III
Mi habitación es un lugar
pequeño, al que he tratado de convertir con los años en un sitio acogedor. Gran
parte de las cosas que poseo se encuentran aquí: una colección de clásicos de
la literatura, mi computador de mesa y una portátil, archivos importantes, entre
otros objetos que tienen un especial valor emocional para mí. Hace poco compré
muebles nuevos y pinté las paredes de celeste cielo y blanco humo para darle
mayor iluminación; pero hace veintitrés años, cuando había apenas dos camas,
una pequeña mesa donde realizábamos las tareas y un ropero herido por nuestras
travesuras de niño, mi madre se vio obligada a cambiar el orden de las cosas
para borrar el recuerdo de Juanchi. “Si quieres puedes pasarte a otra
habitación, al menos por un tiempo mientras olvidas todo lo que pasó”, me
sugirió mamá una semana después de la muerte de mi hermano. No quise hacerlo. Me
sentí incapaz de abandonar este cuadrado. Sabía que iba a enfrentarme a una
montaña de recuerdos. Las paredes estaban repletas de sus garabatos, mi madre
había querido conservar parte de sus prendas en el ropero, los cuadernos de la
primaria seguían sobre la mesa manteniendo el orden que papá imponía y había,
además, en una de las gavetas del guardarropa, dos álbum de fotografías donde quedó
registrada toda su niñez. Él parecía seguir aquí. A veces solía verlo entrar
por la puerta y recostarse en la cama, mirarme con sus ojos grandes y saltar
sobre mí para jugar a las peleaditas. El fútbol callejero de verano y las
peleas cuerpo a cuerpo, que en ocasiones adquirían tal realismo que acabábamos
con el rostro rasguñado y los brazos repletos de moretones, eran los juegos más felices de ese tiempo. También
nos gustaba ir a trote los sábados muy de mañana, junto a otros niños del
barrio, hasta el río Lacramarca. A veces
papá iba con nosotros y se pasaba todo el trayecto exigiéndonos correr más a
prisa. Lo primero que hacíamos al llegar al río, era armar dos arcos con
piedras en la explanada. Los partidos eran intensos. Juanchi corría mucho,
superaba a todos en velocidad y acababa siempre con las mejillas coloradas. Luego
del juego se hacía necesario un chapuzón. Una vez, mientras nadábamos alegremente,
alguien aprovechó unos minutos de descuido y se apropió de nuestras prendas. Al
salir del agua descubrimos que las zapatillas, los polos y el dinero de papá
habían desaparecido, así que sólo nos quedó retornar a casa descalzos, soportando
el hincón de las pequeñas piedras del camino que hicieron difícil el trayecto. A ratos, mientras las fuerzas me lo permitían,
llevaba en la espalda a Juanchi. Mi padre hacía lo mismo con Pepe, quien tenía
seis años y sufría mucho caminando.