primer año de matrimonio un raro mal que los médicos no consiguieron
sanar, y tuvo que ser atendida por un brujo que la curó con hierbas y brebajes,
las teorías médicas quedaban descartadas. Carcomida por la duda decidió acudir una noche hasta la casa de una curandera
que adivinaba el futuro a través del tarot. Esta mujer era una conocida de la
familia, que solía curarnos del mal de ojo cuando éramos niños recién salidos
del cascarón. Aunque mamá no quiso que la acompañara a la cita, insistí tanto
que al final tuvo que llevarme. “El niño que se quede fuera”, pidió la mujer al
verme llegar junto a mis padres. Pasé media hora sentado en la salita de
espera, hasta que papá y mamá aparecieron por la puerta con el rostro
espantado, como si la respuesta que obtuvieron de la curandera les hubiera
causado un remezón en el alma. Apenas estuvimos en casa, cerraron la puerta y
ventana con llave y cerrojos, luego se reunieron en mi habitación para soltar
la verdad como una guillotina. “A Juanchi lo mató la brujería”. Mi corazón
retumbó, fue como si ocurriera una explosión allí dentro. No sabía aun lo que
eso significaba, pero entendía que nada bueno debía ser. Durante mucho tiempo me
resistí a creer en la posibilidad de que alguien arraigara tanta maldad en el corazón como para realizar
algún hechizo o trabajo de brujería con la finalidad de acabar con la vida de
alguien. Todo indicaba que un malsano ser dejó en nuestro frontis un puñado de
tierra de cementerio, cuyo mal aire fue absorbido por el alegre Juanchi. ¿El
final? Pues ya todos saben que mi hermano falleció el 24 de marzo de 1990.
Durante casi una década viví incrédulo ante la versión de que aquél trabajo
de brujería había sido la causa que mató a Juanchi. Pero ese muro infranqueable se derrumbó cuando
Marilyn me leyó por primera vez las cartas españolas y describió mi pasado con
la exactitud de un biógrafo. Esa noche supe con certeza, que por alguna razón
que no alcanzaba entender aún, la maldad se había ensañado con nuestro hogar.
Realmente una buena historia . Te lusiste
ResponderEliminarGracias por seguir la historia. Por apreciar estas páginas. Pronto el cuarto capítulo....
ResponderEliminarMe conmovió leer esos parrafos... FELICIDADES!
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