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Son las 9:33 a.m. A esta hora sólo estamos mi madre y yo en casa. El viejo se encuentra en ACERINA, cumpliendo sus labores cotidianas al frente de su máquina tubera. El pequeño Arturo está en la escuela. Katia, la menor de mis hermanas, asiste a la universidad por las mañanas; en un año se graduará de abogada con todos los honores. Mi padre adora a Katia, la engríe como si fuese una niña: compra todo lo que ella le pide, accede a sus caprichos con una dulzura impecable y le ha otorgado la libertad para que pueda salir a divertirse los fines de semana y llegar a casa a la hora que le plazca. A mí no me disgusta que el viejo sea tan desprendido con mi hermana, por el contrario, avalo su decisión, pues Katia hace los méritos suficientes - ocupando el primer puesto en su clase durante los ciclos que lleva cursados - para merecer todas esas gollerías. Es más, si yo no fuese un comechado empobrecido por esta ridícula disfunción anímica en la que he caído, también premiaría su esfuerzo. Lo que me jode es que el viejo le ha entrado, últimamente, a la costumbre de compararme con Katia; algo de lo que yo, según él, debería sacar provecho, pues mi dulce hermana es un ejemplo de esmero y dedicación; máximas que le han valido para alcanzar su "consolidación" académica. El pronóstico del viejo es cien por ciento optimista cuando se trata de Katia; él está segurísimo de que su adorable hija se convertirá - apenas termine la universidad - en una destacada abogada. Yo, en cambio, soy la cara opuesta de la moneda; nunca me atrajo la vida universitaria, a pesar de conseguir un decoroso tercer lugar en la lista de ingresantes a la carrera de periodismo, postular a la universidad fue más un acto de subordinación ante mi padre que una verdadera vocación estudiantil.
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