VIII
“Porque no es nuestra pelea solamente contra hombres
de carne y sangre: sino contra los príncipes, y potestades, contra los adalides
de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos esparcidos en los
aires”. (Efesios 6:12). Encontré el versículo resaltado con amarillo en
la inmensa Biblia que tenía sobre el escritorio de mi habitación. Mamá debió
haber hecho uso del resaltador fosforescente sobre este corto párrafo cuando el
libro sagrado estaba en su poder. La tinta parecía ser de hace varios años; así
que lo más probable es que su origen esté relacionado con los ataques de
hechicería lanzados contra nuestro hogar. Mi madre solía combatir el peso de su
tristeza por la muerte de Juanchi leyendo pasajes de la Biblia; yo la había
sorprendido en más de una ocasión entregada a la lectura por las tardes,
horario en el que usualmente daba una siesta. Seguro que la angustia que sentía
en el alma superaba al cansancio que le producía su ajetreada rutina diaria,
pues aunque notaba que el sueño la derrumbaba a ratos, ella persistía en su
afán de sosegar la pena con versículos esperanzadores. La quedaba mirando un
buen rato sin que lo notara. La veía con ternura pero al mismo tiempo con
piedad. “¡Cuánto debe sufrir mamá!”… Desde que se vino a vivir a esta casa en
el barrio de Pueblo Libre, apenas al día siguiente de haberse casado con papá,
se topó con un tumulto de personas acaloradas que reñían a diario frente a los
cinco burdeles que funcionaban ilícitamente en la avenida aviación. La zona estaba
infestada, por entonces, de drogadictos y meretrices. Las peleas descomunales
eran frecuentes; casi siempre terminaban con alguna cara cortada, cabezas rotas
chorreando sangre caliente en las veredas y una cuantiosa cantidad de borrachos
meándose en los postes. Así recordaba mamá
sus primeros días en este lugar colindante con el centro de la ciudad, donde
parecían haberse reunido todas las lacras del mundo. Hablaba siempre con
cautela para no lastimar el orgullo de mi padre, quien por años encabezó la
lucha para desterrar los males del barrio. Pero no solo contaba anécdotas sobre
burdeles en los que parroquianos con el tufo de cerveza reventándoles por la
boca se liaban a golpes, sino que sacaba a relucir la presencia de brujos y
curanderos que realizaban sus rituales a escasos metros de nosotros. La
hechicera más mentada en los relatos de mamá era Doña Paredes, a quien ella
misma creyó sorprender, un amanecer, pegada a nuestra ventana pronunciando
rezos malévolos mientras regaba partículas de sal en el frontis de la casa. Esta
mujer de rostro cuarteado, piel marrón, que andaba casi a rastras había
obtenido su fama de bruja a mediados de
la década del setenta, en pleno apogeo del boom pesquero. Por entonces, ella y
su comadre Emperatriz, quien vivía en la morada de enfrente, vendían comida afuera
del terminal portuario. Ambas salían de sus casas antes de las cuatro de la
mañana; parecían estar sincronizadas o haber realizado un pacto de solidaridad,
pues cuando una sufría algún apremio que la hacía tardarse en la salida, la
otra esperaba con paciencia en la esquina, para así llegar juntas al terminal. Ante
los ojos del barrio y de cualquiera que las viera empujando esforzadamente sus
triciclos adaptados como mini puestos de comida ambulante, estas mujeres - más
allá del vínculo espiritual que las unía - , eran dos grandes amigas y
compañeras. Sin embargo, como diría Juan Rulfo, “nadie ha recorrido el corazón
de un hombre”; así que nadie puede saber lo que se siembra en ese guerrero
solitario donde están almacenadas nuestras emociones. Aunque tratemos de
distinguir los propósitos de un ser humano, estos terminan siendo siempre indescifrables.
Ni siquiera la bondad puede reconocerse a través de rasgos como una mirada
dócil o una sonrisa amigable; ya habrán oído el dicho: “caras vemos, corazones
no sabemos”. Lo cierto es que doña Emperatriz, una mujer de carácter blando que
se ganaba el aprecio de los comensales con su buena sazón y carisma, enfermó un
día sin razones aparentes. Le aparecieron unos cólicos fortísimos que acabaron
por tumbarla a la cama. Sólo una semana después de haber presentado ese mal que
la hacía estrujarse hasta producir un
alarido lacerante, falleció. El doctor que la atendió escribió en el certificado de defunción: “muerte
a causa de una fuerte infección estomacal producida por la ingestión de un
alimento en mal estado”. Tan
pronto como fueron enterrados los restos, alguien cercano a la difunta contó de
que varios días atrás las comadres y amigas inseparables habían tenido un
altercado en las afueras del terminal. Doña Paredes le reclamó a su comadre por
la desmedida coquetería en el modo con que trataba a los clientes para
ganárselos. La señora Emperatriz alegó en su defensa, con una calma angelical
que “sólo
soy amable con estos hombres que vienen de tan lejos para pescar. Aquí no tienen
mujer ni hijos que les sonrían”. Las palabras apaciguadoras no
consiguieron calmar la rabia de Segundina Paredes, quien la culpó, con palabras
de grueso calibre, de que durante las últimas semanas su comida se hubiera
quedado en las ollas. A pesar de la conocida tranquilidad de Emperatriz Montero,
esta respondió a los insultos con vehemencia, generándose una discusión que por
poco y espanta a los comensales. Aquella fue la primera y única vez que las
vieron pelearse en serio. Al día siguiente cada una llegó por separado al
terminal. Durante la mañana ni se miraron y al atardecer ninguna se decidía a retornar
al barrio, aguardando que la otra diera el primer empujón a su carreta. Era un
tira y afloja ridículo, como si se tratara de dos adolescentes peleadas por
haberse quitado el novio. Sólo un día después de la riña, doña Paredes se
apareció en el puesto de Emperatriz Montero y le ofreció disculpas por el mal
rato que la había hecho pasar. Se abrazaron como dos hermanas que se
reencuentran después de varios años, comprometiéndose a solucionar, en
adelante, las diferencias de manera armoniosa. Aquella reconciliación fue sellada con un
suculento picante de cuy que Segundina le entregó a su comadre, quien para demostrar
que aceptaba las dispensas allí mismo devoró el platillo. Para el hombre que
contó los detalles de aquél incidente, resultaba sospechoso que al poco tiempo
de haber probado la comida, Emperatriz comenzara a quejarse de dolores
estomacales que con el paso de los días se hicieron más intensos, hasta terminar
por tumbarla a la cama. Pero era más extraño aún, que doña Paredes no se
hubiera acercado al velatorio para dar los pésames a la familia de quien
consideraban como su mejor amiga. Tampoco acudió al entierro y por semanas dejó
de aparecerse en el barrio, ausentándose también del terminal portuario. Por
esos días se corrió el rumor de que la mujer había fugado a Bolivia, donde aún
vivía su madre, oriunda de la tierra del altiplano; pero fue sólo cuestión de
tiempo para volverla a ver andando en Pueblo Libre, con ese rostro duro que
espantaba a quien quisiera hacerle frente. Nadie se atrevió nunca a culparla
directamente por la muerte de Emperatriz Montero. Todo lo que se decía de ella eran
cuchicheos de esquina o murmuraciones en la bodega “Juanita” a la hora en que
todas las mujeres se encontraban allí para surtir sus alacenas. Cada vez que la
veían aparecer cambiaban rápidamente el tema de conversación y la saludaban con
cortesía, pues aunque tampoco lo dijeran, temían terminar envenenadas con
cualquier menjunje, tal y como le ocurrió a la comadre Emperatriz. lunes, 1 de diciembre de 2014
martes, 26 de agosto de 2014
EL OCASO DE LA TRISTEZA (Séptimo Capítulo)
VII
La cercanía de la Navidad distrajo mi atención, haciéndome
olvidar, que una caja conteniendo un malévolo trabajo de brujería, había
aparecido en la parte posterior del gimnasio. Fue como si todo quedara de
pronto en blanco, como si alguien arrancara la página del libro donde estaba
escrito ese capítulo misterioso de mi vida. No es que disfrutara las
celebraciones de la Pascua, pues desde que Juanchi dejó de sentarse en nuestra
mesa, la navidad se convirtió en un acontecimiento pálido. La última Nochebuena
que pasamos juntos hubo más de un motivo para celebrar. Dos días antes culminé
con éxito la primaria y en mérito a mis buenas calificaciones papá me obsequió cinco
mil intis, un billete color azul con el rostro imponente de Miguel Grau. Por
primera vez tenía tanto dinero como para comprar un arsenal de cohetones,
cohetecillos, bombardas y luces de bengala. Las noches previas a esa navidad
hicimos temblar el barrio, haciendo explotar debajo de las puertas los
pirotécnicos que compramos con mi premio. Resultaba muy gracioso ver salir
espantada a la gente, presumiendo que algún explosivo había sido detonado en su
frontis, ya que por entonces los grupos subversivos aún operaban en la ciudad y
la ciudadanía andaba al pendiente de cualquier ataque terrorista; mientras nosotros
mirábamos el barullo, agazapados en los arbustos del jardín de la familia
Fernández. Pero ya está dicho que no existe crimen perfecto. Cuando fuimos descubiertos
papá recibió las quejas de la señora Izaguirre, también de la renegona Paredes
y doña Emperatriz, sumándose a esa horda de acusadoras doña Risco, una mujer
que tenía cuatro hijas muy guapetonas, a las que por entonces todos en el
barrio rondaban con fines amorosos. Este cuarteto de mujeres le advirtieron a
mi padre que si continuábamos espantando a su prole con tremendas explosiones, harían
justicia por su cuenta, lo que significaba una persecución incansable hasta
vernos pidiendo perdón de rodillas. Papá las escuchó con atención en la puerta
de casa mientras nosotros aguardábamos el inminente castigo en el dormitorio.
Conociendo a mi padre, nos esperaba una buena latiguera. Pero nada de eso
ocurrió. Creo que esa fue la única vez que nos salvamos del castigo por una
travesura cometida y debió ser porque papá se encontraba orgulloso de lo que
Juanchi y yo habíamos hecho en la escuela aquél año, pues además de las buenas
calificaciones y haber obtenido el primer lugar en el torneo de fulbito
intersecciones, a finales de diciembre estrené en la clausura escolar mi
primera obra de teatro. El guión se titulaba: El drama de los ricos y los pobres. Una
representación cuyo reparto estuvo conformado por dos compañeros del sexto
grado y seis alumnos del quinto grado, entre ellos mi hermano. Esa ocasión Juanchi
demostró un talento histriónico inédito representando con maestría al hijo
mayor de la familia pobre. Pasada la clausura, no recuerdo con claridad si fue idea de
Juanchi o mía continuar con nuestra carrera explosiva en el barrio; pero ese
afán casi le cuesta un pie a la hija mayor de doña Risco. El cohete perseguilón
que colocamos debajo de su puerta salió
disparado a una velocidad inusual y alcanzó la mesa donde cenaban, explotando
justo en el pie de Mechita. Por suerte la detonación solo alcanzó a negrearle
los dedos. A pesar de que no fuimos vistos infraganti, cualquiera podía
asegurar que los responsables éramos nosotros, los pequeños demonios de la
cuadra once de Espinar. Teníamos la suficiente cantidad de antecedentes para
ser inculpados, así que esta vez ninguna excusa pudo librarnos de la buena
tunda de correazos que papá nos dio. Desde ese tiempo hasta ahora, la navidad
fue destiñéndose en el barrio. Cada vez eran menos las casas decoradas con
luces navideñas en sus ventanas y poquísimos los niños que se arriesgaban a
jugar con pirotécnicos en la calle. Diciembre transcurría como un mes
nostálgico y triste. Mucho más en mi casa, donde las cenas navideñas se
volvieron un compartir parco. Pero esta nueva Navidad el embarazo de mi hermana
Angela trajo nuevos bríos a la familia; después de varios años las ventanas
lucían adornadas con luces de colores, volvieron a colocarse adornos
decorativos en las paredes y desempolvamos el viejo árbol navideño para lucirlo
en la entrada de casa. La forma puntiaguda que había adoptado la barriga de
Angela indicaba que dentro de pocos meses se sumaría una niña a la familia. Eso
era lo que mi madre vaticinaba, aún mucho antes de que una ecografía diese el
veredicto final. Después de cinco alumbramientos mamá podía determinar el sexo
del bebé con sólo observar la forma del vientre. Supongo que esa debe ser una
cualidad especial, que algunas mujeres desarrollan debido a su vasta
experiencia maternal.
viernes, 18 de julio de 2014
EL OCASO DE LA TRISTEZA (Sexto capítulo)
VI
Dieron las cuatro de la tarde del
día siguiente al hallazgo del muñeco decapitado; a esa hora estuve listo para
subir al gimnasio y empezar con mi faena vespertina de entrenamiento. Toda la
mañana había tratado, como un detective policiaco, de hilvanar las
posibilidades en las que el paquete pudo haber llegado hasta el tercer piso sin
que nadie se percatase. El primer obstáculo - si es que en realidad lo representó
- que debió superar la persona que trajo la misteriosa caja con el trabajo de
brujería, era la puerta de fierro que protegía mi vivienda de los intrusos y
ladrones. Mi hermano Pepe estaba siempre atento, como un guardián infranqueable,
a todos los que ingresaban por allí. Sólo se distraía aquellas tardes en que
algún partido de la Champions League lo hipnotizaba frente al televisor. Pero el
día anterior había sido viernes y la programación televisiva no contemplaba ningún
encuentro deportivo. ¿Viernes? En ese momento reparé en el día que transcurría.
Desbloqueé el celular e ingresé a la opción de calendario. Estábamos sábado 14
de Diciembre. “¡Encontré la caja un viernes 13!”. Mi corazón estalló. Acaso
podría tratarse de una simple coincidencia. “En el mundo del ocultismo nada es
dejado al azar”, me dijo Diana una de esas noches en que la visité para conocer
más acerca de la brujería. Basándome en esa afirmación ya no debían quedar
dudas de que aquél paquete con el muñeco
decapitado dentro fuese un trabajo de hechicería. Según los registros, que se
pueden encontrar navegando en internet, un viernes 13 de octubre de 1307, bajo
las órdenes del Rey Felipe IV de Francia, un grupo de Caballeros Templarios,
fue capturado y llevado a la Santa Inquisición para ser juzgado y condenado por
supuestos crímenes en contra de la cristiandad. Esa misma noche sus cuerpos
terminaron en la hoguera ante la anuencia del Papa Clemente V, en una matanza
colectiva cuestionada por considerarse que no fue un proceso justo. Un Temple
de nombre Jacques de Molay, uno de los últimos en ser quemado en la hoguera,
"emplazó" momentos antes de su asfixia, al propio Felipe IV y al Papa
Clemente V, con estas palabras:"¡Clemente, y tú Felipe, traidores a la fe
cristiana, os emplazo ante el tribunal de Dios!... A ti, Clemente, dentro de
cuarenta días, y a ti Felipe, dentro de este año..."El papa Clemente,
murió a los treinta días y el Rey Felipe, antes de cumplirse un año. Así nacía
la maldición del Viernes 13. Independientemente el número trece desde la
antigüedad ha sido considerado de mal augurio, por ejemplo en la Última Cena de
Jesucristo, trece fueron los comensales; la Cábala enumera a 13 espíritus
malignos, al igual que las leyendas nórdicas; en el Apocalipsis, su capítulo 13
corresponde al anticristo y a la bestia. También existe una leyenda escandinava,
donde se narra que en una cena de dioses en el Valhalla, Loki, el espíritu del
mal, era el treceavo invitado. En el Tarot, este número hace referencia a la
muerte. Y trece es el número que las brujas de la edad media esperaban para
hacer sus pócimas. Aquél trece de
Diciembre había sido el segundo viernes 13 en el año. El primero fue en
setiembre, pero pasó desapercibido.
sábado, 31 de mayo de 2014
EL OCASO DE LA TRISTEZA (Quinto Capítulo)
V
El miedo es una emoción que se
fabrica en algún rincón de la mente y va expandiendo sus tentáculos en todo
nuestro organismo, provocando una descarga de ansiedad que explota en el
corazón. Su máxima expresión es el terror. Existe un miedo real, el cual
podemos medir según la intensidad de la amenaza. Supongamos que camino a casa
nos topamos con una jauría de perros hambrientos, el temor a ser atacados nos
hará cambiar de dirección; si no experimentáramos esa sensación lo más probable
es que acabaríamos en un enfrentamiento
con los animales; pero existe otra forma
de miedo, que Sigmund Freud definió como miedo neurótico, cuando la intensidad del ataque de miedo no
tiene ninguna relación con el peligro; es decir aquél temor que nos produce la
oscuridad, nuestras pesadillas, la soledad o una aparición misteriosa como
aquél paquete con el muñeco decapitado dentro.
sábado, 8 de marzo de 2014
EL OCASO DE LA TRISTEZA (Cuarto Capítulo)
IV
¿Quién pudo
haber dejado ese paquete? Me preguntaba, esa tibia mañana de diciembre,
mientras seguía repasando en mi cabeza todos los nombres de las personas que
llegaban al gimnasio a diario. Recordaba sus rostros, el modo en que solían
mirar, las charlas que compartían mientras tomaban una pausa en su
entrenamiento, la frecuencia con la que acudían a ejercitarse, tratando de descubrir
a través de esos rasgos la nobleza de su corazón y alguna posible complicidad
con la presencia de la caja. Muchas veces los enemigos te tocan el hombro en tu
propia casa. Luz acababa de salir, pero su aroma aún seguía impregnado en la
habitación. Amanecer a su lado tranquilizó mi alma. Pero al marcharse tuve una
ligera sensación de temor que traté de aliviar acercándome hasta la fotografía
tamaño jumbo de Juanchi; la imagen estaba en un portarretrato de vidrio colocada sobre una repisa. Yo mismo había
tomado esa foto en el vivero, un día antes de su muerte, y mostraba a un
Juanchi flacucho de párpados hundidos y
sonrisa forzada. Siempre que padecía alguna adversidad o veía amenazada mi paz
espiritual me acercaba hasta el retrato y le confesaba mis tribulaciones. Se
trataba de un contacto íntimo con mi hermano en busca de su ayuda, para sortear
el mal tiempo. El fuerte lazo que mantuvimos en nuestra niñez se prolongó más
allá de su muerte. Unos meses después del entierro, mientras iba rumbo a la
escuela, oí un susurro nítido que me alertaba del peligro si continuaba el trayecto
usual que solía recorrer rumbo al Politécnico. “Estás alucinando Marco”. No hice caso y seguí por el mismo sendero, pero
unos metros más adelante el anuncio volvió a repetirse; entonces empujado por
esa voz interior tomé la calle opuesta y crucé hasta la avenida Pardo. No entendía por qué había hecho caso a ese
murmullo que parecía provenir de alguien que caminaba a mi costado, hasta que
oí el estruendo de un choque y corrí a mirar, empujado por ese impulso natural
que conducía a todos los transeúntes que circulaban por la zona, hacia el lugar
del siniestro. Justo antes de llegar a la esquina una camioneta de doble cabina
había chocado contra un poste de alumbrado público, trayéndolo abajo. Transitaba
a diario por esa calle para ir a la escuela y solía pasar junto al poste en un
recorrido mecánico que alteré por aquél susurro salvador. Después de ese día, la
vocecita empezó a repetirse con frecuencia; me acompañaba camino a la escuela o
durante las noches mientras realizaba las tareas en mi habitación; era tanta la
intensidad del murmullo que llegué a acostumbrarme a él y empecé a entablar un
diálogo ameno, familiar, compartiéndole mis ideas, congojas, haciendo incluso
preguntas, cuyas respuestas luego se ratificaban en la realidad. Algunas cosas
eran trivialidades, juegos de niños;
como la vez que le pregunté si habría clases de taller electrónico y respondió que
esa tarde disputaríamos una partida de monopolio en casa, pues el profesor al
que apodábamos “Cerebro” por el enorme tamaño de su cabeza, no asistiría al
colegio. Llegué a la escuela y luego de permanecer dos horas junto a mis
compañeros del primero “C”, esperando la
llegada de “Cerebro”, el auxiliar de educación nos mandó de vuelta a nuestros
domicilios pues el docente tenía un problema familiar que atender y no
asistiría. Cuando estuve en mi habitación puse el Monopolio sobre la cama. Ese
día pasé toda la tarde tirando los dados, comprando casas y departamentos en
las principales avenidas de Lima, sintiendo la presencia de mi hermano al
costado. Estaba convencido de que Juanchi me decía cosas al oído, cuchicheaba y
a veces hasta sonreía; su cercanía espiritual servía de consuelo para amenguar
el dolor de su muerte. No le conté a nadie de aquellos diálogos íntimos, pues
lo más probable es que hubiese terminado en un centro de ayuda para personas
con problemas mentales. Por un tiempo creí que el privilegio de sentir su
presencia era sólo mío, hasta que una
mañana encontré a mi madre hablándole a una de sus fotografías, la misma que
luego amplió y puso en un marco para colocarla en nuestra sala. Ella también
debía obtener respuestas u oír el susurro alegre de Juanchi. No recuerdo en qué
momento perdí contacto con él, quizás el hecho de convertirme en adulto distanció
su voz infantil. Lo que hasta ahora
permanece es la presencia fantasmal que se hace notar por las noches en mi
habitación, como si se tratara de un niño juguetón en busca de entretenimiento.
Años atrás las sillas del cuarto eran arrastradas con suavidad y la puerta
crujía durante la madrugada. Juanchi se movía con plena libertad, probando los
objetos nuevos que fui colocando en el dormitorio donde él durmió hasta el día
de su muerte. A pesar de todas las manifestaciones sobrenaturales mi corazón nunca solía llenarse de temor, por
el contrario era invadido con una paz sublime. Una noche, cerca al final del día, mientras leía tendido en mi
cama una colección poética de César Vallejo, escuché golpear el teclado de la
computadora. Me encontraba solo, con la puerta cerrada, pues a esa hora ya
todos dormían en casa. Volteé la vista hacia
mi computador sorprendido, temeroso para ser honestos, pues en una situación
como aquella cualquiera hubiese puesto el grito al cielo. El tecleo se repitió un
par de veces, después sobrevino un silencio que atrajo un aura pacífica, la
misma paz que sentía cuando escuchaba el susurro infantil de Juanchi; sonreí y
continué leyendo. Cosas como esa eran frecuentes en mi habitación; no me
espantaban, por el contrario las sentía como parte de la coexistencia amena con
el alma de mi hermano, aunque una madrugada sus travesuras sí consiguieron
erizarme la piel. Dormía plácidamente después de un agitado día en la universidad que culminó con la
elaboración de un informe para el curso de publicidad. Había llegado a casa con
la premura de culminar el trabajo que debía presentar por la mañana, así que
terminé mi cena en menos de cinco
minutos, subí a mi cuarto y estuve
despierto frente a la computadora hasta pasada la media noche. “Listo, ahora sí
a dormir”. Apagué el computador, las luces y me tiré rendido en la cama sin
siquiera quitarme la ropa del todo. A media madrugada un ruido estrepitoso hizo
que diera un brinco hacia el suelo. El CPU, la impresora matricial y el monitor
se encendieron de golpe, como si hubiesen estado programados para despertar a
esa hora. ¿Juanchi? Fue lo primero que pensé. No podía encontrar otro
responsable. “¡Caramba! Esta vez sí que me asustaste”. Avancé nervioso hasta la
mesa donde estaba colocado el computador y apagué el sistema Windows. Por las
dudas desenchufé el estabilizador de corriente. Si algo volvía a encenderse
seguro que hubiese salido corriendo dando gritos de espanto.
domingo, 16 de febrero de 2014
EL OCASO DE LA TRISTEZA (Tercer Capítulo)
III
Mi habitación es un lugar
pequeño, al que he tratado de convertir con los años en un sitio acogedor. Gran
parte de las cosas que poseo se encuentran aquí: una colección de clásicos de
la literatura, mi computador de mesa y una portátil, archivos importantes, entre
otros objetos que tienen un especial valor emocional para mí. Hace poco compré
muebles nuevos y pinté las paredes de celeste cielo y blanco humo para darle
mayor iluminación; pero hace veintitrés años, cuando había apenas dos camas,
una pequeña mesa donde realizábamos las tareas y un ropero herido por nuestras
travesuras de niño, mi madre se vio obligada a cambiar el orden de las cosas
para borrar el recuerdo de Juanchi. “Si quieres puedes pasarte a otra
habitación, al menos por un tiempo mientras olvidas todo lo que pasó”, me
sugirió mamá una semana después de la muerte de mi hermano. No quise hacerlo. Me
sentí incapaz de abandonar este cuadrado. Sabía que iba a enfrentarme a una
montaña de recuerdos. Las paredes estaban repletas de sus garabatos, mi madre
había querido conservar parte de sus prendas en el ropero, los cuadernos de la
primaria seguían sobre la mesa manteniendo el orden que papá imponía y había,
además, en una de las gavetas del guardarropa, dos álbum de fotografías donde quedó
registrada toda su niñez. Él parecía seguir aquí. A veces solía verlo entrar
por la puerta y recostarse en la cama, mirarme con sus ojos grandes y saltar
sobre mí para jugar a las peleaditas. El fútbol callejero de verano y las
peleas cuerpo a cuerpo, que en ocasiones adquirían tal realismo que acabábamos
con el rostro rasguñado y los brazos repletos de moretones, eran los juegos más felices de ese tiempo. También
nos gustaba ir a trote los sábados muy de mañana, junto a otros niños del
barrio, hasta el río Lacramarca. A veces
papá iba con nosotros y se pasaba todo el trayecto exigiéndonos correr más a
prisa. Lo primero que hacíamos al llegar al río, era armar dos arcos con
piedras en la explanada. Los partidos eran intensos. Juanchi corría mucho,
superaba a todos en velocidad y acababa siempre con las mejillas coloradas. Luego
del juego se hacía necesario un chapuzón. Una vez, mientras nadábamos alegremente,
alguien aprovechó unos minutos de descuido y se apropió de nuestras prendas. Al
salir del agua descubrimos que las zapatillas, los polos y el dinero de papá
habían desaparecido, así que sólo nos quedó retornar a casa descalzos, soportando
el hincón de las pequeñas piedras del camino que hicieron difícil el trayecto. A ratos, mientras las fuerzas me lo permitían,
llevaba en la espalda a Juanchi. Mi padre hacía lo mismo con Pepe, quien tenía
seis años y sufría mucho caminando.
domingo, 26 de enero de 2014
EL OCASO DE LA TRISTEZA (Segundo Capítulo)
II
La mañana siguiente al hallazgo
del paquete abrí los ojos y sentí el cuerpo tibio de Luz a mi costado. Traía
puesto uno de mis polos; aunque
dormida, sus brazos se habían acomodado en mi pecho. Eran menos de las seis de
la mañana, la oscuridad aún reinaba. Podía dormir hasta las siete, la hora en que normalmente despertaba
a diario, pero un sueño me levantó con sobresalto. Había un hombre muerto de
dos tiros en la cabeza, desplomado en una esquina. La calle estaba a dos cuadras
de mi casa. Conocía al sujeto, lo había visto en reiteradas ocasiones e incluso
alguna vez cruzamos un par de palabras. Lo vi tirado y corrí a darle aviso a la
persona con la que solía andar. Cuando esta llegó se abalanzó sobre el cadáver
y dio un grito de dolor al toparse con su amigo muerto. Luego de un momento el
dolido se retiró y dejó el cuerpo allí, tirado en la acera. Aunque quería
correr no podía hacerlo, siempre tenía al muerto frente a mí, parecía seguirme
a todos lados. Desperté transpirado y con una palpitación intensa en la cabeza.
Me tranquilizó sentir los latidos del corazón de Luz, verla tan dócil a mi
lado, tan serena en su dormir. Era muy temprano aún para despertarla. La
contemplé por varios minutos; rocé con las manos su cabello rubio, acaricié su
rostro lunarejo y terminé por besar su frente con ternura. Debió sentirme, pues
de un de repente le brotó un suspiro, pero continuó dormida. Quizás en la profundidad de su sueño,
recordaba aún el extraño incidente de hace unas horas… Nos habíamos dormido
hablando del tema. Para ella la brujería
estaba dirigida hacia mi hermana. “Un muñeco, un chupón, una sonaja. Creo que
le quieren hacer daño a Angela”. Yo
tenía mis dudas al respecto, pues mi hermana nunca subía al gimnasio. Si
alguien tratase de hacerle daño, podrían dejar lo que fuere en el balcón de
nuestra casa, que da justo a la ventana de su habitación. Años atrás, cuando
ese cuarto era ocupado por mis padres, aparecieron allí flores bañadas con
fragancias esotéricas y un animal raro que caminaba en dos patas; algo muy
parecido a un Kiwi, pequeño pájaro no
volador que habita en Nueva Zelanda. ¿Cómo había llegado hasta allí el ave?
Tenía el tamaño de un pato tierno con el pico puntiagudo largo, y un par de
patas con tres dedos que terminaban en
pequeñas garras. Nunca supimos cuánto tiempo estuvo allí el animal. Mi madre
recordaba haber oído durante varias noches ruidos extraños en el balcón, pero
no le tomó importancia, hasta que una madrugada el ave comenzó a picotear con
fuerza el vidrio de la ventana, tratando de ingresar a la habitación. Papá se
levantó de golpe. ¡Quién mierda anda allí!, gritó, pesando que el perturbador
era un ladrón, pues ya antes habían ingresado a robar por esa parte de la casa.
Nadie le respondió, y el picoteo continuó, aunque a un ritmo más lento. Entonces,
a pesar de que mi madre trató de persuadirlo de llamar primero a la policía,
salió furibundo a darle caza al intruso. Cuando se topó con el animal sintió
más temor del que habría experimentado teniendo al frente a un ladrón. El ave
se le quedó mirando y en lugar de espantarse, se paró firme con intenciones de
arremeter si era atacada. Papá contó que aquél fue el pájaro más horrible que
había visto en su vida. Lo primero que pensó fue que se trataba de algún ser
maléfico. “Ese tipo de animal no era de este mundo”, repetía cada vez que se animaba a relatar la
historia durante el almuerzo, aunque nunca habló de un posible responsable o
dijo que se trataba de brujería, no sé si por temor a causar miedo entre sus
pequeños hijos o porque en realidad no
tenía la menor idea de quién podría estar detrás de aquél ataque con hechicería a nuestro hogar. En ese tiempo, con
nueve años, aquella historia me sonaba fantástica. Deseaba en silencio,
enfrentarme a un pájaro como aquél, acabarlo a escobazos como lo hizo papa, o mejor
aún cortarle la cabeza con un hacha, eso resultaría más efectivo para repeler
el mal; luego quemaría el cuerpo en la calle, así como mi padre.
domingo, 12 de enero de 2014
EL OCASO DE LA TRISTEZA (Primer Capítulo)
I
Viernes 23 de Enero del 2014
(00:40 a.m.)
Hoy he decido, por fin, empezar a
contar esta historia. No persigo fama, tampoco atraer la atención de alguien
que pudiera sentir compasión o piedad hacia mí. Sólo sé que debo extirpar un
tumor que crece en mi alma. Estos últimos días los he vivido de manera
aterradora, envuelto en una maraña de dudas, miedos e incertidumbre por la repetición
constante y cíclica de acontecimientos oscuros que podrían servir de
inspiración a cualquier novelista aficionado a las historias de terror. Debo
reconocer que hasta ahora no había visto algo similar, salvo en las películas
de espanto o en alguna de las novelas de Stephen King. A pesar de haber transcurrido dos décadas desde
la primera vez que metí mis narices en el mundo del ocultismo, ha sido hasta ahora
que pude toparme cara a cara con el terrorífico rostro del mal. Sería
apresurado intentar describir en estas
primeras líneas lo que aconteció hace pocas semanas. Sólo puedo adelantar que he sido víctima de un
muy bien elaborado trabajo de hechicería. Alguien tramó un ardid en mi contra;
puedo intuir que motivado por un odio que no alcanzo descifrar, pues he sido
siempre muy cortés y diplomático con mis amigos y en cierta medida con quienes
se han puesto del lado de la enemistad. Sin embargo el corazón del hombre puede
anidar rencores enfermizos. Quien haya sido el artífice de este entripado
macabro debió gastar una muy buena cantidad de dinero. Esto no parece ser obra
de un aprendiz o charlatán, aquí ha metido la mano alguien que sabe pactar con
el maléfico demonio. Los incrédulos podrán decir que pretendo armar una trama
basándome en una superstición. Puede que, incluso, acerquen mi estado emocional
con la locura y sugieran un tratamiento psiquiátrico para alejar de mi mente
todo tipo de apariciones fantasmales. Supongo que no es frecuente toparse con
alguien que toda su vida ha estado involucrado con sucesos paranormales. Admito que soy ese sujeto. Un ser humano cuya
existencia se vio amenazada desde su infancia por eventos misteriosos
vinculados con el esoterismo y la hechicería. Pero hoy mi temor no es el mismo
de años pasados, esta vez he llegado a creer que me encuentro ante la antesala
de una hecatombe. No estoy exagerando,
lo que ocurrió días atrás es mucho más que una señal de mal augurio. Si me han seguido hasta aquí puedo decirles
que nunca antes sentí esta escalofriante sensación que me acompaña esta
madrugada. Seguro estarán preguntándose qué ha ocurrido…
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EL OCASO DE LA TRISTEZA (Octavo Capítulo)
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