VII
La cercanía de la Navidad distrajo mi atención, haciéndome
olvidar, que una caja conteniendo un malévolo trabajo de brujería, había
aparecido en la parte posterior del gimnasio. Fue como si todo quedara de
pronto en blanco, como si alguien arrancara la página del libro donde estaba
escrito ese capítulo misterioso de mi vida. No es que disfrutara las
celebraciones de la Pascua, pues desde que Juanchi dejó de sentarse en nuestra
mesa, la navidad se convirtió en un acontecimiento pálido. La última Nochebuena
que pasamos juntos hubo más de un motivo para celebrar. Dos días antes culminé
con éxito la primaria y en mérito a mis buenas calificaciones papá me obsequió cinco
mil intis, un billete color azul con el rostro imponente de Miguel Grau. Por
primera vez tenía tanto dinero como para comprar un arsenal de cohetones,
cohetecillos, bombardas y luces de bengala. Las noches previas a esa navidad
hicimos temblar el barrio, haciendo explotar debajo de las puertas los
pirotécnicos que compramos con mi premio. Resultaba muy gracioso ver salir
espantada a la gente, presumiendo que algún explosivo había sido detonado en su
frontis, ya que por entonces los grupos subversivos aún operaban en la ciudad y
la ciudadanía andaba al pendiente de cualquier ataque terrorista; mientras nosotros
mirábamos el barullo, agazapados en los arbustos del jardín de la familia
Fernández. Pero ya está dicho que no existe crimen perfecto. Cuando fuimos descubiertos
papá recibió las quejas de la señora Izaguirre, también de la renegona Paredes
y doña Emperatriz, sumándose a esa horda de acusadoras doña Risco, una mujer
que tenía cuatro hijas muy guapetonas, a las que por entonces todos en el
barrio rondaban con fines amorosos. Este cuarteto de mujeres le advirtieron a
mi padre que si continuábamos espantando a su prole con tremendas explosiones, harían
justicia por su cuenta, lo que significaba una persecución incansable hasta
vernos pidiendo perdón de rodillas. Papá las escuchó con atención en la puerta
de casa mientras nosotros aguardábamos el inminente castigo en el dormitorio.
Conociendo a mi padre, nos esperaba una buena latiguera. Pero nada de eso
ocurrió. Creo que esa fue la única vez que nos salvamos del castigo por una
travesura cometida y debió ser porque papá se encontraba orgulloso de lo que
Juanchi y yo habíamos hecho en la escuela aquél año, pues además de las buenas
calificaciones y haber obtenido el primer lugar en el torneo de fulbito
intersecciones, a finales de diciembre estrené en la clausura escolar mi
primera obra de teatro. El guión se titulaba: El drama de los ricos y los pobres. Una
representación cuyo reparto estuvo conformado por dos compañeros del sexto
grado y seis alumnos del quinto grado, entre ellos mi hermano. Esa ocasión Juanchi
demostró un talento histriónico inédito representando con maestría al hijo
mayor de la familia pobre. Pasada la clausura, no recuerdo con claridad si fue idea de
Juanchi o mía continuar con nuestra carrera explosiva en el barrio; pero ese
afán casi le cuesta un pie a la hija mayor de doña Risco. El cohete perseguilón
que colocamos debajo de su puerta salió
disparado a una velocidad inusual y alcanzó la mesa donde cenaban, explotando
justo en el pie de Mechita. Por suerte la detonación solo alcanzó a negrearle
los dedos. A pesar de que no fuimos vistos infraganti, cualquiera podía
asegurar que los responsables éramos nosotros, los pequeños demonios de la
cuadra once de Espinar. Teníamos la suficiente cantidad de antecedentes para
ser inculpados, así que esta vez ninguna excusa pudo librarnos de la buena
tunda de correazos que papá nos dio. Desde ese tiempo hasta ahora, la navidad
fue destiñéndose en el barrio. Cada vez eran menos las casas decoradas con
luces navideñas en sus ventanas y poquísimos los niños que se arriesgaban a
jugar con pirotécnicos en la calle. Diciembre transcurría como un mes
nostálgico y triste. Mucho más en mi casa, donde las cenas navideñas se
volvieron un compartir parco. Pero esta nueva Navidad el embarazo de mi hermana
Angela trajo nuevos bríos a la familia; después de varios años las ventanas
lucían adornadas con luces de colores, volvieron a colocarse adornos
decorativos en las paredes y desempolvamos el viejo árbol navideño para lucirlo
en la entrada de casa. La forma puntiaguda que había adoptado la barriga de
Angela indicaba que dentro de pocos meses se sumaría una niña a la familia. Eso
era lo que mi madre vaticinaba, aún mucho antes de que una ecografía diese el
veredicto final. Después de cinco alumbramientos mamá podía determinar el sexo
del bebé con sólo observar la forma del vientre. Supongo que esa debe ser una
cualidad especial, que algunas mujeres desarrollan debido a su vasta
experiencia maternal.
Por esos días previos a la noche buena, me ocupé de buscar
obsequios para mis tres ahijados. El menor de todos es Lucas, un nene de tres
años, primogénito de Carlín, amigo del barrio con el que crecimos jugando
fútbol en todos los rincones de la ciudad; estaba también Briseida, hija de
Puchuro, uno de mis mejores amigos de infancia, a quien apadriné el día de su
primer añito; hace poco había cumplido los seis y lucía encantadora; y desde
luego, Jazmín, una guapa quinceañera que conocí cuando trabajé en una escuela
como Auxiliar de Educación. La jovencita se encariñó conmigo desde el primer
día de clases y en octubre pasado nuestro lazo amical se consolidó al
convertirme en su padrino. También debía
comprar regalos para mis sobrinos Fabrizio y Antuanette, que son como dos hermanos pequeños, pues viven
en el inmueble de al lado y suelen pasar gran parte del tiempo en casa
jugueteando. Fue una búsqueda alegre acompañado de Luz. Recorrimos los súper
mercados, atiborrados de gente y mercaderías, tratando de elegir entre juguetes
mecánicos, prendas de niño y peluches el regalo ideal. Era feliz tomándole la mano,
abrazándola cuando notaba que el frío invernal prolongado hasta diciembre,
empezaba a calar en su pequeño cuerpo que parecía haber sido delineado con un
cincel. Después de mucho tiempo podía afirmar que tenía a mi lado una mujer con
la que me arriesgaría a compartir la vida en cualquier lugar del planeta. Para
ella la navidad tampoco tenía un significado emotivo, sus recuerdos de esa
fecha eran melancólicos. Los veinticinco de diciembre a las cero horas en su
pequeña casa de Carricillo habían sido noches sin cena ni regalos ni abrazos.
Las bombillas solían apagarse antes de las diez, tal y como en los otros días,
por una disposición de su padre, Severino. La pequeña Lucecita, escuchaba desde
su cama, junto a su hermano Mateo, el reventar de los cohetones y bombardas que provenían de los anexos vecinos y del
mismo Tocache. Afuera mucha gente se estaría abrazando a esa hora, deseándose
una feliz navidad; luego partirían un pavo o un pollo bien horneados, comerían
panetón y mojarían sus labios con el chocolate caliente. Lo único que ella
anhelaba en ese momento era tener cerca a su mamá Justina y decirle que la
amaba, apretujar su espalda y quedarse así un largo rato, sintiendo su calor,
el amor de sus manos. Aunque la mesa estuviese vacía y no hubiera un árbol de
navidad adornado en la sala ni regalos aguardando detrás de la puerta, la
ilusión de Lucecita era ver reunida a su familia la noche de navidad. Ese deseo
lo vio cumplido cuando se instalaron en San Jacinto, lejos de las guerrillas
subversivas y los narcos. Fue un viaje largo el que emprendieron desde la
selva. Debió durar varios días, puesto que el primer tramo lo hicieron a pie,
escondiéndose entre la mata selvática para no ser descubiertos por los
terroristas, quienes buscaban a Severino para cobrarle una afrenta que nunca
quiso revelar. El hombre apareció una tarde sofocado con los pantalones
remangados hasta la rodilla y la camisa sujetada apenas por dos botones,
mostrando su pecho cobrizo. Traía el rostro impregnado de sudor, castigado por
el pánico. “¡Al amanecer nos vamos de aquí! No
pregunten por qué. ¡Empaquen y punto!”. Nadie se atrevió a objetar
tamaña decisión que iba a cambiar el curso de sus vidas. Al rayar del alba se marcharon, llevando apenas
unas cuantas pertenencias; todo lo demás: la casa, el terreno agrícola donde
sembraban la coca, los objetos más pesados, quedaron al cuidado de un
pariente.
La vida de Lucecita no fue tan diferente en la ciudad costera
de lo que había sido en Carricillo. En San Jacinto también tuvo que trabajar a pocos
días de haberse instalado en una casucha arrendada que tenía la puerta de
entrada venida abajo y un solo dormitorio en el que toda la familia se acomodó
como pudo. Tal y como ocurrió en la selva, donde se vio en la necesidad de
hacerse a las labores del campo apañando el tomate siendo aún una niña, las
circunstancias la obligaron a buscar un empleo. Luego de aquél viaje largo
cruzando ríos, montañas y caminos de herradura, a Severino, su padre, le habían quedado apenas
unos cuantos centavos en el bolsillo. Ahora tendría que ser más fácil encontrar
trabajo, pensaba mientras recorría las calles del pueblo. Ya no era una niñita
de canillas frágiles, el tiempo la había convertido en una radiante adolescente
de ojos claros que atraía la mirada de los lugareños. Ella confiaba en la
fuerza de sus brazos, tenía el temple para resistir cualquier labor, soportar
el maltrato del sol, pelearse incluso con quien osara acercarse con malas
intenciones. A pesar del aura triste impregnada en su alma por los tiempos duros que le tocó vivir
durante su infancia en Carricillo, solía vérsele con una sonrisa chisposa que
la diferenciaba del resto de jovencitas.
La ciudad tenía alrededor un bosque de pinos, chacras,
sembríos, montañas rocosas y un riachuelo que aunque parecía una representación
en miniatura del río Huallaga, en cuya cuenca alta se erige Tocache, le
recordaban mucho a su tierra natal. En la costa el sol calentaba por las tardes,
pero no tanto como para achicharrar la piel, algo que sí ocurría en Carricillo.
Las primeras semanas Lucecita extrañaba la lluvia interminable de cinco días, la
piedra enorme donde solía sentarse para charlar con la Luna, los cachorros dejados
a su suerte en la selva. Pero no podía quedarse cruzada de brazos, atrapada en
un mar de recuerdos nostálgicos, mientras sus padres se rompían el lomo
trabajando en el campo, sobre todo ahora que eran tres los infantes de la casa.
Sonia, la última integrante de la familia, había nacido hace un quinquenio, cuando
terrorismo y narcotráfico, dos flagelos eternos del Perú, rebrotaban en el alto
Huallaga. El pueblo en el que acababan
de instalarse estaba poblado de gente cálida, bonachona, dedicada en su mayoría
a trabajar en la Azucarera San Jacinto, el gran productor de azúcar en la
región. Otros lo hacían en los campos de cultivo, como peones arando la tierra,
plantando luego las semillas y meses después, en el tiempo de la cosecha, rasgando
el maíz o desenterrando las hortalizas. Las
casas estaban pegadas unas a otras; en Carricillo, por el contrario, el vecino
más cercano se encontraba a quinientos metros, separados uno del otro por
herbazales. En esos primeros días Lucecita recorrió de palmo a palmo los
rincones del pueblo al que acababa de llegar, buscando la escuela. Aquella
huida inesperada la hizo abandonar las clases sin siquiera despedirse de su
maestra y los compañeros. Allí podría estudiar también. Tendría que haber
alguna escuelita, quizás no tan pequeña como la de Carricillo, pero seguro que
la dejarían continuar estudiando, aprender de geografía e historia, conocer más
sobre matemática y lenguaje. Primero se
animó a hablarle a su padre, ese ser fantasmal que propició un escape al que no
le encontraba razones. No habían cruzado más que saludos desde que llegaron, pero igual se acercó a él
una mañana y le pidió, sin rodeos, que la acompañase a la escuela; sólo eso
quería, no iba a pedirle dinero pues para eso tenía manos y piernas fuertes que
le permitían trabajar. Lucecita deseaba mostrarles a todos en ese nuevo lugar, que
también tenía un padre preocupado por sus necesidades, interesado en verla
feliz, dispuesto a defenderla si alguien intentaba propasarse con ella. Sin
embargo volvió a toparse con un ser insensible, mecánico, que debía esconder
debajo de su piel algún prototipo siniestro de hombre. “No tengo tiempo para esas cosas.
Si quieres estudiar trabaja. Aquí cada quien debe ganarse el pan”.
Dolió mucho, como si un fierro caliente le cayera en el corazón. Ese día volvió
a llorar de amargura. ¿Por qué papá no podía ser como todos los papás del
mundo? Contarle un cuento por las noches, ir con ella a la escuela de la mano o
tan solo abrazarla fuertemente para demostrarle su amor. La mañana siguiente
salió de casa muy temprano, cuando el sol clareaba y las avecillas murmuraban su
canto alegre. Se dirigió al campo, decidida a conseguir un jornal. Sabía que
nadie la conocía allí y que a las chicas de su edad no les permitían trabajar
en los cultivos. Incluso en Carricillo había tenido que demostrar un temple
severo para convencer al capataz de darle trabajo en las plantaciones de
tomate. Si era necesario madrugar, coger una palana o romperse el espinazo
labrando la tierra lo haría. Pero a casa
iba a volver con dinero en las manos; una parte entregaría a mamá Justina,
quien hacía malabares para cubrir los gastos de la comida, pues Severino
aportaba, como siempre, una miseria; otro poco de plata guardaría para
costearse la escuela. Esa tarde, aunque con los dedos ampollados y un terrible
dolor de espalda que la obligó a tomarse un calmante para aligerar la molestia,
retornó feliz. Le había demostrado al capataz de unos maizales que a pesar de
su corta edad podía hacer las mismas tareas que un hombre curtido. Iba a ganar
quince soles por un jornal de diez horas; era poco, pero le habían dicho que si
no le gustaba el pago o el horario podía ir a buscar trabajo en otro sitio. La
pequeña Luz no tardó en acostumbrarse a las tareas del campo, al nuevo pueblo y
su gente bonachona que empezaba a identificarla en las calles de San Jacinto
cuando la veían pasar rumbo al trabajo antes de las seis de la mañana o cuando paseaba
los domingos, junto a sus hermanos, en la plazuela. Aunque estuvieran en otro
lugar, la convivencia ácida con su padre persistía, resultaba irresoluble, volviéndose más peliaguda con el paso de los
años. Ni siquiera durante la navidad podían verse a la cara con buenos ojos. Ya no eran los tiempos pálidos de Carricillo,
ahora la familia esperaba el nacimiento del niño Jesús reunida en una
pequeña mesa que Lucecita se encargaba de preparar dos horas antes de la
medianoche. La vestía con un mantel blanco, colocaba luego los platos y
cubiertos de una manera tal que parecía iba a realizarse una gran ceremonia. Cerca
de las doce cada quien ocupada su lugar en la mesa. Mamá Justina se encargaba
de servir el chocolate caliente que tan bien le quedaba; traía los panecillos y
dejaba para el final un pollo bien horneado. La explosión masiva de bombardas, cohetones
y fuegos artificiales en la calle anunciaban que la hora de darse el efusivo
abrazo de navidad había llegado. Aquél momento de gratitud se convertía en el
más espinoso para Lucecita. Un cortocircuito le recorría el corazón al
acercarse a su padre. “Feliz Navidad Pa’”, le decía
palmoteándole apenas la espalda. “Feliz Navidad hija”, respondía el hombre sin ánimo.
Cada vez que me contaba algún retazo de su historia veía humedecer
sus ojos claros, sentía cómo se removían en su alma los recuerdos inflamados por
una vida atiborrada de tristezas,
marcada por la ausencia espiritual de un padre que aunque habitaba el mismo
espacio parecía vivir a miles de kilómetros de ella. La descomposición de su
rostro era una señal silenciosa para acercarme y abrazarla. Sentía su
respiración convulsionada, por momentos intercalada
con suspiros de amor.
-
Gracias por estar conmigo cuando te necesito,
soy muy feliz a tu lado; me decía
mientras su rostro se apoyaba en mi pecho y yo quería que se quedase
allí por horas, para siempre…
-
No tienes por qué agradecerme, te amo y lo único
que hago es dejar que mi corazón lo demuestre – mis brazos la apretaban con más
fuerza - No importa dónde estés Lucecita, mis oraciones y mi amor siempre te
alcanzarán.
La noche que recorrí junto a Luz los
súper mercados en busca de obsequios navideños para mis ahijados, me pareció que
caminaba junto a la niña de ojos claros que jugueteaba con sus cachorros en los
campos de Carricillo. Lucecita estaba
radiante, destilando sensualidad con una mini jean celeste que conjugaba muy
bien con una blusa beis; se veía tan linda que me provocaba besarla a cada momento.
En medio del vaivén de la gente imaginé por un instante que esos inmensos
anaqueles donde se exhibían todo tipo de mercaderías eran los gigantescos sauces
selváticos; borré a la multitud bulliciosa y quedamos los dos solos en ese
paisaje que recorríamos como dos niños enamorados. Durante varios minutos me
sentí un osado explorador caminando por la selva junto a su amada compañera.
¡Cuánta imaginación puede desatar el amor! En la sección de juguetes nos topamos con peluches
enormes de perros, osos, tigres y elefantes. Ella se acercó y contempló con
atención a un gracioso perrito afelpado. Le acarició la cabeza como si fuese un
animal de verdad. En ese momento debió acercarse a su niñez, recordar los
tiempos cálidos de Carricillo, sentir a sus pequeños cachorros. “Puedes
llevarlo”, le dije viéndola tan encariñada. Su respuesta fue negativa aunque
insistí hasta en dos ocasiones; así que pensé sorprenderla luego con un bonito
regalo de navidad. Cuando hubimos terminado de comprar los obsequios fuimos a
comer helado en una de las bancas del centro comercial. Ella había elegido uno
con sabor a vainilla y yo otro de lúcuma. Pasamos mucho tiempo allí saboreando el
bocado, sonriendo, mientras veíamos pasar a la gente con sus bolsos repletos de
regalos; a ratos acercaba mi rostro hasta quedar pegado a su nariz de avecilla;
cerraba los ojos, percibía su olor y sincronizadamente uníamos nuestros labios.
En ese momento la caja con el muñeco decapitado dentro era un recuerdo
desvanecido, no me preocupaba por las consecuencias que su aparición podría
traer a mi vida. Disfrutaba la compañía de Luz al máximo, olvidando por
completo que tal vez algún enemigo oculto tramaba desestabilizar mi entorno con
un trabajo de hechicería. Vivía feliz. A su lado pude comprobar que sólo cuando
compartimos nuestro tiempo con la persona ideal, es que podemos experimentar a
plenitud las maravillas del amor. Vivía enamorado
de Lucecita, la pequeña mujer con alma de hierro, que el destino colocó frente
a mí una tarde de febrero hace tres años en el gimnasio. Aunque no era tan
expresiva como yo solía serlo, sus sencillas muestras de amor servían para
endulzar mi vida. Un domingo, que son los días en que suelo prolongar mi sueño
más allá de las nueve de la mañana, llegó a casa de sorpresa a las 7:45 a.m.;
mamá la hizo ingresar, fue a mi cuarto y tocó la puerta insistentemente hasta
que consiguió despertarme. Cuando abrí se abalanzó sobre mí; así de pronto, sin
esperar a que le dijera algo, me besó. Aunque sólo se quedó unos minutos, ya
que debía estar a las ocho en la cevichería donde trabaja como moza, su corta
visita me mantuvo con una sonrisa en los labios durante todo el día.
Esos días previos a la navidad
pasamos mucho tiempo juntos; luego del entrenamiento en el gimnasio Luz retornaba
a casa para mirar películas comiendo galletas dietéticas, gelatina u otro
bocado bajo en calorías. A pesar de que las pelis de terror la espantaban,
terminaba convenciéndola de poner en el DVD algún vídeo terrorífico o sangriento.
Cuando aparecían en el televisor las escenas más aterradoras ella cerraba los
ojos y se acurrucaba a mi lado. Su cabello húmedo olía a una fragancia
deliciosa. Me gustaba sentir su cuerpo tibio
junto al mío, esa cintura y piernas cada día más firmes gracias a las duras
rutinas de pesas a las que se sometía. El jueves, casi una semana después de
haber encontrado el espantoso paquete en el gimnasio, hicimos un viaje
relámpago a Trujillo. Desde que bauticé a Lucas, viajaba cada Diciembre a la
ciudad de la eterna primavera para entregarle sus obsequios navideños. Por
primera vez llegué a casa de mis compadres en compañía de alguien. Unos días
antes les había dicho a través del celular: “Este año llegaré bien acompañado,
así que pongan un cubierto más en la mesa”. Durante el trayecto de ida no
pestañamos un solo minuto en las dos horas y media que tardó el bus para llegar a nuestro destino. Resultó
muy entretenido pasar ese tiempo prodigándonos mimos y caricias; nunca la había
sentido tan expresiva hasta entonces, lo que me hizo suponer que su amor iba
creciendo. Mi corazón bamboleó de felicidad.
Repetimos promesas de amor y repasamos algunos planes para el año entrante que debía
traer una serie de cambios importantes a nuestras vidas. En cada una de sus palabras
notaba la decisión firme de olvidar los sinsabores del pasado y construir un
futuro distinto conmigo. Admiraba su valentía, ese temple que tanto le valió para enfrentarse con las
adversidades que el destino le puso en el camino. Supongo que yo no habría podido
resistir todos esos avatares, no con mis vaivenes emocionales que terminaban
arrastrándome rápidamente al abandono de mi Fe. Ese corto viaje sirvió para
reafirmar que Luz me otorgaba el equilibrio emocional necesario; con ella podía
romper el círculo de tristeza y soledad en el cual me había visto atrapado por
años. Pero más allá de los sentimientos, existía entre nosotros una fórmula
resuelta. Así como el hidrógeno y el oxígeno se juntan para crear el agua; la
reunión de nuestros elementos encajaba a la perfección. Estaba convencido de
que con su fortaleza y voluntad para el trabajo sumado a mi habilidad en los
negocios podíamos incursionar en nuevos proyectos juntos. El gimnasio se había
mantenido en auge la temporada primaveral y según mis cálculos el verano
traería un vendaval de jóvenes dispuestos a mejorar su anatomía con las pesas,
lo que representaba un aumento considerable en mis ingresos. Además escribía
artículos para la revista cultural OF, entrenaba un equipo de fútbol
juvenil y había comenzado a distribuir la línea de suplementos nutricionales Universal
Sport. Mis amigos solían decir que me desenvolvía como un verdadero mil
oficios. La multiplicidad de trabajos permitiría reunir en los próximos
seis meses el capital suficiente para
montar una cevichería, un negocio rentable en la ciudad y que, además, Luz sabía
cómo manejar. Aquella idea venía madurando hace varios años atrás, pero en ese
momento sentía que el fruto estaba listo para ir a la mesa. Mientras
retornábamos a Chimbote, soltábamos algunos nombres con el que podríamos
bautizar el local. Para mí la mejor opción era, en vista de que ella sería
quien manejaría el establecimiento: Restaurant Cevichería “Lucecita”. Sin embargo
Luz creía que con el tiempo podríamos encontrar una mejor opción. Finalmente,
podía afirmar, que después de un largo periodo atrapado en la soledad, preso de
los apuros económicos, estaba camino a la consolidación económica y sentimental.
Llevaba la vida que siempre quise tener: escribía, me mantenía ligado a los
deportes, mis ingresos aumentaban gracias a ello, y pasaba momentos
maravillosos acompañado de una mujer que se ajustaba como perilla al dedo a mi estilo de vida. Esa noche llegamos a casa cerca de las once. Le pedí que se
quedara. “Está bien, pero no te acostumbres”, respondió con una sonrisa de
complicidad. Ni bien quedamos a oscuras nuestras bocas callaron, dejando que
brotara otro lenguaje. El amor habló por nosotros como otras tantas noches en
las que su cuerpo y el mío siguieron un mismo camino hasta el amanecer.
Por la mañana nos despedimos con
un tierno beso. Ella apuró el paso hacia su habitación para alistarse y salir
rumbo al trabajo mientras que yo me quedé retocando las crónicas que debían ser
publicadas en la edición veraniega de OF. De mañana suele venir poca gente
a entrenar en el gimnasio, así que dedico las primeras horas a escribir. Tenía que
avanzar rápido, pues faltaban apenas dos semanas para el lanzamiento y Juan
Aquino, director de la revista, llamaba al celular mañana, tarde y noche reclamando
que le enviara pronto los textos. Apenas encendí la laptop un presentimiento
oscuro se disparó en mi corazón. Anteriormente me habían asaltado ese tipo de
sensaciones que anunciaban la cercanía del peligro. Recordé que el año
anterior, cuando sufrí el robo de la computadora portátil, una bocinada
interior sirvió como alerta que ayudó a descubrir la presencia del ladrón en el
dormitorio. Esa vez me encontraba, como todas las tardes, en plena rutina de
pesas, de pronto una palpitación angustiosa en mi pecho rugió como un león
cuando vi pasar por mi lado al “colarao”. “Adiós Marco”, se despidió con un
apretón de manos. El muchacho llevaba una mochila negra en la espalda que a simple
vista se notaba vacía. No había tardado más de cinco minutos desde su llegada,
así que me dio mala espina. A pesar de ello no pensaba seguirlo, pues aún debía
completar dos series más de bíceps. Tomé la barra Z y comencé a levantarla repetidamente
hasta la altura del pecho. “Uno… dos… tres… cuatro…” Inhalaba al esfuerzo y
exhalaba cuando dejaba caer el peso.
Antes de la octava repetición, mi corazón se aceleró como si estuviera
en la última vuelta de una carrera de 1200 metros. Ya no podía seguir más, solté
la barra intempestivamente y bajé a la carrera por las escaleras en busca de
agua. Cuando estuve en el segundo piso me topé de nuevo con el “colorao”. “¡Qué
carajos llevas allí!”, grité al intruso, quien sujetaba con su mano derecha la
mochila negra en la que parecía haber llenado algo. El rostro del muchacho se
encendió al verse sorprendido, adoptando el color de un tomate. “No te muevas”,
me dijo exaltado mostrándome un revólver que sacó de la cintura. Mantuvo el arma contra mí hasta que llegó al
primer piso y salió a la carrera luego de abrir la reja de fierro. ¿Qué carajos
se está llevando? Entré al dormitorio y noté que faltaba mi laptop, el objeto
más valioso que tengo, pues allí están guardados un millar de fotografías
familiares, además de varios cuentos, cientos de poemas y los primeros cinco
capítulos de una novela que espero publicar algún día. Sin dudar fui tras el
ladronzuelo; lo vi doblar la esquina a tranco rápido; corrí lo más rápido que
pude y cerca estuve atraparlo a pesar de que en un inicio me llevaba cien metros
de distancia, pero el cambio de luces en el semáforo ubicado entre las avenidas
Pardo y Balta lo salvó de una segura golpiza. Una hilera de autos circuló a
40km por hora con la luz verde encendida, interrumpiendo mi paso. De no haber sido por
aquél presentimiento que se instaló en mi pecho no hubiese podido sorprender al
ladrón en el momento justo. La recuperación de mi laptop me costó un par de
días en los que llegué a buscar al “colorao” primero en su casa, luego en cada antro
donde se camuflan los drogadictos de la ciudad, hasta que un amigo lo ubicó en
Lima, ciudad donde solía refugiarse luego de sus fechorías. No iba a dar por
perdida mi computadora portátil, así que esa misma noche inicié una campaña de
desprestigio en contra del “colorao”. Descargué una de sus fotos del Facebook y
la difundí en infinidad de muros, incluso en el de sus familiares, acusándolo
de ladrón. Debió sentir la presión masiva, pues antes de las cuarentaiocho horas
devolvió mi equipo.
¿Cuál podía ser ahora el motivo
de esta sensación de angustia? ¿La caja? Sí, claro, esto tendría que ver con ese
horrible muñeco decapitado que hallé en el gimnasio. No había pasado mucho
tiempo de aquello, los recuerdos aún estaban frescos. Aunque traté de
concentrarme en lo que escribía, fue difícil completar siquiera una de las
crónicas, así que abandoné la tarea y fui a dar una vuelta por la ciudad. Pasé por la cevichería donde Luz trabaja y la
contemplé en las correrías de su faena. Le hice una seña con la mano y al verme
sonrió. El sólo verla le otorgaba tranquilidad a mi alma. Retorné a casa
sosegado, dispuesto a continuar con la escritura hasta que fueran las cuatro de
la tarde. Aquél viernes no iba terminar con normalidad. Algo oscuro se
anunciaba en mi corazón, pero no tenía la menor idea de lo que podía ser. Luz llegó
como siempre poco antes de las seis, no tardó más de dos minutos en alistarse y
dio inicio a su rutina como de costumbre con diez minutos de calentamiento en
la bicicleta. Le conté que una opresión en el pecho me había perseguido durante
el día. “Debes estar cansado por el viaje. No te preocupes que esta noche dormirás
solo para que descanses tranquilo mi amor”, respondió con una sonrisa pícara. “Sí,
eso debe ser, estos últimos días no he dormido muy bien que digamos”. El gimnasio estaba en su hora pico.
Más de veinte personas hacían sonar las mancuernas, exclamando crujidos de dolor al hacer
explotar sus músculos cargando elevados kilos de peso, mientras sonaba una
compilación de la música electrónica del momento. A pesar del intento por zafarme
de aquella sensación angustiosa, esta empezó a dominar mi estado de ánimo y por
un momento creí que algo realmente espantoso podría ocurrir en ese momento. No
perdía de vista a Luz y trataba de estar lo más cerca posible a ella. Ya en el
inicio del negocio habían ocurrido accidentes que por poco se convierten en
desgracias. A las nueve de la noche terminó su agotadora rutina. Nos sentamos
en la prensa (máquina para piernas) a planear qué hacer el fin de semana. Mi
hermano Pepe cumplía años el día siguiente, así que cabía la posibilidad de
visitar una disco para bailar. No sé en qué momento apareció, pero cuando giré
la cabeza hacia el oeste, el ave estaba
parada sobre una de las barandas de madera con la vista sobre nosotros. ¿Una
paloma? Cómo podía haber llegado una paloma hasta allí si el palomar más
cercano estaba a varios kilómetros. Además
este tipo de ave no vuela por las noches pues su visibilidad es deficiente,
casi como un hombre con astigmatismo crónico. Durante los nueve años de funcionamiento que tenía
el gimnasio nunca había visto un ave de ese tipo posarse en ninguno de los
muros. Estas volaban siempre en dirección al sur o hacia el norte a más de cien
metros de altura. Luz también se había percatado que el animal tenía la vista
fija hacia donde estábamos sentados. Era una mirada desquiciada, impaciente, como
de quien tiene al frente a sus víctimas. Recordaba a las palomas que mi abuela Felipa
criaba en su huerto de frutales, como
aves dóciles, de mirar calmado, casi angelical. Incluso en la Biblia se relata que
estas aves están relacionadas con la divinidad. Esta paloma (blanca), en
cambio, parecía tener una intención premeditada, bastante maléfica para estar
allí justo a esa hora, cuando el gimnasio empezaba a despoblarse. Me acerqué
con cuidado hasta donde se encontraba el ave y pude notar que tenía el plumaje
sucio, parecía haberse revolcado en la tierra o haber sido sometida a algún
tipo de maltrato. A pesar que estuve a solo veinte centímetros de ella ni
siquiera se impacientó. Mantenía su aire psicótico que causaba espanto. ¿Por
qué no tomé uno de los bastones y la golpeé? Si era cierto lo que me contó en
una ocasión la hechicera Diana sobre el poder que tenían algunos brujos pactados
con el diablo, para transmutar su alma al cuerpo de animales, tal vez me
hubiese topado con una desagradable sorpresa. A lo único que atiné fue a
exclamar un ¡usha! ¡usha!, tratando de espantar al animal, pero este ni se
inmutó. Cuando Luz me pidió que regresara a su lado el ave siguió mis pasos, movió
la cabeza de un lado a otro sin perderme de vista. “Nos está mirando”, le dije.
“No exageres mi amor, es sólo una avecita que se extravió en la noche”, trató
de calmarme. Así era ella, buscaba siempre ponerle paños fríos a las
situaciones confusas. Tal y como apareció sin percatarnos, la paloma se marchó perdiéndose
en la noche sin darnos cuenta hacia dónde fue a parar. Para mí la presencia de aquél animal tenía una
estrecha relación con el paquete que había encontrado en el gimnasio una semana
antes y explicaba, además, el porqué de la angustia en mi corazón aquél viernes.
En ese momento pensaba que sucesos oscuros podían ocurrir a mi alrededor.
¿Cuándo? Esa pregunta no tenía respuesta. El maligno tiene sus propios tiempos.
Lo que sí me quedó claro después de ver a aquella paloma es que alguien había
pagado una buena cantidad de dinero por ese trabajo de brujería ¿Pero quién?
Muy buena historia.. me cautivó desde el primer capítulo y ahora estoy aquí terminando de leer el séptimo...
ResponderEliminarlas personas buscamos siempre algo en que distraernos para poder sobrellevar el tedio de la rutina... y que mejor q una buena lectura para salir de ese tedio..
Gracias Marc por compartirla (Y)