VII
La cercanía de la Navidad distrajo mi atención, haciéndome
olvidar, que una caja conteniendo un malévolo trabajo de brujería, había
aparecido en la parte posterior del gimnasio. Fue como si todo quedara de
pronto en blanco, como si alguien arrancara la página del libro donde estaba
escrito ese capítulo misterioso de mi vida. No es que disfrutara las
celebraciones de la Pascua, pues desde que Juanchi dejó de sentarse en nuestra
mesa, la navidad se convirtió en un acontecimiento pálido. La última Nochebuena
que pasamos juntos hubo más de un motivo para celebrar. Dos días antes culminé
con éxito la primaria y en mérito a mis buenas calificaciones papá me obsequió cinco
mil intis, un billete color azul con el rostro imponente de Miguel Grau. Por
primera vez tenía tanto dinero como para comprar un arsenal de cohetones,
cohetecillos, bombardas y luces de bengala. Las noches previas a esa navidad
hicimos temblar el barrio, haciendo explotar debajo de las puertas los
pirotécnicos que compramos con mi premio. Resultaba muy gracioso ver salir
espantada a la gente, presumiendo que algún explosivo había sido detonado en su
frontis, ya que por entonces los grupos subversivos aún operaban en la ciudad y
la ciudadanía andaba al pendiente de cualquier ataque terrorista; mientras nosotros
mirábamos el barullo, agazapados en los arbustos del jardín de la familia
Fernández. Pero ya está dicho que no existe crimen perfecto. Cuando fuimos descubiertos
papá recibió las quejas de la señora Izaguirre, también de la renegona Paredes
y doña Emperatriz, sumándose a esa horda de acusadoras doña Risco, una mujer
que tenía cuatro hijas muy guapetonas, a las que por entonces todos en el
barrio rondaban con fines amorosos. Este cuarteto de mujeres le advirtieron a
mi padre que si continuábamos espantando a su prole con tremendas explosiones, harían
justicia por su cuenta, lo que significaba una persecución incansable hasta
vernos pidiendo perdón de rodillas. Papá las escuchó con atención en la puerta
de casa mientras nosotros aguardábamos el inminente castigo en el dormitorio.
Conociendo a mi padre, nos esperaba una buena latiguera. Pero nada de eso
ocurrió. Creo que esa fue la única vez que nos salvamos del castigo por una
travesura cometida y debió ser porque papá se encontraba orgulloso de lo que
Juanchi y yo habíamos hecho en la escuela aquél año, pues además de las buenas
calificaciones y haber obtenido el primer lugar en el torneo de fulbito
intersecciones, a finales de diciembre estrené en la clausura escolar mi
primera obra de teatro. El guión se titulaba: El drama de los ricos y los pobres. Una
representación cuyo reparto estuvo conformado por dos compañeros del sexto
grado y seis alumnos del quinto grado, entre ellos mi hermano. Esa ocasión Juanchi
demostró un talento histriónico inédito representando con maestría al hijo
mayor de la familia pobre. Pasada la clausura, no recuerdo con claridad si fue idea de
Juanchi o mía continuar con nuestra carrera explosiva en el barrio; pero ese
afán casi le cuesta un pie a la hija mayor de doña Risco. El cohete perseguilón
que colocamos debajo de su puerta salió
disparado a una velocidad inusual y alcanzó la mesa donde cenaban, explotando
justo en el pie de Mechita. Por suerte la detonación solo alcanzó a negrearle
los dedos. A pesar de que no fuimos vistos infraganti, cualquiera podía
asegurar que los responsables éramos nosotros, los pequeños demonios de la
cuadra once de Espinar. Teníamos la suficiente cantidad de antecedentes para
ser inculpados, así que esta vez ninguna excusa pudo librarnos de la buena
tunda de correazos que papá nos dio. Desde ese tiempo hasta ahora, la navidad
fue destiñéndose en el barrio. Cada vez eran menos las casas decoradas con
luces navideñas en sus ventanas y poquísimos los niños que se arriesgaban a
jugar con pirotécnicos en la calle. Diciembre transcurría como un mes
nostálgico y triste. Mucho más en mi casa, donde las cenas navideñas se
volvieron un compartir parco. Pero esta nueva Navidad el embarazo de mi hermana
Angela trajo nuevos bríos a la familia; después de varios años las ventanas
lucían adornadas con luces de colores, volvieron a colocarse adornos
decorativos en las paredes y desempolvamos el viejo árbol navideño para lucirlo
en la entrada de casa. La forma puntiaguda que había adoptado la barriga de
Angela indicaba que dentro de pocos meses se sumaría una niña a la familia. Eso
era lo que mi madre vaticinaba, aún mucho antes de que una ecografía diese el
veredicto final. Después de cinco alumbramientos mamá podía determinar el sexo
del bebé con sólo observar la forma del vientre. Supongo que esa debe ser una
cualidad especial, que algunas mujeres desarrollan debido a su vasta
experiencia maternal.