VIII
“Porque no es nuestra pelea solamente contra hombres
de carne y sangre: sino contra los príncipes, y potestades, contra los adalides
de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos esparcidos en los
aires”. (Efesios 6:12). Encontré el versículo resaltado con amarillo en
la inmensa Biblia que tenía sobre el escritorio de mi habitación. Mamá debió
haber hecho uso del resaltador fosforescente sobre este corto párrafo cuando el
libro sagrado estaba en su poder. La tinta parecía ser de hace varios años; así
que lo más probable es que su origen esté relacionado con los ataques de
hechicería lanzados contra nuestro hogar. Mi madre solía combatir el peso de su
tristeza por la muerte de Juanchi leyendo pasajes de la Biblia; yo la había
sorprendido en más de una ocasión entregada a la lectura por las tardes,
horario en el que usualmente daba una siesta. Seguro que la angustia que sentía
en el alma superaba al cansancio que le producía su ajetreada rutina diaria,
pues aunque notaba que el sueño la derrumbaba a ratos, ella persistía en su
afán de sosegar la pena con versículos esperanzadores. La quedaba mirando un
buen rato sin que lo notara. La veía con ternura pero al mismo tiempo con
piedad. “¡Cuánto debe sufrir mamá!”… Desde que se vino a vivir a esta casa en
el barrio de Pueblo Libre, apenas al día siguiente de haberse casado con papá,
se topó con un tumulto de personas acaloradas que reñían a diario frente a los
cinco burdeles que funcionaban ilícitamente en la avenida aviación. La zona estaba
infestada, por entonces, de drogadictos y meretrices. Las peleas descomunales
eran frecuentes; casi siempre terminaban con alguna cara cortada, cabezas rotas
chorreando sangre caliente en las veredas y una cuantiosa cantidad de borrachos
meándose en los postes. Así recordaba mamá
sus primeros días en este lugar colindante con el centro de la ciudad, donde
parecían haberse reunido todas las lacras del mundo. Hablaba siempre con
cautela para no lastimar el orgullo de mi padre, quien por años encabezó la
lucha para desterrar los males del barrio. Pero no solo contaba anécdotas sobre
burdeles en los que parroquianos con el tufo de cerveza reventándoles por la
boca se liaban a golpes, sino que sacaba a relucir la presencia de brujos y
curanderos que realizaban sus rituales a escasos metros de nosotros. La
hechicera más mentada en los relatos de mamá era Doña Paredes, a quien ella
misma creyó sorprender, un amanecer, pegada a nuestra ventana pronunciando
rezos malévolos mientras regaba partículas de sal en el frontis de la casa. Esta
mujer de rostro cuarteado, piel marrón, que andaba casi a rastras había
obtenido su fama de bruja a mediados de
la década del setenta, en pleno apogeo del boom pesquero. Por entonces, ella y
su comadre Emperatriz, quien vivía en la morada de enfrente, vendían comida afuera
del terminal portuario. Ambas salían de sus casas antes de las cuatro de la
mañana; parecían estar sincronizadas o haber realizado un pacto de solidaridad,
pues cuando una sufría algún apremio que la hacía tardarse en la salida, la
otra esperaba con paciencia en la esquina, para así llegar juntas al terminal. Ante
los ojos del barrio y de cualquiera que las viera empujando esforzadamente sus
triciclos adaptados como mini puestos de comida ambulante, estas mujeres - más
allá del vínculo espiritual que las unía - , eran dos grandes amigas y
compañeras. Sin embargo, como diría Juan Rulfo, “nadie ha recorrido el corazón
de un hombre”; así que nadie puede saber lo que se siembra en ese guerrero
solitario donde están almacenadas nuestras emociones. Aunque tratemos de
distinguir los propósitos de un ser humano, estos terminan siendo siempre indescifrables.
Ni siquiera la bondad puede reconocerse a través de rasgos como una mirada
dócil o una sonrisa amigable; ya habrán oído el dicho: “caras vemos, corazones
no sabemos”. Lo cierto es que doña Emperatriz, una mujer de carácter blando que
se ganaba el aprecio de los comensales con su buena sazón y carisma, enfermó un
día sin razones aparentes. Le aparecieron unos cólicos fortísimos que acabaron
por tumbarla a la cama. Sólo una semana después de haber presentado ese mal que
la hacía estrujarse hasta producir un
alarido lacerante, falleció. El doctor que la atendió escribió en el certificado de defunción: “muerte
a causa de una fuerte infección estomacal producida por la ingestión de un
alimento en mal estado”. Tan
pronto como fueron enterrados los restos, alguien cercano a la difunta contó de
que varios días atrás las comadres y amigas inseparables habían tenido un
altercado en las afueras del terminal. Doña Paredes le reclamó a su comadre por
la desmedida coquetería en el modo con que trataba a los clientes para
ganárselos. La señora Emperatriz alegó en su defensa, con una calma angelical
que “sólo
soy amable con estos hombres que vienen de tan lejos para pescar. Aquí no tienen
mujer ni hijos que les sonrían”. Las palabras apaciguadoras no
consiguieron calmar la rabia de Segundina Paredes, quien la culpó, con palabras
de grueso calibre, de que durante las últimas semanas su comida se hubiera
quedado en las ollas. A pesar de la conocida tranquilidad de Emperatriz Montero,
esta respondió a los insultos con vehemencia, generándose una discusión que por
poco y espanta a los comensales. Aquella fue la primera y única vez que las
vieron pelearse en serio. Al día siguiente cada una llegó por separado al
terminal. Durante la mañana ni se miraron y al atardecer ninguna se decidía a retornar
al barrio, aguardando que la otra diera el primer empujón a su carreta. Era un
tira y afloja ridículo, como si se tratara de dos adolescentes peleadas por
haberse quitado el novio. Sólo un día después de la riña, doña Paredes se
apareció en el puesto de Emperatriz Montero y le ofreció disculpas por el mal
rato que la había hecho pasar. Se abrazaron como dos hermanas que se
reencuentran después de varios años, comprometiéndose a solucionar, en
adelante, las diferencias de manera armoniosa. Aquella reconciliación fue sellada con un
suculento picante de cuy que Segundina le entregó a su comadre, quien para demostrar
que aceptaba las dispensas allí mismo devoró el platillo. Para el hombre que
contó los detalles de aquél incidente, resultaba sospechoso que al poco tiempo
de haber probado la comida, Emperatriz comenzara a quejarse de dolores
estomacales que con el paso de los días se hicieron más intensos, hasta terminar
por tumbarla a la cama. Pero era más extraño aún, que doña Paredes no se
hubiera acercado al velatorio para dar los pésames a la familia de quien
consideraban como su mejor amiga. Tampoco acudió al entierro y por semanas dejó
de aparecerse en el barrio, ausentándose también del terminal portuario. Por
esos días se corrió el rumor de que la mujer había fugado a Bolivia, donde aún
vivía su madre, oriunda de la tierra del altiplano; pero fue sólo cuestión de
tiempo para volverla a ver andando en Pueblo Libre, con ese rostro duro que
espantaba a quien quisiera hacerle frente. Nadie se atrevió nunca a culparla
directamente por la muerte de Emperatriz Montero. Todo lo que se decía de ella eran
cuchicheos de esquina o murmuraciones en la bodega “Juanita” a la hora en que
todas las mujeres se encontraban allí para surtir sus alacenas. Cada vez que la
veían aparecer cambiaban rápidamente el tema de conversación y la saludaban con
cortesía, pues aunque tampoco lo dijeran, temían terminar envenenadas con
cualquier menjunje, tal y como le ocurrió a la comadre Emperatriz.
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