IV
¿Quién pudo
haber dejado ese paquete? Me preguntaba, esa tibia mañana de diciembre,
mientras seguía repasando en mi cabeza todos los nombres de las personas que
llegaban al gimnasio a diario. Recordaba sus rostros, el modo en que solían
mirar, las charlas que compartían mientras tomaban una pausa en su
entrenamiento, la frecuencia con la que acudían a ejercitarse, tratando de descubrir
a través de esos rasgos la nobleza de su corazón y alguna posible complicidad
con la presencia de la caja. Muchas veces los enemigos te tocan el hombro en tu
propia casa. Luz acababa de salir, pero su aroma aún seguía impregnado en la
habitación. Amanecer a su lado tranquilizó mi alma. Pero al marcharse tuve una
ligera sensación de temor que traté de aliviar acercándome hasta la fotografía
tamaño jumbo de Juanchi; la imagen estaba en un portarretrato de vidrio colocada sobre una repisa. Yo mismo había
tomado esa foto en el vivero, un día antes de su muerte, y mostraba a un
Juanchi flacucho de párpados hundidos y
sonrisa forzada. Siempre que padecía alguna adversidad o veía amenazada mi paz
espiritual me acercaba hasta el retrato y le confesaba mis tribulaciones. Se
trataba de un contacto íntimo con mi hermano en busca de su ayuda, para sortear
el mal tiempo. El fuerte lazo que mantuvimos en nuestra niñez se prolongó más
allá de su muerte. Unos meses después del entierro, mientras iba rumbo a la
escuela, oí un susurro nítido que me alertaba del peligro si continuaba el trayecto
usual que solía recorrer rumbo al Politécnico. “Estás alucinando Marco”. No hice caso y seguí por el mismo sendero, pero
unos metros más adelante el anuncio volvió a repetirse; entonces empujado por
esa voz interior tomé la calle opuesta y crucé hasta la avenida Pardo. No entendía por qué había hecho caso a ese
murmullo que parecía provenir de alguien que caminaba a mi costado, hasta que
oí el estruendo de un choque y corrí a mirar, empujado por ese impulso natural
que conducía a todos los transeúntes que circulaban por la zona, hacia el lugar
del siniestro. Justo antes de llegar a la esquina una camioneta de doble cabina
había chocado contra un poste de alumbrado público, trayéndolo abajo. Transitaba
a diario por esa calle para ir a la escuela y solía pasar junto al poste en un
recorrido mecánico que alteré por aquél susurro salvador. Después de ese día, la
vocecita empezó a repetirse con frecuencia; me acompañaba camino a la escuela o
durante las noches mientras realizaba las tareas en mi habitación; era tanta la
intensidad del murmullo que llegué a acostumbrarme a él y empecé a entablar un
diálogo ameno, familiar, compartiéndole mis ideas, congojas, haciendo incluso
preguntas, cuyas respuestas luego se ratificaban en la realidad. Algunas cosas
eran trivialidades, juegos de niños;
como la vez que le pregunté si habría clases de taller electrónico y respondió que
esa tarde disputaríamos una partida de monopolio en casa, pues el profesor al
que apodábamos “Cerebro” por el enorme tamaño de su cabeza, no asistiría al
colegio. Llegué a la escuela y luego de permanecer dos horas junto a mis
compañeros del primero “C”, esperando la
llegada de “Cerebro”, el auxiliar de educación nos mandó de vuelta a nuestros
domicilios pues el docente tenía un problema familiar que atender y no
asistiría. Cuando estuve en mi habitación puse el Monopolio sobre la cama. Ese
día pasé toda la tarde tirando los dados, comprando casas y departamentos en
las principales avenidas de Lima, sintiendo la presencia de mi hermano al
costado. Estaba convencido de que Juanchi me decía cosas al oído, cuchicheaba y
a veces hasta sonreía; su cercanía espiritual servía de consuelo para amenguar
el dolor de su muerte. No le conté a nadie de aquellos diálogos íntimos, pues
lo más probable es que hubiese terminado en un centro de ayuda para personas
con problemas mentales. Por un tiempo creí que el privilegio de sentir su
presencia era sólo mío, hasta que una
mañana encontré a mi madre hablándole a una de sus fotografías, la misma que
luego amplió y puso en un marco para colocarla en nuestra sala. Ella también
debía obtener respuestas u oír el susurro alegre de Juanchi. No recuerdo en qué
momento perdí contacto con él, quizás el hecho de convertirme en adulto distanció
su voz infantil. Lo que hasta ahora
permanece es la presencia fantasmal que se hace notar por las noches en mi
habitación, como si se tratara de un niño juguetón en busca de entretenimiento.
Años atrás las sillas del cuarto eran arrastradas con suavidad y la puerta
crujía durante la madrugada. Juanchi se movía con plena libertad, probando los
objetos nuevos que fui colocando en el dormitorio donde él durmió hasta el día
de su muerte. A pesar de todas las manifestaciones sobrenaturales mi corazón nunca solía llenarse de temor, por
el contrario era invadido con una paz sublime. Una noche, cerca al final del día, mientras leía tendido en mi
cama una colección poética de César Vallejo, escuché golpear el teclado de la
computadora. Me encontraba solo, con la puerta cerrada, pues a esa hora ya
todos dormían en casa. Volteé la vista hacia
mi computador sorprendido, temeroso para ser honestos, pues en una situación
como aquella cualquiera hubiese puesto el grito al cielo. El tecleo se repitió un
par de veces, después sobrevino un silencio que atrajo un aura pacífica, la
misma paz que sentía cuando escuchaba el susurro infantil de Juanchi; sonreí y
continué leyendo. Cosas como esa eran frecuentes en mi habitación; no me
espantaban, por el contrario las sentía como parte de la coexistencia amena con
el alma de mi hermano, aunque una madrugada sus travesuras sí consiguieron
erizarme la piel. Dormía plácidamente después de un agitado día en la universidad que culminó con la
elaboración de un informe para el curso de publicidad. Había llegado a casa con
la premura de culminar el trabajo que debía presentar por la mañana, así que
terminé mi cena en menos de cinco
minutos, subí a mi cuarto y estuve
despierto frente a la computadora hasta pasada la media noche. “Listo, ahora sí
a dormir”. Apagué el computador, las luces y me tiré rendido en la cama sin
siquiera quitarme la ropa del todo. A media madrugada un ruido estrepitoso hizo
que diera un brinco hacia el suelo. El CPU, la impresora matricial y el monitor
se encendieron de golpe, como si hubiesen estado programados para despertar a
esa hora. ¿Juanchi? Fue lo primero que pensé. No podía encontrar otro
responsable. “¡Caramba! Esta vez sí que me asustaste”. Avancé nervioso hasta la
mesa donde estaba colocado el computador y apagué el sistema Windows. Por las
dudas desenchufé el estabilizador de corriente. Si algo volvía a encenderse
seguro que hubiese salido corriendo dando gritos de espanto.