domingo, 12 de enero de 2014

EL OCASO DE LA TRISTEZA (Primer Capítulo)

I
Viernes 23 de Enero del 2014 (00:40 a.m.)
Hoy he decido, por fin, empezar a contar esta historia. No persigo fama, tampoco atraer la atención de alguien que pudiera sentir compasión o piedad hacia mí. Sólo sé que debo extirpar un tumor que crece en mi alma. Estos últimos días los he vivido de manera aterradora, envuelto en una maraña de dudas, miedos e incertidumbre por la repetición constante y cíclica de acontecimientos oscuros que podrían servir de inspiración a cualquier novelista aficionado a las historias de terror. Debo reconocer que hasta ahora no había visto algo similar, salvo en las películas de espanto o en alguna de las novelas de Stephen King.  A pesar de haber transcurrido dos décadas desde la primera vez que metí mis narices en el mundo del ocultismo, ha sido hasta ahora que pude toparme cara a cara con el terrorífico rostro del mal. Sería apresurado intentar  describir en estas primeras líneas lo que aconteció hace pocas semanas.  Sólo puedo adelantar que he sido víctima de un muy bien elaborado trabajo de hechicería. Alguien tramó un ardid en mi contra; puedo intuir que motivado por un odio que no alcanzo descifrar, pues he sido siempre muy cortés y diplomático con mis amigos y en cierta medida con quienes se han puesto del lado de la enemistad. Sin embargo el corazón del hombre puede anidar rencores enfermizos. Quien haya sido el artífice de este entripado macabro debió gastar una muy buena cantidad de dinero. Esto no parece ser obra de un aprendiz o charlatán, aquí ha metido la mano alguien que sabe pactar con el maléfico demonio. Los incrédulos podrán decir que pretendo armar una trama basándome en una superstición. Puede que, incluso, acerquen mi estado emocional con la locura y sugieran un tratamiento psiquiátrico para alejar de mi mente todo tipo de apariciones fantasmales. Supongo que no es frecuente toparse con alguien que toda su vida ha estado involucrado con sucesos paranormales.  Admito que soy ese sujeto. Un ser humano cuya existencia se vio amenazada desde su infancia por eventos misteriosos vinculados con el esoterismo y la hechicería. Pero hoy mi temor no es el mismo de años pasados, esta vez he llegado a creer que me encuentro ante la antesala de una hecatombe.  No estoy exagerando, lo que ocurrió días atrás es mucho más que una señal de mal augurio.  Si me han seguido hasta aquí puedo decirles que nunca antes sentí esta escalofriante sensación que me acompaña esta madrugada. Seguro estarán preguntándose qué ha ocurrido…

Todo volvió a comenzar con la aparición de un extraño paquete a mediados de diciembre del año anterior (2013), en el tercer nivel de mi casa, donde  funciona un pequeño lugar de entrenamiento con pesas (gimnasio) que logré construir con mucho esfuerzo hace nueve años. En ese espacio suelen entrenar durante el verano hasta cuarenta personas al día. He sido un aficionado a los deportes desde que era un niño. Jugaba fútbol en las calles, aún sin asfaltar, del convulsionado barrio de Pueblo Libre donde he vivido desde que nací; luego en la selección de mi escuela, también en el equipo de la universidad, e incluso tuve un corto paso por algunos equipos de la Liga de Fútbol. Hasta antes que me detectaran un mal en los riñones que limitó mis aventuras atléticas, solía despertar a las 5:30 a.m. para ir a trote  rumbo  al río  Lacramarca. Eran algo de 3 kilómetros de distancia que cubría en menos de veinte minutos. Mi pasión por la actividad física hizo que con ingenio colocara cemento en cuatro baldes de manjar blanco y los uniera con bastones de veinte centímetros, obteniendo así un par de curiosas  mancuernas. Por si eso fuera poco solía colgarme del marco de mi puerta para realizar barras. Alguno  de ustedes lo habrá intentado también.    

Una noche allá por el año 2003, mientras iba camino a la universidad en el automóvil, divisé en los altos de un edificio, el movimiento incansable de un gimnasio. La gente se movía, transpiraba, cargaba barras con discos de hierro a los costados, jalaba poleas, mientras que algunos se movían al ritmo de una música acelerada. En ese momento me nació el bichito de montar un lugar de entrenamiento con pesas. No uno tan grande como aquél, pero si algo modesto y acogedor. Tardé un año en hacer realidad aquél anhelo, gracias a unos ahorros que había guardado a lo largo de mi vida universitaria en los que aprendí a ganar dinero asesorando proyectos y digitando a computadora los trabajos de la mayoría de mis compañeros de clase. Ayudó también un préstamo que gentilmente me hizo papá. Una noche de febrero del 2004 bautizamos el local con el nombre de “GYM CARLITOS;  una vecina religiosa se encargó de rezar el rosario y echar agua bendita ante la ausencia de un sacerdote.  Desde entonces han pasado temporadas buenas y malas, veranos candentes donde el lugar lucía atiborrado de gente y había que esperar un buen rato para poder entrenar; tiempos de duelo cuando fallecieron, en un trágico accidente automovilístico, las hermanas Pérez, quienes habían pasado dos meses entrenado  aquí.  Recuerdo un año muy malo, lleno de circunstancias tenebrosas; al parecer la mala suerte se había instalado en el gimnasio pues en poco menos de un mes se produjeron cinco accidentes, uno de ellos muy serio en el que casi pierde la vida un amigo ingeniero, al que por poco se le destapa el cráneo al caérsele encima una barra con sesenta kilos de peso, mientras hacía sentadillas. El resultado del accidente fue una ceja abierta que tuvieron que suturar con ocho puntos. Las semanas siguientes la gente se ausentó por la presencia de un invierno endemoniado que se extendió hasta noviembre aquél año; lloviznas intensas, vientos helados y densas neblinas caracterizaron la friolera estación.  Para mí fue la peor de las temporadas; los ingresos que obtenía a diario eran irrisorios. Había pasado de una época de bonanza a un tiempo marchito en el que apenas  podía reunir los soles suficientes para mi manutención. A pesar de la racha incómoda, nunca me pasó por la cabeza cerrar el negocio. Tenía una ligación emocional muy fuerte con ese montón de discos de bronce, mancuernas y bancos de pecho que no permitía que optara por el cierre. Por el contrario, siempre buscaba incorporar algo nuevo; eso me había llevado a pedir un crédito bancario con el fin de hacer mejoras y comprar algunos aparatos para el gimnasio. Atrincherado por aquella deuda fui en busca de un empleo temporal. Trabajé como ayudante de un electricista y también empadronando viviendas durante el censo. Estudiar la secundaria en un colegio técnico y haber pasado unos años en la universidad servían de algo a la hora de conseguir trabajo. Una vez saldada la deuda y con la llegada del verano las cosas en el negocio tuvieron un mejor semblante. Por entonces mantenía una relación sentimental con Yamilé, una chica cuyos ojos tenían un color parecido a la miel fresca; durante las noches ese par de luceros brillaban con tal intensidad que se hacía difícil escapar de su mirada. Aunque mi realidad económica no era como para sonreír, su presencia me consolaba. El amor resulta ser una buena medicina en los momentos agrios. ¿Pero qué ocurre cuando se acaba? O cuando acaba la dosis en un corazón pero el otro aún conserva resquicios de amor. Al parecer no existe una relación lógica ni uniforme entre el inicio y el término de este sentimiento en una pareja. Eso lo entendí una mañana de agosto cuando Yamilé se paró frente a mí y con dos palabras destrozó algo en mi interior. Podría decir que hasta mis huesos sufrieron el impacto de su contundente: ¡SE ACABÓ! Acaso podía terminar todo de esa manera,  así como se acaba la mantequilla, el azúcar o la leche.  En medio de aquella terrible confusión sentimental, recurrí  por enésima vez a Marilyn, la única mujer que conoce a profundidad mis traspiés por el ocultismo. Aunque hace mucho que le perdí el rastro, sé que aún perdura en su memoria las noches en que nos aventuramos a viajar a través del tiempo, guiados por un ánima que se manifestaba mediante un grupo de cartas españolas.  Ella fue quien me acercó a las artes esotéricas. No se consideraba una tarotista, menos una bruja, decía que poseía un don y que lo empleaba para ayudar a las personas. Hubo una época en la que no tomaba una decisión sin antes consultarle. Aunque trababa de librarme de aquella dependencia, terminaba por convocarla cuando los problemas parecían tener un origen oscuro. Para entonces ninguno sospechaba que aquella práctica traería consecuencias funestas más adelante. Nos dejábamos llevar por la tentación de truncar las intenciones del destino.

La partida intempestiva de  Yamilé me hizo buscar de nuevo a Marilyn  y sus cartas españolas. La hice venir a mi casa una noche, como de costumbre pasada las nueve. Llegó puntual, vestida con un jean que ponía en aprietos a los hombres cuando la veían pasar. Usaba maquillaje discreto y solía pintarse el cabello al menos un par de veces al año. Esa ocasión lo traía de un tono amarronado que particularmente no me gustaba. “El tono rojizo te va mejor”, le dije una vez. Cuando tiró las cartas sobre mi cama la expresión de su rostro se adelantó a decirme que no iba a escuchar buenas noticias. “Te han jugado sucio amigo. Veo mucha envidia a tu alrededor y a un hombre que tiene un odio enfermizo hacia ti. Esta persona quiere verte truncado, abatido…”. Es cierto que la mayoría de enemigos se los gana uno gratuitamente; en la primaria, por ejemplo, había un niño que siempre me buscaba a la hora de recreo para golpearme. No entendía por qué me había elegido. Quizás le desagradaba que la guapa profesora Nancy me tuviera una consideración especial por mis buenas calificaciones. Estaba harto de sus ataques, tanto que durante varios días pensé en la manera de librarme de él. Sólo se me ocurría tomarlo por el cuello y cortárselo con una navaja, pero no tenía el valor para ejecutar mi plan macabro. En verdad me sentía frustrado, capaz de un acto salvaje dirigido a terminar con su abusiva conducta en mi contra. Hasta que por fin, durante un recreo, llegó la oportunidad de arreglar cuentas con Diego Osorio. Sí, ese era el nombre del niño pegalón. La pelota cayó en mi cabeza mientras comía una manzana sentado en las gradas del estrado. “Pensaste que hoy te librarías de mí”. Levanté la mirada y estaba parado a medio metro.  Su sonrisa burlona era otra forma de castigo. No quería seguir soportándolo. A pesar de su gran tamaño, tenía que acabar con el abusivo Diego Osorio en ese instante. No iba a tener otra oportunidad. El balón había caído justo al costado de mi pierna derecha; sabía que podía golpear la pelota tan fuerte como para remecer el travesaño de los arcos de fulbito. Me paré, tomé el balón y le di un puntapié, el más duro que había dado hasta entonces. Fue un golpe de ira, conteniendo meses de congoja y llanto nocturno.  La cabeza de Diego se tambaleó de un lado a otro como un muñeco inflable. Luego vino un llanto, la retirada, mi alegría, mi libertad… Sin embargo, el enemigo que aparecía en las cartas de Marilyn era distinto, se trataba de un ser astuto que buscaba en las artes del ocultismo el arma perfecta para derrocarme, o al menos eso pretendía. “Ahora te toca preguntar”. Aquella era la parte más atractiva en todo el ritual de cartomancia. “¿Quién es esa persona? Puedes decirme algo de él, porqué quiere hacerme daño. ¿Lo conozco?...  Tantas preguntas juntas no abatían nunca a Marilyn. Conocía muy bien su trabajo y sabía actuar en cualquier circunstancia como una verdadera profesional. Muy resuelta recogió las cartas y volvió a barajarlas, luego las agrupó y me pidió cortar la baraja en tres. El sujeto  detrás de las artimañas maléficas era una ex- pareja de Yamilé. Un hombre que, al parecer, no podía olvidar la curvatura casi perfecta de su silueta ni el brillo intenso de sus ojos. Yo representaba un obstáculo en el camino que se había trazado para recuperar su amor. Sin proponérmelo me convertí en el blanco de un psicópata obsesionado. Desde entonces me hice una idea monstruosa de todas las ex – parejas. El desamor debía convertirlos en tipos resentidos capaces de recurrir a cualquier método – incluso la brujería – con tal de traer de vuelta a sus mujeres. Una actitud enfermiza, desesperante…  ¿Yo también me convertiría en alguien así?

Cuando Marilyn enfundó sus cartas y estaba a punto de marcharse la tomé del brazo. No quería que se fuera. Sentía miedo, como un niño que acaba de ver una película de terror y necesita de alguien a su costado para poder dormir. “¿Qué crees que debería hacer?”, le pregunté contrariado. Ella me miró con ternura, tomó mi mano y pronunció las palabras exactas. Aquellas que necesitaba oír en ese momento. “Ten Fe en Dios. Si Él está contigo nadie podrá contra ti”. Por entonces mis lazos con el creador estaban resquebrajados; podría decirse que me encontraba más cerca del agnosticismo que de ser un cristiano fervoroso, algo que en mi juventud había practicado con tesón. Esa ruptura con Dios influyó en mi decisión de enfrentar al enemigo con las mismas armas que él empleaba. Todo se pactó muy rápido, con la urgencia de un paciente que necesita ser intervenido quirúrgicamente para salvarle la vida. Sólo una semana después de conocer el acecho de fuerzas del mal en mi contra visité una hechicera en las afueras de la ciudad.  No quería correr ningún riesgo. Antecedentes tenía de sobra para prestarle la atención debida a los vaticinios de las cartas españolas.

Durante mi infancia vi morir a mi hermano Juanchi, víctima de un extraño mal que ningún doctor logró diagnosticar. Mi madre, devastada por la muerte de su pequeño hijo de nueve años, recurrió a una pitonisa para que ésta descubriera a través de la hoja de coca el verdadero motivo de su tempranera desaparición.  “Al niño lo ha matado le brujería”, le dijo. Esa frase quedó grabada como un estribillo que sonaba en mi cabeza con un ímpetu avasallador. “Brujería”. “Brujería”. A pesar de que por entonces no entendía el significado ni la magnitud de esa palabra, creo que empecé a vincularme con ella por el simple hecho de haber acompañado a mi madre a conocer la verdad.  Desde entonces un halito tenebroso inundó nuestra morada. Cada cierto tiempo aparecían ramos de flores marchitas en nuestro balcón, piscas de sal en el borde de nuestra puerta y ventana que daban a la calle; algunas ocasiones la casa se llenaba de ruidos extraños, como si alguien más habitara con nosotros, alguien que era capaz de mover las sillas levemente o soltar objetos desde lo alto, pero que también podía cambiar de humor y convertirse en una fiera que chocaba contra la puerta de mi habitación, como si tratara de ingresar a la fuerza. Mis intentos de gritar pidiendo ayuda resultaban inútiles. Tenía atorada la garganta, con claros síntomas de estar asfixiándome. Ni siquiera podía bajar de la cama porque el cuerpo no atendía las órdenes de mi cerebro. Ese terrible momento duraba sólo unos segundos; el invasor parecía cansarse y emprendía la retirada dejando ver su silueta oscura a través de la ventana que daba al pasillo.  ¿Por qué no conseguía entrar? Algo debía detenerlo, impedir que penetrara y me hiciera algún tipo de daño. La única explicación que pude encontrar a lo largo de todos estos años se basa en la presencia implacable de Juanchi, quien como un escudero se paraba delante de mi puerta e impedía que aquella fuerza siniestra ingresara.  

Situaciones como aquella ocurrieron cada cierto tiempo a mi alrededor; fue justamente esa repetición cíclica la que acrecentó mis dudas y temores, resultando determinante a la hora de optar por recurrir a una hechicera en busca de ayuda. Sé que recibiré muchas objeciones; censura e incluso desmérito de quienes estén aquí siguiendo este relato; pero sí he tomado la decisión de contar mis entretelones con el ocultismo debo ajustarme a la verdad sin reparos morales; tampoco debo permitir que la presión de algunos personajes involucrados merme mi deseo de ser lo más exacto posible en hechos y circunstancias. Con Marilyn, por ejemplo, no mantengo ningún tipo de contacto por este tiempo; a pesar de haber sido grandes amigos hace varios años que no recibo un mensaje de texto al celular ni un saludo por alguna red social de su parte. Pero sé que ella aprobaría esta decisión de contar cada detalle de lo que compartimos en las artes esotéricas. Al resto le pido disculpas anticipadas por vulnerar parte de su intimidad. Si desean saber qué pasó con Yamilé, otorgaré unas líneas para explicar que la ex – pareja finalmente consiguió el propósito de someterla de nuevo a su lado, porque el amor se convierte justamente en eso, una forma de sometimiento involuntario cuando se hace uso de la hechicería para traer al ser “amado” de vuelta. A mí me tocó resignarme, aunque costó varios meses de nostalgia en los que recurrí al método más eficaz que conozco para dejar atrás un amor: la poesía.  Ya ha sido suficiente, por ahora, de remontarnos al pasado; más adelante seguro que aparecerán relatos espantosos, es mi compromiso, no voy a dejarlos con ninguna duda sin resolver; pero es momento de volver al extraño paquete que apareció en diciembre del año pasado en el gimnasio…

Era poco más de las once de la noche; al parecer, todos habían abandonado el gimnasio una hora antes. En ese momento me encontraba compartiendo una reparadora cena cargada de proteínas y calorías con Luz, la pequeña mujer de ojos pardos con quien mantenía un romance prometedor. Llevaba tres años de conocerla y poco más de quince meses de relación, tiempo suficiente como para tomar la decisión de ir en serio.  Disfrutaba el tiempo a su lado, coincidíamos en el gusto por el deporte de las pesas, y aunque era varios años mayor que ella teníamos un alto grado de compatibilidad. Aquél viernes de diciembre, mientras recuperábamos las energías gastadas durante el día con una taza de avena acompañada con panes y queso, oí de pronto música allá arriba. A esa hora resultaba imposible que alguien estuviera ejercitándose. Salvo mi hermano Carlos, que solía subir en ocasiones y quedarse hasta la media noche. Pero a él lo había visto ingresar a su habitación media hora antes. ¿Quién podría estar? Tuve que interrumpir mi charla con Luz y subí raudo a cerciorarme si aún había gente entrenando. El lugar estaba vacío. Todas las luces encendidas y la música a regular intensidad de volumen. Recorrí con la mirada el gimnasio de palmo a palmo y efectivamente sólo las almas de las hermanas Pérez podrían estar merodeando por allí, pero no algún mortal. Caminé hasta la zona posterior. Siempre empiezo por el interruptor de esa parte y prosigo hasta llegar a la entrada. Antes de que apagara el primer foco, vi un paquete arrimado a la pared del fondo. Supuse que algún despistado se lo había olvidado en la tarde, aunque era demasiado grande y colorido para que eso ocurriera. A pesar de estar dentro de una bolsa de plástico con el logo de un súper mercado, podía notarse que se trataba de una caja de zapatos. Por el color de la bolsa, deducirse que eran zapatos de mujer. En un santiamén pasaron varios nombres por mi cabeza. Conozco a todas las personas que concurren a ejercitarse y sospechaba de tres o cuatro que podrían ser los propietarios del paquete. Pensé dejarlo allí hasta el día siguiente, pero claro la curiosidad puede más, así que me animé a ver lo que contenía en su interior. Di unos pasos hacia delante y tomé la bolsa por el aza, retirando la caja lentamente hacia un costado. El viento que ingresaba por el ventanal movió el plástico varios centímetros dando la sensación de que no me encontraba solo. Destapé la caja lentamente y permití que mi mano derecha explorara su contenido. Lo primero que sentí fue la tersura de unas telas. Al retirar la tapa pude ver retazos de una camisa a rayas. ¿Una camisa de hombre? En una caja de ese tipo era muy extraño.  Quise extraer la tela pero el ruido de una sonaja me sobresaltó. Di un brinco hacia atrás y solté el paquete de golpe. ¡Pánico! Estoy seguro que cualquiera de ustedes lo hubiera sentido. Golpeé la caja con el pie izquierdo varias veces (según mi abuela debe usarse esa pierna o la mano del mismo lado para que la brujería no te afecte). La sonaja hizo un ruido musical. “Tranquilo Marco, esto debe ser un juego de niños. El hijo de alguien debió olvidar esto por la tarde”. Pensaba que las hechiceras, pitonisas y espíritus malignos habían quedado en el pasado. Tenía que abrir esa caja y demostrarme que podía vivir sin el karma de la brujería rondándome. Recogí el paquete del suelo y lo abrí con decisión. De pronto la parte más terrorífica de mi vida estuvo una vez más frente a mis narices. ¡Qué carajo es esto! Era una imagen horrorosa; ningún niño podría ser propietario de aquello. Los pequeños no jugaban con muñecos de plástico sin cabeza. El juguete estaba vestido con un traje a colorines, parecido a los que usan en el circo los payasos. A su costado se hallaba la sonaja y envuelto entre las telas una tijera con dedales naranja. Traté de mantener la calma y darle un último chance a la posibilidad de que todo fuera una broma. Me apuré en dejar el paquete como lo encontré y decidí bajar con él para obtener una respuesta sobre su aparición. Tal vez mi madre o alguno de mis hermanos conocía su procedencia.  Apagué las luces lo más rápido que pude, mientras mi estómago empezó a producir ruidos extraños, parecidos al chasquido de una puerta con las bisagras oxidadas. Supongo que era una reacción natural de mi organismo por el miedo que estaba sintiendo. Cuando el gimnasio estuvo a oscuras bajé las escaleras brincando como un saltamontes; no quería permanecer solo allá arriba con ese muñeco decapitado. Fue un descenso rápido hasta el primer piso; paré justo en la cocina, donde Luz me esperaba inquieta por la demora.  “Hallé esto en el gimnasio, es una caja de zapatos con un muñeco decapitado adentro. Creo que se trata de brujería”. Su rostro reflejó el impacto de mis palabras. No quería asustarla, pero el miedo se transmite a través del aire, al igual que una gripe. Mi pequeña compañera retrocedió unos centímetros ante la presencia evidente de algo dañino. “¡Suelta esa cosa, no debes tomarla con las manos, podría pasarte el daño¡”. Sabía exactamente lo que podía suceder si confirmaba que la caja contenía brujería. La única manera de revertir esa idea era comprobando que el paquete fue dejado allí por un niño despistado que llegó al gimnasio acompañando a su madre. Usualmente no abandonaba el negocio por las tardes; salvo ocasiones en las que alguna invitación para jugar fulbito me sacaba de mis labores cotidianas. Sólo el miércoles había escapado de mi ajetreada rutina para reunirme con unos amigos de la universidad y darle a la pelota.  Pepe suplía mis escapadas ocasionales. Él tendría que saber algo.  Salí hacia el patio de lavandería y llamé repetidamente a mi hermano. Tardó en responder, porque a esa hora se deleitaba mirando los programas deportivos del cable y resulta difícil sacarlo de su encantamiento con el resumen de goles de la Champions Leagge. ¡Qué pasa!, preguntó asomándose al patio, dejando ver primero su pronunciado abdomen, que durante los últimos meses adoptó la forma de una sandía gigante. ¡Mira lo que había en el gimnasio!, respondí soltando la caja en el suelo.  Mi hermano vio caer el paquete y retrocedió algunos metros en un intento de guarecerse.  Supongo que imaginó que se trataba de alguna bomba. Durante los últimos años la ciudad sufrió el incremento de extorsionadores que solían amedrentar a sus víctimas colocando explosivos en sus viviendas o negocios, para tal fin empleaban cajas muy parecidas a la que yo encontré esa noche. Lo que acababa de caer no iba a explotar, al menos no en ese momento. La tapa se deslizó al contacto con el piso y otra vez el muñeco decapitado quedó al descubierto. El rostro de Pepe comenzó a mutar, pasando del espanto al asombro ¡Qué mierda es eso! Temía que fuera lo mismo que yo pensaba, lo que creía Luz, lo que cualquiera en su sano juicio hubiese asegurado que contenía ese extraño paquete: ¡BRUJERÍA!  Mi hermano tomó una escoba y empezó a remover las telas, golpeó la sonaja y esta produjo ese ruidito musical que a esa hora sonaba como una melodía escalofriante, finalmente dio vuelta al muñeco desordenando todo el contenido. Un olor desagradable se dejó sentir, un olor a cementerio que provenía de las profundidades de la caja, justo donde asomaba una cabeza calva. Era la pieza que le faltaba al muñeco, un rostro con una mirada dura, de esos que te espantan si los vez en la oscuridad. Hay un lugar en México, en la zona paradisiaca de Xoximilco, que llama la atención por el decorado macabro que ha recibido a manos de un hombre llamado Julián Santa Ana Barrera. Es una pequeña isla en la que más de cien muñecas se lucen colgadas en la rama de los árboles, además adornan espantosamente el interior de la humilde morada de este extraño tipo muerto hace algunos años atrás. Pueden saber más del sitio colocando en internet la “Isla de las Muñecas”, allí podrán apreciar cabezas de muñecos tan horrorosos como el que acabábamos de descubrir. Ya no hacía falta hacer preguntas. Quedaba claro que teníamos frente a nosotros un maleficio. Pepe intentó reprender la hechicería golpeando con más fuerza; mientras lo hacía lanzaba exabruptos que terminaron por despertar a mis padres y a mi hermana Angela (quien atravesaba el cuarto mes de gestación). “¡Qué pasa! ¡Qué pasa!, preguntaron las mujeres de la casa a coro, asomándose por el segundo piso del inmueble, que tiene una vista hacia la lavandería. ¡Encontré esto en el gimnasio!, les respondí, mostrándole la caja. Se espantaron al contemplar el muñeco decapitado y todo ese montón de trapos revoloteados.  Mucho más mi hermana, quien debido a su embarazo era sensible hasta al zumbido de una mosca. Pepe no dejaba de golpear. Conté más de veinte escobazos, todos lanzados con ira. ¡Hay que quemar esta mierda”, le dije. Antes de que mi hermano respondiera la cabeza calva se iluminó. Unas luces rojas empezaron a palpitar, allí mismo se escuchó una melodía que brotaba desde el interior de esa circunferencia hueca con mirada aterradora. Se oía “Vamos a cantar. Vamos a jugar. Adoremos cantando. Adoremos cantando”.  ¡Golpea más fuerte!, le pedí. La escoba caía justo en la cabeza sin poder silenciarla.  Esa cosa tenía vida propia.  Los intentos por callarla fueron vanos. No se apreciaban cables, ni pequeñas luminarias, tampoco una pila; la luz tendría que provenir de algún lugar. ¿Pero de dónde? Cómo podía ser posible que estuviera ocurriendo un hecho como aquél frente a nuestras narices. Ese tipo de cosas sólo se veían en las películas de terror. A pesar de los golpes continuos la canción siguió sonando, incluso más fuerte que al inicio. Debía ser una especie de maleficio, un rito musical que tenía que culminar para silenciarse. El ambiente olía a miedo.  ¿A qué nos enfrentábamos?  “Vamos a quemar esto ahora mismo”; volví a pedir, pero esta vez con un tono más airado. Pepe no quería moverse, así que yo tuve que ir por los fósforos y algún líquido inflamable que pudiera desatar el fuego. No llegué muy lejos, pues una rata de veinte centímetros y pronunciada cola se cruzó en mi camino. El animal se escurrió entre mis piernas y trató de ingresar a la cocina, donde Luz permanecía atónita. “Cierra la puerta, que no entre…” Por un momento nos desentendimos del muñeco decapitado y fuimos a darle caza al roedor. Lo acorralamos en el baño y allí le dimos muerte. “Quemémosla junto con la caja”, sugirió mi hermano. Los relojes marcaban las 12:07 a.m. A esa hora la cabeza volvió a oscurecerse. Fueron más de tres minutos que escuchamos esa cancioncita maliciosa. El muñeco se mostraba, ahora, como un combatiente caído en un campo de batalla, con los brazos extendidos; mientras que la cabeza a su costado, conservaba la mirada perturbadora. Pepe recogió el roedor y lo soltó sobre el paquete. La rata cayó justo en una esquina de la caja de zapatos; había muerto con los ojos abiertos y su larga cola sorteó el cuerpo del juguete de plástico. Eso hizo más horrenda la escena. Mi madre, impávida, seguía nuestros movimientos desde el segundo piso. Se encontraba en silencio, como quien mira con atención su película favorita. Angela, en cambio, había retornado a su habitación, nerviosa, temblorosa, con las manos humedecidas por los nervios. No era para menos… Mi hermano tomó la iniciativa y empujó el paquete con la escoba, dirigiéndolo hacia la calle por el callejón. En ese momento pude ir por los fósforos y algo inflamable. A buena hora que mi padre guardaba una botella con petróleo en su pequeño almacén; con eso bastaría. La consigna era incinerar el paquete para contrarrestar la hechicería.

Mientras roseaba el combustible sobre la caja, tirada en medio de la pista, trataba de entender por qué todo volvía a repetirse. Una vez más me sentía atenazado por la presencia de maleficios. Estaba seguro que aunque el paquete quedara convertido en cenizas la mirada macabra de aquella cabeza calva persistiría en mi mente muchos días más. El hechizo tampoco iba a deshacerse con el fuego; así que debía prepararme para librar una batalla espiritual que no tardaría en empezar. Aquella noche de viernes fue el inicio de una nueva historia de terror. Los días siguientes tuve la sensación de estar convertido en el protagonista de la trama de algún escritor maldito que narraba la más oscura de sus novelas. Sin embargo no podía negar la realidad, aquél paquete que empezaba a consumirse por el fuego era, sin dudas, un muy bien elaborado trabajo de hechicería. No tenía la menor idea de quién pudo haberse tomado el tiempo, además de gastar varios billetes para torcer mi suerte y verme apabullado. Descifrar esas interrogantes no era prioritario en ese momento. Los primeros minutos del día sábado transcurrían a un ritmo solemne. Tic Tac, Tic Tac, en todos los relojes de la curvilínea cuadra once de Espinar. El fuego intenso propulsado por el chorreo del petróleo desató una humareda que fue expandiéndose cuesta abajo en dirección a la avenida aviación, donde un grupo de jóvenes parlaban entretenidos. Sólo habían treinta metros de distancia desde nuestra casa, así que el paquete podía distinguirse con claridad; pero claro, ellos no tenían la menor idea de lo que estaba consumiéndose en su interior. Desde la puerta del callejón mi madre, Ángela, Pepe y Luz observaron la escena petrificados. Nadie quería ser partícipe de aquello, sabían que manteniéndose lo más lejos posible del muñeco decapitado corrían menos riesgos de ser tocados por el mal agüero. Pero aun así, para nadie iba resultar sencillo conciliar el sueño aquella noche, salvo mi padre, quien ni siquiera puso un pie fuera de su cama. Cuando ingresamos a casa, luego de que el paquete quedara convertido en cenizas, lo encontramos prendido de los noticieros de media noche. Al sentir nuestro andar acompañado de murmuraciones soltó una frase con su voz tosca. “¡Ya dejen de creer en esas cosas y vayan a dormir!”. Antes de que eso ocurriera invité a todos a subir hasta el gimnasio para graficar insitu el lugar exacto donde hallé el paquete, algo parecido a una reconstrucción de los hechos policiaca. Las miradas de los presentes denotaban espanto, el viento ajetreaba las esteras elevándolas ligeramente como hojas de papel. Varios de los amarres de fierro eran víctimas del óxido y terminaron por ceder a la presión de la lluvia y el calor sofocante de más de diez veranos.  El clima nocturno no era el de los mejores días veraniegos, así que la primera en desertar fue mi hermana, quien a pesar de abrigarse con una casaca de lana, decidió bajar a su habitación para proteger del frío al bebé que llevaba dentro. “Allí estaba”, señalé en dirección a una esquina. “Era demasiado grande como para pasar desapercibido”, expliqué avanzando por todo el lugar como un perro sabueso que olfatea en busca de obtener alguna pista. “Alguien debió ver el paquete. Acaso nadie notó algo sospechoso. Tal vez tú Pepé, que estás toda la tarde cuidando el internet viste a alguien que por primera vez llegó a entrenar…”, la ausencia de respuestas empezaba a alterarme. Mi madre respondió que no había visto nada extraño; era comprensible pues por la tarde solía darse una siesta de dos horas. Pepe también dio una respuesta negativa, excusándose en que los días anteriores se tomó varios minutos de la tarde en ordenar su habitación. “No averiguarás nada ahora, cálmate y mañana temprano preguntas a los chicos que vienen a entrenar”; a pesar de permanecer en silencio desde que empezamos a desmantelar la caja, Luz logró tranquilizarme con sus palabras. “Será mejor que duermas mi amor”.  Luego de mucho rato volví a tomarme el tiempo de contemplar fijamente sus ojos teñidos del color de la miel. “Sólo dormiré tranquilo si me acompañas esta noche”. Mi pequeña compañera aceptó con una sonrisa cómplice. Ya en mi habitación me acomodé como siempre al lado derecho de la cama; ella aligeró sus prendas para recostarse. Cuando estuvo a mi costado apoyó su cabeza sobre mi pecho y me pidió no hablar más del tema. En ese espacio en el que se desnudaban nuestras almas sucumbí una vez más su perfume, dejando en el olvido por esas horas todo intento de brujos y hechiceros que se esmeraban en robar mi tranquilidad.                       



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