I
Viernes 23 de Enero del 2014
(00:40 a.m.)
Hoy he decido, por fin, empezar a
contar esta historia. No persigo fama, tampoco atraer la atención de alguien
que pudiera sentir compasión o piedad hacia mí. Sólo sé que debo extirpar un
tumor que crece en mi alma. Estos últimos días los he vivido de manera
aterradora, envuelto en una maraña de dudas, miedos e incertidumbre por la repetición
constante y cíclica de acontecimientos oscuros que podrían servir de
inspiración a cualquier novelista aficionado a las historias de terror. Debo
reconocer que hasta ahora no había visto algo similar, salvo en las películas
de espanto o en alguna de las novelas de Stephen King. A pesar de haber transcurrido dos décadas desde
la primera vez que metí mis narices en el mundo del ocultismo, ha sido hasta ahora
que pude toparme cara a cara con el terrorífico rostro del mal. Sería
apresurado intentar describir en estas
primeras líneas lo que aconteció hace pocas semanas. Sólo puedo adelantar que he sido víctima de un
muy bien elaborado trabajo de hechicería. Alguien tramó un ardid en mi contra;
puedo intuir que motivado por un odio que no alcanzo descifrar, pues he sido
siempre muy cortés y diplomático con mis amigos y en cierta medida con quienes
se han puesto del lado de la enemistad. Sin embargo el corazón del hombre puede
anidar rencores enfermizos. Quien haya sido el artífice de este entripado
macabro debió gastar una muy buena cantidad de dinero. Esto no parece ser obra
de un aprendiz o charlatán, aquí ha metido la mano alguien que sabe pactar con
el maléfico demonio. Los incrédulos podrán decir que pretendo armar una trama
basándome en una superstición. Puede que, incluso, acerquen mi estado emocional
con la locura y sugieran un tratamiento psiquiátrico para alejar de mi mente
todo tipo de apariciones fantasmales. Supongo que no es frecuente toparse con
alguien que toda su vida ha estado involucrado con sucesos paranormales. Admito que soy ese sujeto. Un ser humano cuya
existencia se vio amenazada desde su infancia por eventos misteriosos
vinculados con el esoterismo y la hechicería. Pero hoy mi temor no es el mismo
de años pasados, esta vez he llegado a creer que me encuentro ante la antesala
de una hecatombe. No estoy exagerando,
lo que ocurrió días atrás es mucho más que una señal de mal augurio. Si me han seguido hasta aquí puedo decirles
que nunca antes sentí esta escalofriante sensación que me acompaña esta
madrugada. Seguro estarán preguntándose qué ha ocurrido…
Todo volvió a comenzar con la
aparición de un extraño paquete a mediados de diciembre del año anterior (2013),
en el tercer nivel de mi casa, donde funciona un pequeño lugar de entrenamiento con
pesas (gimnasio) que logré construir con mucho esfuerzo hace nueve años. En ese
espacio suelen entrenar durante el verano hasta cuarenta personas al día. He
sido un aficionado a los deportes desde que era un niño. Jugaba fútbol en las
calles, aún sin asfaltar, del convulsionado barrio de Pueblo Libre donde he
vivido desde que nací; luego en la selección de mi escuela, también en el
equipo de la universidad, e incluso tuve un corto paso por algunos equipos de
la Liga de Fútbol. Hasta antes que me detectaran un mal en los riñones que
limitó mis aventuras atléticas, solía despertar a las 5:30 a.m. para ir a trote
rumbo al río Lacramarca.
Eran algo de 3 kilómetros de distancia que cubría en menos de veinte minutos. Mi
pasión por la actividad física hizo que con ingenio colocara cemento en cuatro
baldes de manjar blanco y los uniera con bastones de veinte centímetros,
obteniendo así un par de curiosas
mancuernas. Por si eso fuera poco solía colgarme del marco de mi puerta para
realizar barras. Alguno de ustedes lo
habrá intentado también.
Una noche allá por el año 2003,
mientras iba camino a la universidad en el automóvil, divisé en los altos de un
edificio, el movimiento incansable de un gimnasio. La gente se movía,
transpiraba, cargaba barras con discos de hierro a los costados, jalaba poleas,
mientras que algunos se movían al ritmo de una música acelerada. En ese momento
me nació el bichito de montar un lugar de entrenamiento con pesas. No uno tan
grande como aquél, pero si algo modesto y acogedor. Tardé un año en hacer
realidad aquél anhelo, gracias a unos ahorros que había guardado a lo largo de
mi vida universitaria en los que aprendí a ganar dinero asesorando proyectos y
digitando a computadora los trabajos de la mayoría de mis compañeros de clase.
Ayudó también un préstamo que gentilmente me hizo papá. Una noche de febrero
del 2004 bautizamos el local con el nombre de “GYM CARLITOS; una vecina religiosa se encargó de rezar el
rosario y echar agua bendita ante la ausencia de un sacerdote. Desde entonces han pasado temporadas buenas y
malas, veranos candentes donde el lugar lucía atiborrado de gente y había que
esperar un buen rato para poder entrenar; tiempos de duelo cuando fallecieron,
en un trágico accidente automovilístico, las hermanas Pérez, quienes habían
pasado dos meses entrenado aquí. Recuerdo un año muy malo, lleno de
circunstancias tenebrosas; al parecer la mala suerte se había instalado en el
gimnasio pues en poco menos de un mes se produjeron cinco accidentes, uno de
ellos muy serio en el que casi pierde la vida un amigo ingeniero, al que por
poco se le destapa el cráneo al caérsele encima una barra con sesenta kilos de
peso, mientras hacía sentadillas. El resultado del accidente fue una ceja
abierta que tuvieron que suturar con ocho puntos. Las semanas siguientes la
gente se ausentó por la presencia de un invierno endemoniado que se extendió
hasta noviembre aquél año; lloviznas intensas, vientos helados y densas
neblinas caracterizaron la friolera estación.
Para mí fue la peor de las temporadas; los ingresos que obtenía a diario
eran irrisorios. Había pasado de una época de bonanza a un tiempo marchito en
el que apenas podía reunir los soles
suficientes para mi manutención. A pesar de la racha incómoda, nunca me pasó por
la cabeza cerrar el negocio. Tenía una ligación emocional muy fuerte con ese
montón de discos de bronce, mancuernas y bancos de pecho que no permitía que
optara por el cierre. Por el contrario, siempre buscaba incorporar algo nuevo;
eso me había llevado a pedir un crédito bancario con el fin de hacer mejoras y
comprar algunos aparatos para el gimnasio. Atrincherado por aquella deuda fui
en busca de un empleo temporal. Trabajé como ayudante de un electricista y
también empadronando viviendas durante el censo. Estudiar la secundaria en un colegio
técnico y haber pasado unos años en la universidad servían de algo a la hora de
conseguir trabajo. Una vez saldada la deuda y con la llegada del verano las
cosas en el negocio tuvieron un mejor semblante. Por entonces mantenía una
relación sentimental con Yamilé, una chica cuyos ojos tenían un color parecido a
la miel fresca; durante las noches ese par de luceros brillaban con tal
intensidad que se hacía difícil escapar de su mirada. Aunque mi realidad
económica no era como para sonreír, su presencia me consolaba. El amor resulta
ser una buena medicina en los momentos agrios. ¿Pero qué ocurre cuando se
acaba? O cuando acaba la dosis en un corazón pero el otro aún conserva resquicios
de amor. Al parecer no existe una relación lógica ni uniforme entre el inicio y
el término de este sentimiento en una pareja. Eso lo entendí una mañana de
agosto cuando Yamilé se paró frente a mí y con dos palabras destrozó algo en mi
interior. Podría decir que hasta mis huesos sufrieron el impacto de su
contundente: ¡SE ACABÓ! Acaso podía terminar todo de esa manera, así como se acaba la mantequilla, el azúcar o
la leche. En medio de aquella terrible
confusión sentimental, recurrí por
enésima vez a Marilyn, la única mujer que conoce a profundidad mis traspiés por
el ocultismo. Aunque hace mucho que le perdí el rastro, sé que aún perdura en
su memoria las noches en que nos aventuramos a viajar a través del tiempo,
guiados por un ánima que se manifestaba mediante un grupo de cartas
españolas. Ella fue quien me acercó a
las artes esotéricas. No se consideraba una tarotista, menos una bruja, decía
que poseía un don y que lo empleaba para ayudar a las personas. Hubo una época
en la que no tomaba una decisión sin antes consultarle. Aunque trababa de librarme
de aquella dependencia, terminaba por convocarla cuando los problemas parecían
tener un origen oscuro. Para entonces ninguno sospechaba que aquella práctica
traería consecuencias funestas más adelante. Nos dejábamos llevar por la
tentación de truncar las intenciones del destino.
La partida intempestiva de Yamilé me hizo buscar de nuevo a Marilyn y sus cartas españolas. La hice venir a mi
casa una noche, como de costumbre pasada las nueve. Llegó puntual, vestida con
un jean que ponía en aprietos a los hombres cuando la veían pasar. Usaba
maquillaje discreto y solía pintarse el cabello al menos un par de veces al año.
Esa ocasión lo traía de un tono amarronado que particularmente no me gustaba.
“El tono rojizo te va mejor”, le dije una vez. Cuando tiró las cartas sobre mi
cama la expresión de su rostro se adelantó a decirme que no iba a escuchar
buenas noticias. “Te han jugado sucio amigo. Veo mucha envidia a tu alrededor y
a un hombre que tiene un odio enfermizo hacia ti. Esta persona quiere verte
truncado, abatido…”. Es cierto que la mayoría de enemigos se los gana uno
gratuitamente; en la primaria, por ejemplo, había un niño que siempre me
buscaba a la hora de recreo para golpearme. No entendía por qué me había
elegido. Quizás le desagradaba que la guapa profesora Nancy me tuviera una
consideración especial por mis buenas calificaciones. Estaba harto de sus
ataques, tanto que durante varios días pensé en la manera de librarme de él. Sólo
se me ocurría tomarlo por el cuello y cortárselo con una navaja, pero no tenía el
valor para ejecutar mi plan macabro. En verdad me sentía frustrado, capaz de un
acto salvaje dirigido a terminar con su abusiva conducta en mi contra. Hasta
que por fin, durante un recreo, llegó la oportunidad de arreglar cuentas con
Diego Osorio. Sí, ese era el nombre del niño pegalón. La pelota cayó en mi
cabeza mientras comía una manzana sentado en las gradas del estrado. “Pensaste
que hoy te librarías de mí”. Levanté la mirada y estaba parado a medio metro. Su sonrisa burlona era otra forma de castigo. No
quería seguir soportándolo. A pesar de su gran tamaño, tenía que acabar con el
abusivo Diego Osorio en ese instante. No iba a tener otra oportunidad. El balón
había caído justo al costado de mi pierna derecha; sabía que podía golpear la
pelota tan fuerte como para remecer el travesaño de los arcos de fulbito. Me
paré, tomé el balón y le di un puntapié, el más duro que había dado hasta
entonces. Fue un golpe de ira, conteniendo meses de congoja y llanto nocturno. La cabeza de Diego se tambaleó de un lado a
otro como un muñeco inflable. Luego vino un llanto, la retirada, mi alegría, mi
libertad… Sin embargo, el enemigo que aparecía en las cartas de Marilyn era
distinto, se trataba de un ser astuto que buscaba en las artes del ocultismo el
arma perfecta para derrocarme, o al menos eso pretendía. “Ahora te toca
preguntar”. Aquella era la parte más atractiva en todo el ritual de
cartomancia. “¿Quién es esa persona? Puedes decirme algo de él, porqué quiere hacerme
daño. ¿Lo conozco?... Tantas preguntas
juntas no abatían nunca a Marilyn. Conocía muy bien su trabajo y sabía actuar
en cualquier circunstancia como una verdadera profesional. Muy resuelta recogió
las cartas y volvió a barajarlas, luego las agrupó y me pidió cortar la baraja
en tres. El sujeto detrás de las
artimañas maléficas era una ex- pareja de Yamilé. Un hombre que, al parecer, no
podía olvidar la curvatura casi perfecta de su silueta ni el brillo intenso de
sus ojos. Yo representaba un obstáculo en el camino que se había trazado para
recuperar su amor. Sin proponérmelo me convertí en el blanco de un psicópata
obsesionado. Desde entonces me hice una idea monstruosa de todas las ex –
parejas. El desamor debía convertirlos en tipos resentidos capaces de recurrir
a cualquier método – incluso la brujería – con tal de traer de vuelta a sus
mujeres. Una actitud enfermiza, desesperante… ¿Yo también me convertiría en alguien así?
Cuando Marilyn enfundó sus cartas
y estaba a punto de marcharse la tomé del brazo. No quería que se fuera. Sentía
miedo, como un niño que acaba de ver una película de terror y necesita de
alguien a su costado para poder dormir. “¿Qué crees que debería hacer?”, le
pregunté contrariado. Ella me miró con ternura, tomó mi mano y pronunció las
palabras exactas. Aquellas que necesitaba oír en ese momento. “Ten Fe en Dios.
Si Él está contigo nadie podrá contra ti”. Por entonces mis lazos con el creador
estaban resquebrajados; podría decirse que me encontraba más cerca del agnosticismo
que de ser un cristiano fervoroso, algo que en mi juventud había practicado con
tesón. Esa ruptura con Dios influyó en mi decisión de enfrentar al enemigo con
las mismas armas que él empleaba. Todo se pactó muy rápido, con la urgencia de
un paciente que necesita ser intervenido quirúrgicamente para salvarle la vida.
Sólo una semana después de conocer el acecho de fuerzas del mal en mi contra visité
una hechicera en las afueras de la ciudad. No quería correr ningún riesgo. Antecedentes
tenía de sobra para prestarle la atención debida a los vaticinios de las cartas
españolas.
Durante mi infancia vi morir a mi
hermano Juanchi, víctima de un extraño mal que ningún doctor logró
diagnosticar. Mi madre, devastada por la muerte de su pequeño hijo de nueve
años, recurrió a una pitonisa para que ésta descubriera a través de la hoja de
coca el verdadero motivo de su tempranera desaparición. “Al niño lo ha matado le brujería”, le dijo.
Esa frase quedó grabada como un estribillo que sonaba en mi cabeza con un
ímpetu avasallador. “Brujería”. “Brujería”. A pesar de que por entonces no
entendía el significado ni la magnitud de esa palabra, creo que empecé a
vincularme con ella por el simple hecho de haber acompañado a mi madre a
conocer la verdad. Desde entonces un
halito tenebroso inundó nuestra morada. Cada cierto tiempo aparecían ramos de
flores marchitas en nuestro balcón, piscas de sal en el borde de nuestra puerta
y ventana que daban a la calle; algunas ocasiones la casa se llenaba de ruidos
extraños, como si alguien más habitara con nosotros, alguien que era capaz de
mover las sillas levemente o soltar objetos desde lo alto, pero que también
podía cambiar de humor y convertirse en una fiera que chocaba contra la puerta
de mi habitación, como si tratara de ingresar a la fuerza. Mis intentos de
gritar pidiendo ayuda resultaban inútiles. Tenía atorada la garganta, con
claros síntomas de estar asfixiándome. Ni siquiera podía bajar de la cama
porque el cuerpo no atendía las órdenes de mi cerebro. Ese terrible momento
duraba sólo unos segundos; el invasor parecía cansarse y emprendía la retirada
dejando ver su silueta oscura a través de la ventana que daba al pasillo. ¿Por qué no conseguía entrar? Algo debía
detenerlo, impedir que penetrara y me hiciera algún tipo de daño. La única
explicación que pude encontrar a lo largo de todos estos años se basa en la
presencia implacable de Juanchi, quien como un escudero se paraba delante de mi
puerta e impedía que aquella fuerza siniestra ingresara.
Situaciones como aquella ocurrieron
cada cierto tiempo a mi alrededor; fue justamente esa repetición cíclica la que
acrecentó mis dudas y temores, resultando determinante a la hora de optar por recurrir
a una hechicera en busca de ayuda. Sé que recibiré muchas objeciones; censura e
incluso desmérito de quienes estén aquí siguiendo este relato; pero sí he tomado
la decisión de contar mis entretelones con el ocultismo debo ajustarme a la
verdad sin reparos morales; tampoco debo permitir que la presión de algunos
personajes involucrados merme mi deseo de ser lo más exacto posible en hechos y
circunstancias. Con Marilyn, por ejemplo, no mantengo ningún tipo de contacto
por este tiempo; a pesar de haber sido grandes amigos hace varios años que no
recibo un mensaje de texto al celular ni un saludo por alguna red social de su
parte. Pero sé que ella aprobaría esta decisión de contar cada detalle de lo
que compartimos en las artes esotéricas. Al resto le pido disculpas anticipadas
por vulnerar parte de su intimidad. Si desean saber qué pasó con Yamilé,
otorgaré unas líneas para explicar que la ex – pareja finalmente consiguió el
propósito de someterla de nuevo a su lado, porque el amor se convierte
justamente en eso, una forma de sometimiento involuntario cuando se hace uso de
la hechicería para traer al ser “amado” de vuelta. A mí me tocó resignarme,
aunque costó varios meses de nostalgia en los que recurrí al método más eficaz
que conozco para dejar atrás un amor: la poesía. Ya ha sido suficiente, por ahora, de remontarnos
al pasado; más adelante seguro que aparecerán relatos espantosos, es mi
compromiso, no voy a dejarlos con ninguna duda sin resolver; pero es momento de
volver al extraño paquete que apareció en diciembre del año pasado en el
gimnasio…
Mientras roseaba el combustible
sobre la caja, tirada en medio de la pista, trataba de entender por qué todo
volvía a repetirse. Una vez más me sentía atenazado por la presencia de
maleficios. Estaba seguro que aunque el paquete quedara convertido en cenizas
la mirada macabra de aquella cabeza calva persistiría en mi mente muchos días
más. El hechizo tampoco iba a deshacerse con el fuego; así que debía prepararme
para librar una batalla espiritual que no tardaría en empezar. Aquella noche de
viernes fue el inicio de una nueva historia de terror. Los días siguientes tuve
la sensación de estar convertido en el protagonista de la trama de algún
escritor maldito que narraba la más oscura de sus novelas. Sin embargo no podía
negar la realidad, aquél paquete que empezaba a consumirse por el fuego era,
sin dudas, un muy bien elaborado trabajo de hechicería. No tenía la menor idea
de quién pudo haberse tomado el tiempo, además de gastar varios billetes para
torcer mi suerte y verme apabullado. Descifrar esas interrogantes no era
prioritario en ese momento. Los primeros minutos del día sábado transcurrían a
un ritmo solemne. Tic Tac, Tic Tac, en todos los relojes de la curvilínea cuadra
once de Espinar. El fuego intenso propulsado por el chorreo del petróleo desató
una humareda que fue expandiéndose cuesta abajo en dirección a la avenida
aviación, donde un grupo de jóvenes parlaban entretenidos. Sólo habían treinta metros
de distancia desde nuestra casa, así que el paquete podía distinguirse con
claridad; pero claro, ellos no tenían la menor idea de lo que estaba
consumiéndose en su interior. Desde la puerta del callejón mi madre, Ángela,
Pepe y Luz observaron la escena petrificados. Nadie quería ser partícipe de
aquello, sabían que manteniéndose lo más lejos posible del muñeco decapitado corrían
menos riesgos de ser tocados por el mal agüero. Pero aun así, para nadie iba
resultar sencillo conciliar el sueño aquella noche, salvo mi padre, quien ni
siquiera puso un pie fuera de su cama. Cuando ingresamos a casa, luego de que el
paquete quedara convertido en cenizas, lo encontramos prendido de los
noticieros de media noche. Al sentir nuestro andar acompañado de murmuraciones soltó
una frase con su voz tosca. “¡Ya dejen de creer en esas cosas y vayan a dormir!”.
Antes de que eso ocurriera invité a todos a subir hasta el gimnasio para
graficar insitu el lugar exacto donde hallé el paquete, algo parecido a una reconstrucción
de los hechos policiaca. Las miradas de los presentes denotaban espanto, el
viento ajetreaba las esteras elevándolas ligeramente como hojas de papel. Varios
de los amarres de fierro eran víctimas del óxido y terminaron por ceder a la
presión de la lluvia y el calor sofocante de más de diez veranos. El clima nocturno no era el de los mejores
días veraniegos, así que la primera en desertar fue mi hermana, quien a pesar de
abrigarse con una casaca de lana, decidió bajar a su habitación para proteger
del frío al bebé que llevaba dentro. “Allí estaba”, señalé en dirección a una
esquina. “Era demasiado grande como para pasar desapercibido”, expliqué avanzando
por todo el lugar como un perro sabueso que olfatea en busca de obtener alguna
pista. “Alguien debió ver el paquete. Acaso nadie notó algo sospechoso. Tal vez
tú Pepé, que estás toda la tarde cuidando el internet viste a alguien que por
primera vez llegó a entrenar…”, la ausencia de respuestas empezaba a alterarme.
Mi madre respondió que no había visto nada extraño; era comprensible pues por
la tarde solía darse una siesta de dos horas. Pepe también dio una respuesta
negativa, excusándose en que los días anteriores se tomó varios minutos de la
tarde en ordenar su habitación. “No averiguarás nada ahora, cálmate y mañana temprano
preguntas a los chicos que vienen a entrenar”; a pesar de permanecer en
silencio desde que empezamos a desmantelar la caja, Luz logró tranquilizarme
con sus palabras. “Será mejor que duermas mi amor”. Luego de mucho rato volví a tomarme el tiempo
de contemplar fijamente sus ojos teñidos del color de la miel. “Sólo dormiré
tranquilo si me acompañas esta noche”. Mi pequeña compañera aceptó con una
sonrisa cómplice. Ya en mi habitación me acomodé como siempre al lado derecho de
la cama; ella aligeró sus prendas para recostarse. Cuando estuvo a mi costado apoyó
su cabeza sobre mi pecho y me pidió no hablar más del tema. En ese espacio en
el que se desnudaban nuestras almas sucumbí una vez más su perfume, dejando en
el olvido por esas horas todo intento de brujos y hechiceros que se esmeraban
en robar mi tranquilidad.
Buena literatura.
ResponderEliminarMuy interesante el contenido...
ResponderEliminarEL LIBRO ESTA MUY INTERESANTE, ESTOY SEGURO DE QUE USTED LLEGARA MUY LEJOS, EXITOS Y FELICIDADES C:
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